Armando Valdés-Zamora

Horizontes del cangrejo


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el mapa de Cuba y menos aún con ciudades que se fundarían después de la primera edición de 1572, y cosas por el estilo, que él menciona en su papelería, donde en algún momento hasta menciona algo relativo a la nieve. Podría tratarse de un ejemplar único iluminado, pero me resulta muy raro (de acuerdo a lo que he encontrado en Venecia sobre Porcacchi y Porro) que existiera un solo ejemplar con esas características”.

      Es hasta cierto punto lógico que en mis imaginarias citas con este señor me viera a la escucha y pesando cada una de mis palabras, como si su legendaria existencia, de pronto real ante mí (¿o su fortuna?), disminuyeran mi curiosidad, o peor aún mi perspicacia. En tales circunstancias quedaba a la merced de su amabilidad hacia alguien que no volvería a ver, para descifrar el más personal de mis enigmas: ¿por qué un hombre de su reputación se molestaba en interesarse por un tipo como el Cornelius en cuestión?

      Digo esto porque mientras bebíamos y escuchábamos las olas que al atardecer suben a golpear con la marea la arena y los muros de la playa de Ondarreta, alguna que otra banalidad de sobremesa nos comentamos sobre la tesis de Caroline, mis proyectos, acercándonos a un tema que me costaba abordar con él: Cuba.

      Desconozco si fue el aroma del alcohol, la satisfacción de tener al fin aquellos papeles y al mismísimo Monsieur Goggins ante mis ojos, lo que me impulsó a preguntarle a boca de jarro lo que se me atragantaba en la misma garganta por la cual descendía ahora un cubo de hielo.

      Se hizo, por supuesto, otro silencio. Un silencio que ahora mientras escribo mirando el cuerpo dormido de Caroline en el sofá del salón de nuestro minúsculo apartamento de París, veo deslizarse por el aire del café de Ondarreta, un silencio extendido por todo el tiempo preciso en que Monsieur Goggins levanta la vista del vaso de Negroni hasta mis ojos, saca de su chaqueta Príncipe de Galles una petaca de cuero, la abre, toma un tabaco “Romeo y Julieta” después de haberme ofrecido uno a mí; me responde:

      —Una vez nací en Cuba…Pero eso ya no tiene mucha importancia. Con el tiempo sólo nos delatan las fidelidades o las obsesiones…que vienen siendo lo mismo, el resto es mejor dejarlo en el olvido. Ah, el olvido…

      Una temporada bajo el agua

      a Juan Arcocha.

      Se ponía el sol a un lado del mar y entre las olas púrpura apareció un solitario delfín que se perdió en el horizonte saltando incansable. Ellos dos lo siguieron con la vista y había en esa aparición un evidente símbolo que ninguno de los dos identificó pero sintieron la tristeza de ese nadador solitario en el crepúsculo. Temprano en la noche regresaron a La Habana.

      Guillermo Cabrera Infante

      (Mapa dibujado por un espía)

      I

      Simón decidió irse a vivir bajo el agua. El agua del mar, aclaro. Nada de agua dulce de río, que las horas de la vida de Simón se dividen en idas, vueltas, y vagabundeos entre la universidad, las bibliotecas, su bañadera y las playas de la costa. Además los ríos siempre han sido para él esas líneas -no se explica por qué azules- de mapas escolares, corrientes de aguas albañales que mira, con cierta repugnancia, por encima de los cristales de sus espejuelos, al atravesar en bicicleta algún que otro puente, ah, y una mancha en su memoria de adolescente.

      Esa agua de aguaceros acumulados y tierra lodosa removida me trae malos recuerdos, aquellas semanas en que me obligaban a ir a trabajar al campo, si por lo menos fueran ríos esos charcos que hay aquí por los que ni siquiera pueden navegar barcos y en un dos por tres, si te descuidas, uno coge la enfermedad de las ratas…ríos en los que hay más ratas que peces.

      Bueno, aunque a Simón le cueste trabajo admitirlo, la verdadera razón de su aversión por los ríos es que en los pocos que conoció, antes de decidirse ir a vivir bajo el agua, no llegó a ver ningún pez.

      Ese detalle cambia la motivación de esta historia y explica a tal punto la propia decisión de Simón, que lo mejor es completar la primera frase introductoria de la manera siguiente: « Simón decidió irse a vivir bajo el agua para mirar los peces ».

      Una vez tomada la susodicha decisión Simón consideró que el paso siguiente consistía en preparar su viaje. Por ejemplo a Simón le aterrorizaba que por alguna indiscreción se estuviera al tanto del más mínimo detalle de su lugar de destino.

      Acariciándose el cráneo recién afeitado, con un ir y venir de sus dos manos entrelazadas al ritmo de buches de café humeante y del balance del sillón donde acostumbraba a leer en la sala, frente a un ventanal que daba al mar, él se decía que irse de esa manera, sin aviso y sin regreso, es como si el final de mi vida entre esta gente fuera un final abierto. Y no dejaba de sentir una curiosidad placentera al imaginar las reacciones de quienes comentaran su desaparición en el barrio y en la universidad donde, desde hacía cuatro años, él había aceptado un puesto de celador al interrumpir sus estudios de agronomía.

      Sin embargo, pronto se dio cuenta Simón que eran muchos los problemas a resolver antes de darse una zambullida definitiva en alguna parte de la costa. El mejor ejemplo era el de los libros de su biblioteca. Sí porque si Simón pensó que alguien de confianza podría quedarse al cuidado de su apartamento –él temía que un percance de su vida acuática lo obligara a volver a la superficie, tocar tierra y vivir de nuevo en ella–, la venta de los libros le era imprescindible para sufragar los gastos de todo lo que necesitaría para sumergirse.

      El hecho de ser los únicos objetos de valor que poseyera y la evidencia de no poder leer en su futura vida, justificaba la decisión, en otras circunstancias descabellada, de vender sus libros. Es verdad que hace ya tiempo que vendí mis libros de agronomía, se decía, pero me quedan todos los de literatura, los diccionarios y ¿por qué no?, las enciclopedias.

      Una tarde de domingo, metido en su bañadera, sacando el lápiz y las manos del agua espumosa, Simón terminó de anotar la lista de sus libros. Había escrito los títulos, uno por uno, en un papel cartucho hasta más allá del mediodía. Tengo que calcular el valor de estos libros, pensaba al mismo tiempo que trataba inútilmente aumentar la presión del chorro del agua que caía en la bañadera, pero en dólares. Y se veía negociando precios con mercaderes, algo para lo que él sabía no era muy diestro.

      Durante unos años él había visto expandirse poco a poco nuevos tipos de libreros y de anticuarios que tasaban y vendían libros en dólares a turistas y coleccionistas extranjeros principalmente en el barrio colonial de La Habana Vieja.

      A fuerza de ir a admirar libros que él no podría nunca comprar, Simón fue imaginando los precios a los que podría vender los que tenía en casa. Si bien los libros clásicos cubanos poseían valores bastantes fijos y una venta segura en las manos de esos negociantes, la joya de la biblioteca de Simón lo era sin dudas la primera traducción francesa de Naturalis Historia de Plinio el Viejo, publicada en dos tomos en París en 1848 y traducida por Littré. La dedicatoria de Littré al crítico Sainte Beuve que llevaba el ejemplar de Simón, otorgaba a éste un valor inestimable, tan caro se podría vender, se lamentaba Simón, que no veía qué comprador estaría en condiciones de pagar por ella al menos una parte de su real valor.

      Simón no necesitaba tener dinero para vivir bajo el agua y pasarse el día contemplando los peces, pero un viaje y una vida como ésa exigían un equipamiento adecuado, al menos para ver bien. Su experiencia le indicaba, por ejemplo, que el salitre, el roce de las algas, la arena y hasta la respiración, empañaban las imágenes de la careta si dicha careta no era de calidad.

      De las patas de rana, el traje isotérmico o la escafandra, los guantes, el regulador, el cinturón de lastre, y toda la panoplia que cualquier buzo o aficionado necesita para sumergirse, a Simón sólo le preocupaba no tener una buena máscara, preferiblemente marca Mares modelo Eras, la única marca que conocía, por cierto, de vérsela a un francés un día en la costa donde iba a veces Simón a leer y a zambullirse a la caída de la tarde.

      —Es la mejor para los que tenemos problemas de la vista, por los lentes, le dijo el hombre con un pronunciado acento galo que hacía casi incomprensible la frase y trasmutaba fonéticamente la vista en avispa y los lentes en ente.