Armando Valdés-Zamora

Horizontes del cangrejo


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conservada en el interior de la cúpula, idea ésta al parecer de su amigo el pintor Chenavard, para, según él, abreviar la comunicación del ilustre espíritu del poeta con el mundo celestial.

      Él no la invitará esa primera noche a dormir a su habitación del hotel Riviera –no me hubieran dejado subir de todas formas, le dirá ella en Trinidad–, pero le anunciará el deseo de verla al día siguiente y de viajar juntos a provincia.

      Ella regresará en un taxi – pagado por él, claro – hasta su cuarto, y al comenzar a subir la escalera de caracol recordará que es domingo. Sinesio no la sentirá llegar, se habrá quedado dormido mirando la luna a través de la ventana y tarareando infinidad de veces los estribillos de la canción “La copa rota” de Feliciano.

      IV

      Sinesio terminó de correr los kilómetros del lunes y subió a darse una ducha. Tomó dos cucharadas de miel de abejas y entró al baño. Comenzó a pasarse una esponja enjabonada con el Palmolive de Melusina y vio restos de su pelo rubio transformados en figuras geométricas brillando sobre la capa también amarilla del jabón. Tuvo el deseo repentino de masturbarse al acariciar su serpiente con el jabón y los pelos, corrió la cortina a la búsqueda de su cuerpo sobe la cama, y comprobó aliviado que el ruido del ventilador atenuaba el de la ducha y no molestaba su sueño.

      Continuó enjabonándose hasta detenerse en el tatuaje de su sexo que debido a la erección del frotamiento del jabón, permitían a la serpiente azulosa con alas extenderse hasta el borde delimitador del prepucio. La idea había sido de Aquiles y de La Serpiente emplumada. Fue este último quien después de largas sesiones de convencimiento en las cuales aclaraba que el hecho de aceptar no significaba que él fuera pájara, lo convenció de tatuarle la serpiente, no emplumada como yo, le dijo, sino con alas, serpiente apurada en despegar o, en entrar...macho como eres. Él lo aceptó después de comprobar las habilidades artísticas de La Serpiente con decenas de clientes, porque le recordaba las conversaciones de niño en el barrio cuando se comentaban los tatuajes hechos en la cárcel y las pruebas de virilidad del diamante fijado en la punta del sexo.

      Para su satisfecha sorpresa la primera vez que él desenfundó la serpiente aérea delante de Melusina, como por arte de magia fracasaron las reticencias de ella a rendir el centro posterior de su cuerpo.

      Sinesio salió en puntillas de pies evitando despertarla. Cuando imaginó que estaría de espaldas abriendo la puerta, Melusina entreabrió los ojos para verlo salir antes de levantarse, lo que hizo cuando sus pasos descendieron, furtivamente, los escalones metálicos de la escalera de caracol.

      V

      Fueron directamente a Trinidad, la Brujas de ustedes, le dijo él, sin que ella entendiera muy bien: una ciudad conservada intacta, quiero decir, detenida en el tiempo. Ella había aprendido a atenuar con la maldad las incomunicaciones pasajeras que provocan las diferencias de idiomas, la mención de lugares, o las citas librescas que ignoraba. Sabía que su cuerpo y su belleza callada atraían a esos amantes cansados de algo, abandonados por algo, a la búsqueda de otro algo que allí, en aquella isla, tenía que ser ella si no quería que otra de las miles de aspirantes a cortesanas la desplazara de su oportunidad.

      En Trinidad estuvieron tres días caminando – para complacerlo – por esos lugares fotografiados en las ilustraciones de folletos de turismo. Ella prefería que después de los recorridos por calles empedradas y los almuerzos en los que fingía con gestos amanerados no tener mucho apetito, se sentaran a descansar en coloniales tabernas renovadas. Una vez allí se las arreglaba para que fuera él quien más tomara. Decía, discúlpame un momento, y se iba al baño a vomitar lo bebido, se lavaba la boca, mascaba chicles, fumaba Malboros –que él le había comprado– y así borraba los residuos de olor a vómito de su aliento. O vertía el ron sobre alguna jardinera si era él quien iba a orinar, compadecía la torpeza de sus pasos al ritmo de la música, o simulaba ambigüedades que intentaban darle la imagen de un candor adolescente extorsionado, una vez comenzado el asedio de querer besarla en la boca.

      Hasta que él habló de su esposa muerta, de su retiro a Brujas donde ambos se habían conocido en la universidad mucho antes de casarse, insinuándole el supuesto parentesco físico de ambas. Ella se dio cuenta que él se acercaba al terreno que ella prefería; el de las sustituciones taciturnas de: desde entonces no había conocido a nadie y ahora tú, nunca hubiera imaginado que en un viaje como éste encontrara a alguien así, seguido de una hilera de aburridos etcéteras que anunciaban el comienzo de sus ataques, la etapa en que la cama decidiría.

      La segunda noche las manos y la lengua de ella invirtieron el protagonismo de su conversación. Se dejó recorrer unos minutos, y en un calculado momento, con instinto felino, lo puso boca arriba, y comenzó con su boca y sus manos las bajadas y subidas a su torre renovadamente erguida, provocando así, más de quince minutos después –ella había aprendido a consultar un reloj colocado en el velador mientras desarrollaba sus man(i)obras– el salto aéreo de sus níveas aguas remotas. Acto seguido ella verificaría con alivio el aterrizaje de su torre, abolida.

      —¿Sabes que tienes nombre de hada?, de hada y de sirena..., ¿quién te puso ese nombre?, se le ocurrió a él comentarle a la mañana siguiente, el último día que pasarían en Trinidad.

      VI

      Bañándose en la playa Ancón, a unos kilómetros de Trinidad, Georges le insinúo por primera vez la idea de tatuarla. Ella temió que se agotaran antes de lo previsto el repertorio de vías de escape para salir impenetrada y con dólares. Y aunque el belga insinuaba querer ocupar el reducto de su fidelidad trasera a Sinesio, con el cuento del tatuaje de la copa en la nalga que simbolizara a la vez el motivo de su viaje y el encuentro de ambos, el comienzo y la continuidad hacia el infinito, y todo un sin fin de explicaciones persuasivas que en el fondo trataban de convencerla de dejarse poseer de la manera en que sólo el maratonista lo había hecho, ella lograba disuadirlo amenazando satisfacer con amagos de caricias sus obsesiones.

      De regreso a la casa alquilada él quiere que sea en el piso, encima de unas losas de arabescos supuestamente orientales. Él propone que haya música, cambia otra vez la casete dentro del pequeño dictáfono y le pregunta si reconoce la música, es Ravel le explica. A Ravel por suerte sí lo conoce, voy al fin a poner una, piensa, por lo del Bolero y El Vals, no por gusto fue bailarina clásica desde muy joven y compartió años en una escuela con estudiantes de música.

      A él siempre le había llamado la atención que ese francés utilizara títulos en español para su música y el colmo fue descubrir que hasta aludía a la ciudad que él visitaría.

       —Sí, pero eso que se escucha ahora es la Habanera, le aclara.

      Él la ve acostarse sobre el piso a un tiempo que supone pautado por la misma música escuchada desde el primer día. Su verdadera primera imagen de La Habana era el mar visto un lunes –al amanecer de su llegada– con la música de Ravel desde el balcón del hotel. Mar y música pasados a solas unos minutos, hasta que la aparición de la silueta de un corredor por la acera que el muro separa de la avenida y del mar, le hicieron compartir con aquel solitario que se perdía de vista en dirección al Castillo del Morro, las olas y el Bolero y La Habanera de Ravel de bienvenidas.

      El dibujo abre la piel con exactitud de algo repetido. Pero la línea cortante es suave desde la punta de la aguja, tan suave que sus apacibles ¡ay! él quiere creer –ella lo sabe– que no se diferencian del placer. La aguja corre sin dificultad por la superficie de piel blanca que resalta del resto del cuerpo bronceado. Su mano insiste fijando con los trazos la forma de la copa tatuada, pequeñamente lila, abierta en su cúpula y al centro de la nalga izquierda.

       —La noche es blanca y negra, se le escapa.

      Y Melusina no lo oye, o finge no oírlo para creer que no está allí, sino queriendo volar de allí. Mientras muerde una almohada que ha colocado sobre el piso, quiere seguir la música de Ravel y los acordes que intenta tararearse son los de «Bolero y Habanera», la canción del trovador Silvio Rodríguez dedicada con espíritu de ofendido patriota nacional a alguien que sufre la partida de una jinetera con un extranjero.

      Su pelo es más dorado