Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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Capítulo 16

       El Agente Secreto

       Capítulo I

       Capítulo II

       Capítulo III

       Capítulo IV

       Capítulo V

       Capítulo VI

       Capítulo VII

       Capítulo VIII

       Capítulo IX

       Capítulo X

       Capítulo XI

       Capítulo XII

       Capítulo XIII

       Crónica Personal

       Prefacio familiar

       Capítulo I

       Capítulo II

       Capítulo III

       Capítulo IV

       Capítulo V

       Capítulo VI

       Capítulo VII

       El Duelo

       Capítulo I

       Capítulo II

       Capítulo III

       Capítulo IV

      7

      La Nellie, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea.

      La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el principio de un interminable canal. En la lejanía, el mar y el cielo se soldaban sin juntura, y en el espacio luminoso las curtidas velas de las gabarras empujadas por la corriente parecían inmóviles racimos rojos de lona, de afilada punta, con reflejos de barniz. Una neblina descansaba sobre las tierras bajas que se adelantaban en el mar hasta desaparecer. El aire sobre Gravesend era oscuro, y un poco más allá parecía condensarse en una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra.

      El director de las compañías era nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos su espalda con afecto, mientras se mantenía de pie en la proa mirando hacia el mar. No había nada en todo el río que tuviera un aspecto tan náutico. Parecía un práctico, que es lo más digno de confianza que hay para un marinero. Era difícil hacerse a la idea de que su trabajo no estaba allí fuera, en el estuario luminoso, sino detrás, en la ominosa penumbra.

      Entre nosotros existía, como ya he dicho en algún lugar, el vínculo de la mar, que, además de mantener unidos nuestros corazones durante largos períodos de separación, tenía la virtud de hacernos tolerantes para con las historias, e incluso las convicciones, de cada cual. El abogado —el mejor de los viejos compañeros— tenía, debido a sus muchos años y virtudes, la única almohada de la cubierta, y estaba echado en la única manta. El contable había sacado ya un dominó, y jugaba formando pequeñas construcciones con las fichas. Marlow estaba sentado en popa con las piernas cruzadas, apoyado en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, aspecto de asceta, y, con los brazos colgando y las palmas de las manos hacia afuera, parecía un ídolo. Una vez comprobado que la embarcación estaba bien anclada, el director se dirigió a popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos unas palabras perezosamente. Después todo quedó en silencio a bordo del yate. Por alguna razón no iniciamos la partida de dominó. Nos sentíamos meditabundos, incapaces de hacer nada, excepto dejar vagar nuestra mirada plácidamente. El día se acababa en una serenidad de tranquila e intensa brillantez. El agua relucía apacible; el cielo, sin una mancha, era una dulce inmensidad de luz inmaculada; incluso la bruma sobre las marismas de Essex era como un tejido radiante y transparente, colgado de las boscosas colinas del interior y revistiendo las costas bajas de pliegues diáfanos. Sólo la oscuridad al Oeste, cerniéndose sobre el curso alto del río, se hacía más sombría por instantes, como irritada por la proximidad del sol.

      Y por fin, en su caída curvada e imperceptible, el sol descendió, y de un resplandeciente blanco pasó a un rojo opaco, sin rayos y sin calor, como si estuviera a punto de extinguirse, herido de muerte por el contacto con aquella penumbra que se cernía sobre una multitud de hombres.

      En seguida sobrevino un cambio sobre las aguas, y la serenidad se hizo menos brillante, pero más profunda. El viejo río permanecía imperturbable en toda su extensión ante el ocaso del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la vieja raza que poblaba sus orillas, extendiéndose con la tranquila dignidad de una vía de agua que conduce a los más remotos rincones de la tierra. Contemplábamos la venerable corriente, no en el rápido flujo de un breve día que llega y se va para siempre, sino bajo la majestuosa luz de recuerdos permanentes. Y, en efecto, no hay nada más fácil para un hombre que, como suele decirse, «ha seguido al mar» con reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en el curso bajo del Támesis. La marea sube y baja en su incesante servicio, poblada de recuerdos de hombres y barcos que condujo al reposo del hogar o a las batallas del mar. Había conocido y servido a todos los hombres de los que la nación se enorgullece, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos ellos, con o sin títulos de nobleza: grandes caballeros errantes del mar. Había transportado a todos los barcos cuyos nombres son como piedras preciosas brillando en la noche de los