Manuel Echeverría

Las puertas del infierno


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mayor y no hay nadie que pueda pisarle la sombra.”

      “¡Bruno! —gritó Ritter— te dije que ya nos fuimos.”

      “Si usted me permite…” dijo Meyer.

      “Adelante, muchacho, buena suerte. Ritter es un gran detective, pero está lleno de secretos peligrosos y lados oscuros. Espero que sepas lo que estás haciendo.”

      Ritter, que lo estaba esperando en el fondo del corredor, lo tomó del brazo.

      “Te dijo que soy un hijo de puta. ¿No es cierto?”

      “Al contrario.”

      “Te dijo que te había sacado de un trabajo sencillo y tranquilo para llevarte a las puertas del infierno. ¿No es cierto?”

      “Le di las gracias, me deseó buena suerte y nos despedimos como si no hubiera sucedido nada.”

      “Kruger tiene las horas contadas. Fracasó como policía, es un desastre como burócrata y va a pasar sus últimos días trabajando en el departamento de seguridad de alguna empresa de segunda o de tercera. Te acordarás de mí.”

      Ritter señaló los árboles frondosos de la Werderscher Markt como si fueran suyos.

      “Todo está igual que hace veinte años. Las magnolias, las casas, los edificios. Respira hondo, Bruno, disfruta. Hoy empieza la etapa más trascendental de tu vida.”

      Acababan de dar las once de la mañana y las calles estaban atestadas, pero Ritter atravesó como una flecha la Unter den Linden sin respetar carriles ni semáforos y en menos de media hora llegaron a las inmediaciones del bosque de Grunewald.

      “Quizá no lo sabes, pero hace doscientos años Federico el Grande tenía un castillo maravilloso en este lugar. El resto de la corte vivía como una familia feliz y todos los domingos se organizaban paseos campestres y cacerías de liebres con la asistencia de los hombres más poderosos de Alemania.”

      Ritter sacó una Luger y le pidió que hiciera una ronda de disparos sobre el tronco de un roble que se encontraba a diez metros de distancia. Temblando, con la boca seca, Meyer apretó el gatillo, dos, tres, cinco veces. Otra vez, dijo Ritter, con el cuerpo sesgado y la pistola a la altura del cinturón, hasta que la Luger se quedó vacía y el aire se llenó con el olor amargo de la pólvora.

      “Acabas de disparar una pistola sagrada, la misma que utilizó tu padre durante sus años de servicio y que yo guardé en mi escritorio como un símbolo de los peligros que enfrentamos juntos. Es el mismo fierro con el que mató a Fritz Egger, el tigre de Charlottenburg, y a Wilhelm Bauer, el violador del distrito de Lichtenberg y a los hermanos Breitner, que se hicieron famosos por la facilidad con que desvalijaban los bancos más impenetrables de Berlín.”

      Ritter lo miró con un gesto solemne.

      “Besa la pistola y prométele a tu padre que te vas a hacer digno de ella.”

      Meyer besó la pistola y se acordó de los ojos intensos de su padre y los domingos que lo había llevado al Gesundbrunnen para ver los partidos del Hertha Berlín y la alegría que le produjo enterarse de que su primogénito había ingresado a la Facultad de Derecho.

      “¿Quién se quedó con la credencial?” preguntó Ritter.

      “Yo.”

      “¿Está en un lugar seguro?”

      “En una caja de metal que puse en el escritorio de mi cuarto.”

      “Será necesario que te la eches en el bolsillo. Los trámites de tu ingreso a la Kripo pueden tardar varias semanas y no quiero que andes desamparado de aquí en adelante. Empezamos mañana. Toma el resto del día para recoger lo que hayas dejado en el archivo y no olvides que acabas de ingresar a la Kripo por la puerta de honor.”

      3

      “Puta vida —dijo Vera Meyer— Te advertí que era una error que entraras a trabajar en un lugar tan deprimente.”

      Meyer tomó un sorbo de café y le contó a su madre y a sus hermanos lo que había sucedido desde la mañana en que el teniente Kruger le abrió las puertas de la Kripo y lo puso al frente del archivo penumbroso donde descubrió que Berlín era una de las ciudades más violentas del mundo.

      “Ibas por un camino excelente. Dos años más y hubieras podido ingresar a cualquiera de los grandes bufetes de Berlín.”

      “Dos semanas más y hubiéramos tenido que pedir limosna en la calle. ¿Conoces a Hugo Ritter?”

      Vera Meyer lo miró con recelo.

      “¿Por qué lo dices?”

      “Ayer se presentó en el archivo y me obligó a que me convirtiera en su asistente. ¿Lo conoces?”

      “Por supuesto.”

      “¿Y ustedes?”

      Los gemelos, que acababan de llegar de Düsseldorf y seguían llevando el uniforme de las Juventudes Hitlerianas, se quedaron impávidos.

      “¿Quién es? —dijo Alex— ¿Un policía?”

      “Un detective. Según parece fue amigo de mi papá y el hombre con el que hizo toda su carrera.”

      “¿Se supone —dijo Walther— que vas a ser detective?”

      “Por el momento voy a ser asistente de detective.”

      “En ese caso tienes que inscribirte en el partido.”

      “No entiendo. Ritter y mi papá trabajaron juntos muchos años y es muy raro que nunca nos haya hablado de él.”

      “Si no te inscribes en el partido —dijo Walther— te van a correr de la Kripo.”

      Los gemelos tenían el mismo tono de voz (agudo, monocorde, nasal) y habían nacido con la facultad de adivinarse el pensamiento y expresar las mismas ideas como si fueran un solo hombre, lo que tal vez era cierto en más de un sentido.

      “Por si no lo sabías —dijo Alex— la Kripo, la Gestapo y las SS…”

      “Exacto —dijo Walther— forman una sola unidad de combate y se encuentran bajo un mando único.”

      “La Kripo —dijo Meyer— no es una unidad de combate, es una agencia policial y ustedes dos son un par de estúpidos que van a terminar por hundir a la familia.”

      “¡Basta! —gritó Vera Meyer— Walther, Alex, váyanse a dormir, necesito hablar con Bruno.”

      ¿Dónde estaba Ludwig Meyer? ¿Por qué no venía para salvarlo de su madre y los gemelos y las cosas que empezaron a trastornar su vida desde la noche que lo mataron?

      “Ritter —dijo Vera Meyer— es un miserable y la razón por la que tu padre jamás nos habló de él es porque yo se lo prohibí bajo pena de divorcio fulminante.”

      Vera Meyer se sirvió un vaso de vodka.

      “¿Por qué no te opusiste? ¿Por qué dejaste que te manejara como un pelele? El archivo de la Kripo es un lugar odioso, pero Hugo Ritter es un hombre abominable. Dame un cigarro.”

      Vera Meyer exhaló una bocanada de humo.

      “¿Te habló de Verdún y de la forma en que tu padre le salvó la vida?”

      “Me habló de todo.”

      “No eran amigos ni compañeros. Eran cómplices. Ritter ejerció una influencia total sobre tu padre, al grado que no podía tomar una decisión o resolver un problema si no lo consultaba con él. Lo cambió de arriba abajo: el carácter, los hábitos, las aficiones. Llegó, incluso, a darle la espalda al Hannover, su equipo de toda la vida, para volverse fanático del Hertha Berlín, igual que Ritter. Perseguían delincuentes en la mañana y en la noche se acostaban con todas las putas de la ciudad.”

      Meyer se acordó de la madrugada de octubre en que llegaron dos agentes demudados para informarles que el jefe de la familia