Джозеф Конрад

Las Grandes Novelas de Joseph Conrad


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marineros sentados sobre la escotilla levantaron los ojos en silencio y el más viejo marinero de a bordo después del mismo Singleton —estos dos se entendían aunque no cruzasen más de tres palabras al día—, examinó de arriba abajo a su amigo y luego, quitándose de la boca su corta pipa, se la tendió en silencio. Singleton alargó el brazo para cogerla, erró en su intento, se tambaleó y de repente cayó hacia delante, derrumbándose de cabeza, rígido, como un árbol desarraigado. Se produjo un rápido tumulto. Los hombres se empujaban gritando:

      —¡Ha muerto…! ¡Volvedle…! ¡Haced sitio…!

      Bajo un montón de rostros asustados inclinados sobre él, el viejo yacía sobre la espalda, mirando al techo de una manera intolerable y continua. A través del silencio de las respiraciones contenidas y de la consternación general, dijo con un murmullo ronco:

      —Ya estoy bien —e hizo ademán de buscar un apoyo. Le pusieron en pie. Con tono afectado refunfuñaba—: Me estoy haciendo viejo… viejo.

      —Tú no —gritó Belfast con tacto espontáneo.

      Sostenido por todas partes, Singleton bajaba la cabeza.

      —¿Estás mejor? —le preguntaron.

      A través de sus cejas, dirigió sobre ellos la mirada brillante de sus ojos negros, en tanto que se esparcía sobre su pecho la blancura enmarañada de su espesa y larga barba.

      —Viejo, viejo —repitió severamente.

      Ayudado por todos subió a su litera. Había en ella un montón blando de algo que olía como el borde legamoso de una playa durante la marea baja. Era un jergón empapado. Trepó con un esfuerzo convulsivo y entre las tinieblas del estrecho reducto se le oyó gruñir de cólera, como una fiera irritada, incómoda en su cubil.

      —Por un poco de brisa… apenas nada… no poder sostenerse en pie… demasiado viejo.

      Se durmió por fin. Respiraba con fuerza, calzadas aún sus botas altas, cubierta la cabeza con el sombrero; sus vestidos de tela encerada susurraban cuando, con un profundo suspiro de queja, se volvía en su sueño. Los hombres hablaban de él con murmullos discretos e informados.

      —De ésta no se levantará… Fuerte como un caballo…

      —Sí, pero ya no es lo que era antes…

      Sus murmullos, entristecidos, lo abandonaron a su suerte. No obstante, a medianoche se presentó para su servicio como si no hubiese pasado nada y respondió a la llamada de su nombre con un «¡Presente!» melancólico. Cavilaba más solo que nunca, en un impenetrable silencio, ensombrecido el rostro. Durante años se había oído llamar «el viejo Singleton» y había aceptado este calificativo con el corazón sereno, como un atributo de respeto debidamente otorgado a un hombre que durante medio siglo había medido sus fuerzas contra los favores y furores del mar. Su cuerpo mortal no había obtenido jamás de él el menor pensamiento. Vivía indemne, como si hubiese sido indestructible, dócil a todas las tentaciones, desafiando todas las tempestades. Había jadeado bajo el sol, se había estremecido de frío; había sufrido hambre, sed, libertinaje; había pasado por innumerables pruebas y conocido todas las furias. ¡Viejo! Le parecía haber sido domeñado por fin. Y como un hombre traicioneramente maniatado durante su sueño, se despertaba agarrotado por la larga cadena de años cuya cuenta implacable no llevara nunca. Le era menester levantar con un solo impulso el fardo de toda su existencia, fardo demasiado pesado, al parecer, para sus músculos de hoy. ¡Viejo! Movió los brazos, sacudió la cabeza, palpó sus miembros. Envejecer… ¿y después? Contempló el mar inmortal, despertado súbitamente a la percepción turbia de su poder implacable; lo vio inmutable, negro y manchado de espuma bajo la vigilia eterna de las estrellas; oyó su voz impaciente llamarlo desde el fondo de una inmensidad despiadada, llena de tumulto, caos y terror. Miró a lo lejos sobre su faz y sólo vio una inmensidad atormentada, ciega, quejumbrosa, furiosa, que reclamaba todos los días de su vida porfiada y que en el crepúsculo de esta vida, reclamaría a su esclavo impenitente un cuerpo usado hasta los tuétanos.

      El mal tiempo había cesado. El viento cambió viniendo del Sudeste, cargado todavía de vapores negros, y pronto se apaciguó, no sin haber dado al barco un fuerte impulso hacia el Norte y las latitudes soleadas en que reinan los alisios. Rápido y blanco, corrió hacia las riberas nativas, en línea recta, bajo el cielo azul y sobre la llanura azul del mar. Llevaba consigo la sapiencia madurada de Singleton, la delicadeza de las susceptibilidades de Donkin y la locura presuntuosa de todos. Las horas de vana tormenta fueron olvidadas; ninguna alusión al terror y a la angustia de aquellos momentos entristeció nunca la paz radiante de los bellos días. Sin embargo, nuestra vida pareció datar de nuevo de aquel tiempo como si, muertos una vez, hubiéramos resucitado. Toda la primera parte del viaje: el océano Índico y el otro lado del Cabo, se perdía en brumas, como el sueño obsesionante de una vida anterior. Esa vida había tenido su término —luego, habían venido horas sombrías, un espacio vacío, confuso y lívido—, y ahora vivíamos de nuevo. Singleton, enriquecido por una verdad siniestra; mister Creighton, por una pierna estropeada; el cocinero, por la gloria de la que abusaba descaradamente en toda ocasión. Donkin contaba un agravio más. Iba repitiendo insistentemente:

      —Te romperé la cabeza. ¿Lo oíste? Ahora van a asesinarnos por cualquier cosa —me dijo.

      Entonces, comenzamos a decimos que, en efecto, aquello había estado muy mal. Y estábamos orgullosos de nosotros mismos. Nos engreíamos de nuestra intrepidez, de nuestra capacidad de trabajo, de nuestra energía. Recordábamos episodios halagüeños: nuestra abnegación, nuestra indomable perseverancia, no menos enorgullecidos que lo estaríamos si nuestros impulsos propios lo hubiesen hecho todo sin ninguna ayuda exterior. Recordábamos nuestros peligros y faenas, y sabíamos olvidar oportunamente nuestra punzante alarma. Difamábamos a los oficiales —que no habían hecho nada—, y escuchábamos con gusto al fascinador Donkin. Ni la invariable injuria de nuestras palabras, ni el desdén de nuestras miradas, lograban desalentar su preocupación por nuestros derechos y el cuidado desinteresado con que atendía a nuestra dignidad. Nuestro desprecio por él no conocía límites y no podíamos escuchar sin interés a ese artista consumado. Nos dijo que éramos gentes excelentes —«un hermoso grupo de hombres de bien»—, ¿y quién nos lo agradecía? ¿Quién se cuidaba de nuestros agravios? ¿No era la nuestra «una vida de perros a dos libras diez chelines por mes»? ¿Juzgábamos, acaso, ese miserable salario una compensación del riesgo corrido y la pérdida de nuestros equipajes? «¡No tenemos ya ni un hilo!». Olvidábamos que al menos él no había perdido nada de sus propios bienes. Los más jóvenes escuchaban, pensando entre sí:

      «Este bribón de Donkin ve las cosas claramente, a pesar de no ser hombre».

      Los escandinavos se espantaban de sus audacias. Wamibo no comprendía nada, y los marineros de más edad meneaban gravemente las cabezas en las que brillaban los aretes de oro colgados de los lóbulos carnosos de las orejas peludas. Severos, curtidos, meditabundos, los rostros se apoyaban sobre los antebrazos tatuados. Puños morenos cruzados por venas gruesas encerraban en su apretón nudoso la blanca arcilla ahumada de las pipas a medio fumar. Escuchaban impenetrables, anchas las espaldas, redondos los hombros, sumidos en un silencio rudo. Donkin hablaba con calor, irrefutable y desacreditado. Su facundia pintoresca e inverecunda, brotaba como el raudal de una fuente envenenada. Sus pequeños ojos negros, semejantes a dos pepitas de azabache, danzaban espiando a derecha e izquierda, siempre alerta por si se aproximase un oficial. A veces, mister Baker, dirigiéndose a proa para echar un vistazo al velamen, bamboleando su desgarbada y maciza humanidad, se presentaba entre el silencio súbito de los hombres; o llegaba mister Creighton, arrastrando la pierna, terso el rostro, juvenil y más intratable que nunca, traspasando el breve mutismo con una mirada recta de sus claros ojos. A sus espaldas, Donkin volvía a lanzar sus miradas socarronas:

      —Ahí tenéis a uno. Aquí están los que le sujetaron el otro día. ¡Y ni siquiera os dio las gracias! ¿Os hace sudar menos que antes? Si se le hubiese dejado abandonado… ¿Por qué no? Menos trabajo habría costado. ¿Por qué no?

      Confidencial, avanzaba para retroceder en seguida, seguro de sus efectos oratorios; murmuraba, clamaba, agitaba