Ricardo Monreal Ávila

La infamia


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integrantes de este contrato social, lo cual se logra a través de la ley.

      Pues la ley, rectamente entendida, no es tanto la limitación como la orientación de las acciones de un agente libre e inteligente hacia su propio interés… el fin de la ley no es abolir o restringir, sino preservar y aumentar la libertad… pues la libertad consiste en estar libre de las restricciones y violencias de los demás.6

      Montesquieu, en su emblemática obra El espíritu de las leyes, marcó una hoja de ruta con unas coordenadas muy claras que llevarían a las naciones a buen puerto. Esto no significaba que en el trayecto no fuera a haber tormentas, pero al menos ya se tenía un destino mucho más preciso para la nave cuya tripulación y pasajeros eran gobernantes y gobernados: era la nave del Estado. Estableció un principio básico que desde entonces es aplicable a cualquier modelo democrático: la división de poderes. Para él, “cuando el poder legislativo está unido al poder ejecutivo en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad [y] tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del legislativo ni del ejecutivo”.7 Alertaba así del peligro que se corre cuando se concentra el poder en una sola persona, pues lo más probable, dada la naturaleza humana, es que se abuse de él. Esto se puede evitar de una manera relativamente simple, distribuyendo competencias y potestades entre distintos órganos de gobierno, en aras de un equilibrio que permita que, si hay desavenencias o algún intento de abuso, sea el poder quien enfrente al poder.8 Así pues, en la mayoría de los países poco a poco se fue cimentando la idea de la democracia representativa y la división de poderes.

      México fue, por supuesto, imbuido de muchas de las ideas del Renacimiento y los esbozos de lo que sería el Estado moderno. Para muchos autores la influencia francesa fue la que predominó cuando los aires de cambio empezaron a sentirse desde finales del siglo XVII y principios del XVIII. Otros alegan, con cierta razón, que la independencia norteamericana y la discusión para la elaboración de su Constitución también tuvieron eco en la conformación de nuestro país. La mayoría de quienes se convertirían en nuestros excelsos defensores de la independencia y la libertad leían con fruición a Locke, Montesquieu, Rosseau; pero también a los norteamericanos Madison, Hamilton y Jay. Quizá Madison fue el más agudo de los tres al reflexionar sobre cómo debería ser la Constitución de su país. Para él, “la acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía”.9 Sabía también, “que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen”,10 por lo que, “en todos los casos en que se ha de conferir un poder, lo primero que debe decidirse es si dicho poder es necesario al bien público, lo mismo que lo segundo será, en caso de resolución afirmativa, cómo precaverse lo más eficazmente que sea posible contra la perversión del poder en detrimento público”.11

      Para algunos, todas estas ideas se vieron reflejadas en la Constitución de Apatzingán de 1814, impulsada por José María Morelos y Pavón, en la cual la separación de poderes fue la manera de no depositar todo el control en una sola persona.12 Algunas de las constituciones posteriores (desde la Constitución de 1824 hasta la de 1857, y finalmente la de 1917) trataron de generar mejores y más claros contrapesos, pero, aun así, el Porfiriato —la dictadura totalitaria en México— pudo echar raíces durante más de 30 años.

      Después del Porfiriato, cuando quedó claro que la concentración del poder del Estado en un solo individuo y su uso indebido no podía ser contenido solamente por el hecho de que estuviera estipulado en la Constitución, las estructuras de control en México cambiaron notoriamente. La institucionalización de la Revolución intentó darle el poder a una institución política —y no a una persona— que en México se convirtió en un partido hegemónico. Durante ese largo periodo —más de 70 años— se pueden identificar a ciertos líderes cuya preeminencia nos regresó al punto de partida: el poder concentrado en las manos de un solo hombre, quien hacía y deshacía vidas y destinos, con la única diferencia de que sólo podía hacerlo durante seis años. Así se pervirtió el modelo. Más que señalar un culpable en particular, lo cierto es que los componentes del modelo hegemónico fueron los que impidieron que los postulados de la división de poderes se llevaran a la práctica. Desde el Porfiriato —con algunos breves interludios— hasta fechas muy recientes, los poderes Legislativo y Judicial estuvieron supeditados al jefe del Estado mexicano; en este hiperpresidencialismo, se llegó a hablar incluso de facultades metaconstitucionales,13 que en realidad lo que significaban era que el ejecutivo en turno hacía uso a su antojo de todo el aparato gubernamental. Lo cierto es que después de siete décadas, el modelo autoritario estaba agotado; sin embargo,

      ninguno de los ocupantes de Los Pinos pudo o siquiera se propuso asumir la responsabilidad de transformar el sistema existente. Por el contrario, con diferentes estilos, todos y cada uno de ellos decidieron preservar la contradicción central de su gobierno y del régimen —ser democrático en la forma y antidemocrático en la esencia— [y] defender los privilegios de la clase política con todos los medios a su alcance.14

      Y uno de estos medios fue mantener bajo la férula del Ejecutivo a los otros dos poderes, por lo que podemos decir que en México el Estado nunca alcanzó una verdadera modernización debido a que los contrapesos institucionales fueron, en la práctica, inexistentes.

      Esto generó que el sistema de justicia del país no se desarrollara para garantizar la paz, la seguridad y el Estado de derecho, sino para proteger los intereses de una élite política y económica. El resultado principal de estas perversiones se divide en dos grandes rubros: el primero, una impunidad cercana al cien por ciento; el segundo, una persecución selectiva de supuestos delincuentes. Sobre este último punto es importante resaltar algunos aspectos.

      En México, las personas más pobres y con menor preparación escolar15 son las que integran la población mayoritaria de las cárceles. Por décadas, la justicia en el país se fue atrofiando hasta volverse incapaz de perseguir con efectividad los delitos. Esto ocasionó que el sistema de justicia castigara con un sesgo evidente a quienes, sin necesariamente ser culpables, no contaban con los recursos para poder defenderse.

      El problema radicó en que la falta de autonomía en la aplicación de la justicia provocó que ésta se convirtiera en el arma personal del ejecutivo en turno para perseguir a personajes incómodos, ya fuera porque se oponían a sus ideas o presentaban postulados diferentes. En las páginas de nuestra historia podemos encontrar un sinfín de ejemplos de estos comportamientos: la guerra sucia durante las décadas de los sesenta y los setenta; la persecución política a líderes de oposición; el intento de desafuero del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador, y un largo etcétera que incluye el caso de estudio de este libro.

      Mi renuncia al PRI

      A pesar de que muchas de las infamias se pueden urdir al bote pronto, algunas son largamente cocinadas en los peroles de la venganza y el rencor. Creo que éste es el caso. El volverme opositor generó odios y mezquindades que desembocaron en una grave pero infundada acusación. Todo comenzó en 1998.

      Ese año, aunque afortunadamente contaba con una amplia base de apoyo de las y los zacatecanos, el partido al que pertenecía se negó a respetar los procesos democráticos, llevando a cabo la imposición de otra candidatura más cercana a las élites locales empresariales y al gobernador saliente.

      Al no ser respetado el proceso de elección interno, los valores en los cuales siempre he sostenido mi andar político fueron violentados, por lo que en ese momento decidí contender por la gubernatura desde la izquierda partidista.

      En ese entonces resultaba casi una utopía derrotar al partido hegemónico, pues aún controlaba ambas cámaras legislativas a nivel federal, contaba con la mayoría de las gubernaturas y con recursos casi ilimitados, pues los escasos controles que existían permitían aprovecharse del presupuesto público. A pesar de todas estas dificultades, yo sabía que el pueblo de Zacatecas me respaldaría y que no existiría cantidad de dinero capaz de doblegar esa voluntad.

      Al poco tiempo, me convertí en