Manuel Echeverría

Las puertas del infierno


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      “No hay putas ocasionales.”

      “Digamos que no se dedicaban a la prostitución de tiempo completo. Tenían un trabajo, vivían como el resto de la gente y algunas noches se dirigían a algún café o una cervecería para enganchar un cliente y ganarse unos marcos libres de impuestos.”

      Ritter tomó un sorbo de Münchner.

      “En ese caso va a ser fácil localizar al homicida. Los lugares en los que se producen esa clase de encuentros están identificados por la Kripo. Son los mismos donde se vende droga, se trafica con armas y se ofrecen operaciones para eliminar embarazos indeseados.”

      “¿Cuántos son?”

      “¿Los abortos o los lugares?”

      “Las dos cosas.”

      “Los abortos son alrededor de seis mil al año, nada más en Berlín. Galeotti maneja el ochenta por ciento de las clínicas y los Antonescu están invadiendo terreno prohibido y han empezado a acaparar el resto. Son conjeturas, pero el hecho es que el negocio produce cuatro millones al año y la Kripo y la Gestapo se llevan un millón y medio.”

      “¿Todo bien, capitán?” preguntó el mesero.

      “Otra ronda —dijo Ritter— Tienes razón. Emma Brandt, Gertrud Frei, Anke Gottlieb, Birgit Klein y la pobre diabla que acaban de matar… A lo mejor sí me estoy volviendo senil. ¿Cómo se llamaba?”

      “Kornelia Dobler.”

      “Cualquiera de ellas hubiera podido llegar a los tugurios de Galeotti para hacer un negocio rápido y seguir viviendo como si no hubiera pasado nada.”

      Meyer recordó que las cinco mujeres tenían otros rasgos en común: vivían solas, eran discretas y ordenadas y habían dejado un recuerdo agradable entre sus vecinos de edificio, que no tenían ningún reproche que hacerles, salvo el hecho de que solían llevar a sus departamentos a hombres desconocidos.

      “Pudiera ser —dijo Ritter— ¿Por qué no? Si aceptamos que las cinco fueron asesinadas por el mismo hombre es probable que se hayan encontrado con él en esos lugares, que están llenos de cazadores nocturnos. Unos van para buscar novia o amante. Otros, como el degenerado que las mató, van de un sitio a otro para elegir a su siguiente víctima.”

      Ritter observó con desconfianza las mesas de la taberna.

      “¿Qué te movió, Bruno? ¿El instinto o el miedo? Si no hubieras disparado con la celeridad con que lo hiciste no estaríamos hablando en este momento. Mircea Antonescu era el segundo de Dragos en la estructura de la familia y se encargaba de las casas de juego y las casas de usura, lo que no le impedía tomar en sus manos las operaciones de castigo para poner en orden a los deudores incumplidos. La familia tiene un ejército de sicarios, pero Mircea solía intervenir en la ejecución de las sanciones sin más objetivo que darse el gusto de llenar las banquetas de sangre. ¿Qué hubiera dicho el profesor italiano?”

      “¿Lombroso?” —dijo Meyer— Es posible que Mircea llevara en el rostro los signos de su naturaleza profunda, pero no conozco los criterios de identificación.”

      “¿Qué fue? —dijo Ritter— ¿El instinto o el miedo?”

      “No sé.”

      “Me habría dado un tiro en la cara y acto seguido te hubiera partido el alma. Tu padre era igual, rápido, certero. Yo hubiera hecho lo mismo por ti.”

      Era la primera vez en varias semanas que salía a relucir el episodio de la Torkelstrasse y Meyer se acordó de las noches que había pasado luchando con el espectro de Mircea Antonescu, que solía visitarlo a las horas más inesperadas para llenarlo de horror. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Qué lo impulsó a jalar el gatillo: el instinto o el miedo?

      La Kurfürstendamm se había llenado de flores y aromas nuevos y Meyer respiró con alivio el aire cálido del mediodía a medida que se iban alejando del cadáver de Kornelia Dobler.

      “No olvides que disparaste en legítima defensa.”

      “No estoy de acuerdo. El código penal es muy claro. Procede en legítima defensa el que se ve amenazado por un peligro inevitable y mortal. No estamos seguros de que Mircea me fuera a matar.”

      Al llegar a la Puerta de Brandeburgo el tráfico se hizo más fluido y veloz y Meyer le pidió a Ritter que se detuviera unos minutos en algún rincón del Tiergarten, porque tenía que decirle algo importante.

      “Hablamos en la oficina.”

      “Prefiero que hablemos en el parque.”

      Hacía un poco de bochorno y los prados estaban llenos de niños y oficinistas que habían aprovechado su hora de descanso para organizar una comida campestre bajo las ramas de las magnolias y los abetos.

      “¿Qué está pasando con los judíos?”

      “¿Perdón?”

      “Los judíos, capitán. ¿Qué está pasando con ellos?”

      “Dime Hugo.”

      “Hace unas semanas vi una cosa espeluznante. En la Gutenbergstrasse, la calle donde vivo. No acabábamos de despedirnos cuando llegaron tres pelotones de las SS y sacaron a patadas y culatazos a más de cincuenta personas que vivían a unos pasos de mi edificio. Se los llevaron a Anhalter y los subieron a un ferrocarril. La estación estaba a reventar de judíos. Hombres, mujeres, niños, ancianos. No había menos de mil que habían llevado desde distintos puntos de la ciudad. Los andenes estaban llenos de letreros. Dachau, Sachsenhausen, Ravensbrück, Flossenbürg. ¿Qué está sucediendo?”

      “Los rumores de la calle dicen que los están asentando en otras partes. ¿Cómo sabes que los llevaron a Anhalter?”

      “Porque me subí al automóvil del camarógrafo y le dije que estaba buscando a un testigo.”

      “¿El camarógrafo?”

      “Al parecer, capitán, las SS tienen órdenes de filmar los traslados y mandar las películas al Ministerio de Propaganda y a las oficinas del jefe del Estado. No entiendo. ¿Se los llevan de Berlín y de otras ciudades para asentarlos en Dachau, Sachsenhausen y Ravensbrück? Le estoy hablando de un mundo de gentes que tienen trabajos, casas, negocios, oficinas. De miles de niños que van a la escuela todos los días. ¿Qué sentido tendría sacarlos de Berlín o de Leipzig para llevarlos a otro lugar?”

      Meyer encendió un cigarro.

      “Me temo que se los están llevando para matarlos. La otra noche vimos a una escuadra de orpos y oficiales de las SS masacrando a una manifestación de obreros en la Glorieta Westfalia y al día siguiente los periódicos no publicaron una sola línea sobre el incidente. Hitler ha promulgado una infinidad de decretos para segregar a los judíos y convertirlos en ciudadanos de segunda, pero la verdadera intención del régimen es borrarlos de la faz de la tierra y lo están haciendo en la noche, en silencio, sin permitir que se entere nadie.”

      Ritter se aflojó la corbata.

      “¿Qué esperas? ¿Que me indigne? ¿Que te diga que estamos gobernados por un demente? Lo fundamental, para nosotros, no es hacer política ni análisis filosóficos, sino perseguir facinerosos. Olvídate de lo que está sucediendo y dedícate a lo tuyo. ¿Quién mató a Kornelia Dobler y a las otras mujeres? No podemos permitir, como dijo el imbécil del Morgenpost, que Berlín esté a merced de un Jack el Destripador corregido y aumentado.”

      “El verdadero Jack el Destripador es el canciller de Alemania.”

      “Quizá, pero nuestro negocio no consiste en oponernos a las decisiones del gobierno, sino en trabajar para que las calles de la ciudad y del resto del país se mantengan en orden y la gente pueda vivir en paz.”

      “Menos los judíos y los comunistas. ¿No es cierto? ¿Qué le dijo mi padre?”

      Ritter lo miró con impaciencia.

      “Tu padre era un policía de la cabeza