Armando Valdés-Zamora

Horizontes del cangrejo


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ésta me dijo sin mirarme: “Monsieur Goggins tendrá el placer de esperarlo el 13 de agosto a las 3 de la tarde en el Café Ondarreta de San Sebastián”. “Repito:”, dijo, y repitió, antes de agregar con la misma marcialidad. “Recuerde las instrucciones: tiene que ir solo y con las manos vacías”, agregó en lo que levantaba y se despedía: “Adiós”.

      Me quedé unos minutos a solas y estático, al igual que las cuatro auras monumentales de la escultura de Louis de Monard que me miraban fijamente como yo a ellas. Pensé que al mismo tiempo que parecía acercarme por fin al verdadero Monsieur Goggins, como dos desconocidos jugadores nos empezábamos a conocer. Ubi pecora, ibi vultures (“Donde existe el ganado, hay auras”), dice un adagio romano. Interpreté a mi manera el mensaje que me enviaba en esta ocasión, al parecer en el preámbulo de nuestra cita definitiva; asocié esas auras de piedra gris con la vigilancia y la recuperación de los muertos.

      Ese día me dije con aplomo que en algo nos parecíamos ese millonario y yo, ambos tratábamos de darle un sentido a la desaparición de un muerto inquieto con quien, por razones para mí desconocidas, teníamos algo en común.

      II

      Todo parece indicar que Cornelius Monteagudo nació un 13 de abril en la región central de Cuba, a finales de los años 20 –aparentemente en 1928– algunas notas biográficas afirman que en una finca situada en Guayos, cerca de la ciudad colonial de Sancti Spiritus, pero fue inscrito por sus padres en el registro civil de Santa Clara, donde pasó toda su infancia y parte de su adolescencia. Estudió un año de Letras en la Universidad Central de Las Villas, y poco después prosiguió sus estudios en la universidad de La Habana.

      Al parecer graduado con una tesis sobre el poeta francófono cubano Augusto de Armas y Colón quien fuera inmortalizado por Rubén Darío en su colección de retratos de “Los raros” y de quien Cornelius se dice conservaba el original del libro inédito en francés Le poème d’un cerveau así como una versión del célebre “Tropicale”, poema sobre la siesta firmado en La Habana. De más está decir que ni la tesis ni los manuscritos han sido hallados, eso sin tomar en serio que algunos afirman que la tesis de Cornelius en realidad se basaba en un estudio sobre los signos alquímicos en las iglesias cubanas.

      Lo que sí se sabe es que, por razones desconocidas, él regresa a provincia y trabaja cierto tiempo en la Biblioteca Municipal de Cienfuegos, al sur de Cuba, donde se cuenta se hizo amigo del escritor y pintor naif Samuel Feijóo, antes de partir al extranjero, primero a Madrid, después a Lisboa, y más tarde a París, ciudad donde se instala a mediados de los años 50.

      Es aventurado afirmar, de la manera en que aparece en ciertos testimonios, que Cornelius fuera políglota - conocía además del castellano, el francés, el inglés, un poco de ruso, el italiano, el portugués, el latín, nociones de griego, e incluso el corso, de una estancia en Córcega donde vivió con una tal Lucrecia Durante –, pero quedan constancias de algunas traducciones suyas del francés y de su trabajo de intérprete en diferentes organismos de la capital francesa como la Unesco y las Naciones Unidas, antes de fungir, por escasos meses, como consejero cultural de la embajada de Cuba en Luxemburgo.

      En la Biblioteca del Arsenal (una de las más importantes de París) se puede consultar una monografía, en francés, escrita por Cornelius y consagrada a Marta Abreu, filántropa cubana originaria de Santa Clara, que muriera en París en 1902. La introducción y dos capítulos de otra, dedicada a la Condesa de Merlin y perteneciente a las colecciones privadas del investigador franco cubano Darío Méndez, hace pensar que ambos textos formaban parte de un proyecto de estudios sobre mujeres cubanas residentes en Francia. Los esbozos del manuscrito de lo que al parecer es una sátira titulada “La Condesa de las chancletas”, sugieren otro posible estudio sobre una escritora cubana residente en la Ciudad Luz, que no se ha podido identificar. Méndez conserva también una carta de Cornelius a su amigo el filósofo André A. Devaux en la cual menciona un artículo suyo titulado “El Proust de Eva” sobre la francesa Eva Fréjaville, primera esposa de Alejo Carpentier.

      No menos curioso, si se sabe que no dominaba el alemán, resulta un ensayo en castellano de Monteagudo, que Méndez me permitiera leer, sobre la visión del Nuevo Mundo en ciertos textos de Hegel y Montaigne, titulado “Las vacaciones de Hegel”.

      Gracias a la generosidad de un anticuario también franco-cubano, Guy Ruiz de Zárate, hemos podido consultar un estudio de Cornelius, redactado en francés, sobre los orígenes del tabaco, del cual por cierto se le consideró uno de los más serios historiadores como consta en el libro Encyclopedie du tabac et des fumeurs publicado en París en 1975.

      Muy curioso también resulta un cuento inédito cuyo manuscrito he podido leer titulado “La distancia de las manzanas verdes” y dedicado al cartero Félix de la Caridad Carvajal y Soto, el cubano que ocupara el cuarto lugar en el maratón de los terceros Juegos Olímpicos de San Luis en 1904, y quien al parecer perdiera la medalla de oro por pararse a comer unas manzanas durante la carrera. Ruiz de Zárate conserva una novela inédita que me ha dejado fotocopiar (Las sombras romanas) dedicada a Calvert Cassey y que tiene como escenario la ciudad de Roma. En otro cuaderno figura el plan detallado de otra novela desaparecida de Cornelius a todas luces inspirada en la leyenda de los argonautas, así como fragmentos de cuentos de un libro no publicado de insólito título (Horizontes del cangrejo) manuscrito, en su conjunto, a todas luces desaparecido.

      Se sabe, por un soneto y una décima publicados en la revista Grafos y sobre todo, por un estudio comparativo dado a conocer por Samuel Feijóo en la revista Isla de Santa Clara sobre las influencias francesas en Julián del Casal y Mariano Brull, de la presencia esporádica de Monteagudo en Cuba según una breve nota biográfica.

      Se habla también de un ensayo suyo sobre la visita de Alexandre de Humboldt a Trinidad aparecido en una revista de provincia que no ha podido consultarse. De su regreso, por ejemplo, en 1957 a la isla y de sus gestiones ante Samuel Feijóo y Medardo Vitier para la publicación del libro de ensayos de José Lezama Lima –con quien tuviera una activa correspondencia también desaparecida- Tratados en La Habana por la editorial de la Universidad Central de Las Villas en 1958.

      La salida del país de manera clandestina de Cornelius –se supone que por mar– se cree fue en 1960. En esta fecha se le localiza con toda exactitud, eso sí, sólo unos meses, primero en Miami y después en Nueva York, antes de que volviera a instalarse en París, aproximadamente en abril de 1961.

      Según se infiere de una carta de la papelería de la pintora Gina Pellón que Caroline y yo hemos fotocopiado, en la cual se menciona al célebre Dr. Joaquín Albarrán y su descendencia en Francia, Cornelius tuvo un hijo con cada una de las tres francesas con las que convivió. Aun cuando en varias cartas dispersas insiste sobre su deseo de “pedir permiso” para visitar a Cuba después de su salida de 1961, nada prueba que lo haya hecho.

      Se asegura que murió en París el último año del siglo XX y se le supone enterrado con un seudónimo –era adicto al uso de una lista interminable de seudónimos por un miedo, a todas luces infundado, a los servicios secretos cubanos– en el cementerio Père Lachaise. Cementerio al cual, –ironías del destino– él dedicara un desencantado poema que fuera publicado en la revista bilingüe Point de mire.

      Hay que señalar que la confusión que crea la extensa lista de seudónimos (masculinos y femeninos) de Monteagudo, ha creado una lógica confusión en la investigación de Caroline y las intrigas que se derivan me han llevado a decidirme a escribir una biografía. Lo más engorroso de esta adicción de Cornelius es que en múltiples ocasiones se apropió de nombres reales y resulta laberíntico descifrar las posibles supercherías. Por sólo citar un ejemplo, se supone que muchas de las traducciones que se publicaron como colaboraciones en la célebre revista Orígenes aparecen firmadas por personas ficticias (a nombre de Roger Ferrán y Carel Pichardo, por ejemplo) al mismo tiempo que firma artículos en Francia, en Bélgica y en Luxemburgo a nombre de personas que si existieron como Emilio Bobadilla (quien a su vez utilizaba el seudónimo de Fray Candil y que muriera en 1921), al cinéfilo Ricardo Vigón (a quien probablemente conociera en la época en que éste vivió en París) e incluso del pintor Ángel Acosta León a quien al parecer admiraba.

      Este es el inventario