o que seguían interesándose en él por alguna razón.
Dejó de ver a Orígenes porque también Orígenes dejó de salir a la calle:
A uno puede fallarle la vista, le decía Isidro Levi a Estiarte Salomón, puede fallarle la vista y no pasa gran cosa, soy capaz de decir dónde vivo, llamar por teléfono o saber dónde estoy, porque con los ciegos la gente tiene ciertas condescendencias, una especie de lástima que los hace cruzarnos la calle, darnos cosas del suelo, preguntar, así de repente, si estamos solos: incontables veces, decía Isidro Levi, alguien desconocido que me encontraba afuera del Sin Rumbo me tomaba de la mano y me hacía cruzar hasta el otro lado de la calle, cuidándome de los automóviles y de las bicicletas, luego me preguntaba si estaba bien, y se marchaba, y unos minutos después alguien más hacía lo mismo y me devolvía al punto de origen, hasta que Teresa llegaba y me encontraba quizá tres o cuatro calles más allá del lugar donde había empezado mi aventura. A veces llegaba a casa con los bolsillos llenos de monedas, llaves, encendedores, paquetes de cigarrillos, infinidad de cosas que no eran mías: todo lo que está en el suelo cerca del perímetro del ciego ha de pertenecer al ciego seguramente, piensan algunos. Otras veces alguien se quedaba a mi lado, esperando a que Teresa llegara a buscarme, como si estuvieran resguardando a un niño perdido en el mercado a la espera de sus padres. Podía imaginar siempre la sonrisa de esas personas amables, sin prisa, cuando llegaba Teresa y me entregaban, como si se pasaran una correa imaginaria diciendo: Casi se escapa, pero aquí lo tengo. Y sin embargo, continuaba Levi, soy más autónomo que uno que no sabe qué le ha pasado a su memoria. A uno le puede fallar la vista, pero la memoria es otra cosa.
Ciertamente, Isidro Levi había cambiado el Sin Rumbo, aquel café de toda la vida, por La Ceiba, que estaba más cerca de su casa, y donde se sentía más cómodo porque menos gente lo reconocía; pero en cambio, Orígenes había dejado por completo de salir a la calle:
Si él se suelta de la correa, bromeaba Isidro Levi alguna vez con Estiarte Salomón, no hay manera de recuperarlo, es como un niño que no sabe decir su nombre, ni la calle donde vive;
¿Por eso dejaron de verse?, le preguntó Salomón;
Cuando dejé de ir al Sin Rumbo, respondió Levi, todos vinieron a La Ceiba, y esperamos que Orígenes también lo hiciera. Nunca apareció. Quizá se olvidó de nosotros, quizá por eso insiste en que estamos muertos.
SALOMÓN SE QUEDÓ DE PIE EN EL UMBRAL y lo que vio fue a Juan Pablo Orígenes, allá a lo lejos en un mundo que no era éste, con varios libros abiertos de par en par:
Leer es como ir abriendo ventanas, dijo un día Orígenes;
y quizás en ese mismo momento lo dijo por primera vez;
Vengo a preguntarle por su vida;
y Salomón seguía de pie, al lado de la puerta;
Orígenes, que todavía estaba entre el miedo y la desconfianza, le respondió:
A mí ya no me gusta recordar.
Una vez Salomón había leído un libro de un escritor llamado Juan Pablo Orígenes: al leerlo supo que en aquellas palabras se escondía algo: una torpeza humana, una lumbre poderosa, el quebranto de una voluntad que esperaba algo distinto y se encontró con la vida: la mordedura de una rabia ya mansa, ya apaciguada y tibia. Cuando Bernardo Ritz, venido de la nada, le propuso la escritura de la biografía de Orígenes, Salomón no pudo negarse: escaparía de los horóscopos, del régimen diario, del burdo corregir ortografías y páginas que acababan al día siguiente en la basura. Quería una especie de esencia, algo perdurable. Dijo que sí, que él escribiría la biografía de Orígenes. Y creyó que sería feliz. No había escuchado, todavía, el nombre de Pablo Lezama,
o cualquier otro de los nombres de la historia del poeta.
Hubo en el principio una llamada telefónica: la voz de Aurora Duarte, la esposa de Orígenes, la voz de Aurora, secreta y escondida, y el recuerdo de un poema con aquellos versos que quizás hablaban de ella, lejano alegato de la importancia de la cintura como eje terráqueo de la vida; luego el silencio, o un eco lejano de otras tierras, porque Aurora habría dejado el teléfono sobre alguna mesita mientras llamaba a Orígenes que fume y fume no podía dejar de escribir: seguramente, cuando tomó el teléfono con la zurda, la derecha le temblaba como un péndulo acelerado, como un garabato incansable:
Es el Párkinson, decía a lo lejos Aurora;
Son las palabras, decía Orígenes;
Qué palabras, es el Párkinson, decía ella con esa voz de calmar estampidas;
y él, quizá más viejo de repente:
Pues será que el Párkinson son las palabras;
y al contestar el teléfono parecía que Orígenes ya estaba anunciado de aquella llamada: sí, se verían pronto, sí, en el Sin Rumbo, sí, lo que usted quiera, dijo; como un vasallo que consentía caprichos, como un animal bien amaestrado con otra cosa distinta que no era ni el Párkinson ni el cansancio de la edad ni la rodilla izquierda dolorida por algún paso en falso ni la cadera reventada y operada tres o cuatro o cinco veces ni la tos del cigarrillo que ningún médico logró quitarle hasta el último día de su vida ni el recuerdo de algún amor perdido o la sobria resignación de una muerte cercana, quizá demasiado cercana;
Las palabras son el desgaste, escribió Orígenes;
¿Las palabras hacen al escritor?, le preguntó Salomón;
No, ni siquiera las palabras hacen al libro. Las palabras son lo que deshace el mundo. Sin palabras el mundo es intocable: cuando empezamos a tocar el mundo empezamos a afectarlo, a desgastarlo en tal medida que luego nos harán falta palabras para recomponerlo y hacer otro mundo que ya no será aquél que el azar del carbono y la luz nos dio una vez;
¿Entonces el libro no comienza en las palabras?;
El libro no comienza: es una continuación del mundo;
¿Y cómo empieza usted un libro, Juan Pablo?;
Todos los libros ya empezaron antes. Es cierto que el libro comienza, es cierto que hay un momento en el cual el libro empieza a contarse, pero es más intenso aún cuando el libro continúa, cuando el libro sigue escribiéndose: Ése es nuestro trabajo, Salomón, nuestro destino es continuar el libro de los otros, no dejar que se borre con el viento, que nadie lo borre, Salomón, ese libro cuenta nuestra vida: si el libro desaparece, usted y yo no hemos existido, porque si renunciamos al libro renunciamos a la vida,
tengo, dijo Orígenes, una insoportable intolerancia hacia lo perdido, hacia la lactosa, hacia los globos de colores que suben y suben porque un niño despreocupado los soltó, hacia los libros sin sangre, hacia la gente sin sangre:
una persona sin sangre, dijo, es como un huevo muerto.
Pero entonces Estiarte Salomón, al despedirse aquella última vez, cuando Aurora Duarte apareció entre las sombras del Sin Rumbo para llevarse a Orígenes porque Es muy tarde ya, dijo ella, la apartó, la tomó del brazo como si entre ellos hubiera una confianza dulce pero autoritaria, y le preguntó, sin miedo porque no sabía Salomón dónde empezaba el peligro:
¿Quién es Pablo Lezama?;
y siempre recordará el gesto de Aurora Duarte, ese abrirse los ojos del búho, esa aceleración gravitatoria de los pómulos, la boca que de sonrisa se convierte en cuchillada entre el mentón y la nariz, el silencio de los que inventan la respuesta, el silencio de los que saben que tienen que mentir, ahora lo sabe él, era ese silencio el que respondió a la pregunta diciendo:
Será el personaje de alguna novela, creo que ya me habló de él alguna vez;
y echó una mirada al jalón con el que ella quería desprenderse del brazo de Salomón que todavía la sostenía esperando algo más, una revelación más intensa, un candor diferente de la ficción y el despilfarro de letras. Volvió la sonrisa al rostro de Aurora, como si antes nada hubiera, como si la tristeza fuera un recuerdo de algo leído y fugaz, y se acercó a Orígenes, que seguía sentado, que se había puesto de repente a escribir, como