Eduardo Ruiz Sosa

Anatomía de la memoria


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importa estar lejos si ya nos han olvidado?

      El olvido es el verbo cuya materia desconocemos, escribió Orígenes.

      Entonces, el libro,

      es aquí

      donde se abre el mundo como un árbol una carnívora flor un inesperado río que se desborda el pedregal arrastrado de la llanura y el desierto aquel recuerdo de una vida lejana el vendaval con sus raíces de la ceiba aéreas como el humo del pulmón en la pupila el brillo el dolor opaco y agorero del cáncer, el cangrejo constelar, la estrella y el trópico y todas las personas del mundo que no recuerdan lo que olvidan ni tienen ningún dolor en el corazón por aquellas cosas que han olvidado y que olvidaron un día a alguna hora cuando hablaban con alguien tomándose un café o paseando al lado del Orabá como si nada sucediera en otro lugar,

      pero siempre pasa algo más allá,

      ¿más allá de qué?,

      del recursivo ir y venir del recordar que la vida no es más que la continua sucesión de interrogantes: el amor es la constante duda del amor; la vida es la constante duda de lo posible, de lo imposible, de la muerte; el ayer es la constante duda del mañana, de lo que se olvida, porque también el futuro, que vamos construyendo sin que ocurra, se nos olvida con el tiempo;

      lo que no se olvida, después de todo, es el olvido mismo;

      el cáncer, diría Orígenes, es lo que no se olvida, porque es la extensión de la carne, de la memoria, de la enfermedad: lo que se extiende por la memoria es el cáncer y no se puede pensar en nada más porque mismamente el olvido se extiende por la memoria como un cáncer, y lo diría, entonces sí, pensando en su madre, que murió de cáncer, sola y lejos; y lo diría él mismo solo y lejos, pensando también en el libro:

      el libro, sí, es metástasis.

      Y el libro, o la historia del libro, o la histología del libro, hace metástasis, se extiende, rizoma oscuro por los recodos internos del cuerpo de la memoria, y se manifiesta, sin que otros puedan saberlo, por ejemplo, sin que Estiarte Salomón pueda saberlo, en el cuerpo de Eliot Román, que después de hablar por teléfono con Salomón, después de confirmarle una y otra vez, como lo hizo Isidro Levi, que él no estaba muerto, que sí, que él había sido el encargado de la Biblioteca Ambulante de los Enfermos, que sí, que los Enfermos seguían vivos pero que no seguían Enfermos, que no, que no quería hablar más con él, Porque a usted no le importa y punto, después de todo esto, pues, Eliot Román, solo en su casa donde vivía sin nadie, se sentó en el escritorio frente a los pocos libros que se había decidido, muchos años antes, a conservar, y que habían formado parte del itinerante acervo de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas. Ya no leía. Y no era porque no tuviera tiempo, o porque los ojos cansados se le cerraran al mundo y las palabras: no leía porque ninguno de esos libros, y quizá ningún otro, le decía ya nada sobre lo que a él de verdad le importaba:

      A cierta edad uno ya no quiere recordar, le decía siempre a Isidro Levi. A cierta edad, también, uno ya sabe que la libertad es la libre elección de nuestra cárcel.

      Ya no quería, Eliot Román, que la cárcel fueran aquellos libros. Lo había deseado mucho tiempo antes, cuando pasó lo de Norma Carrasco, la hermana de su madre.

      Abrió entonces un libro y repasó las páginas, le olfateó la entrepierna de papel, como si entre las páginas hubiera un perfume que pudiera reconocer, que le señalara un camino, y dejó el libro en su sitio. Volvió a hacerlo varias veces con todos los volúmenes, y cuando no encontró nada, los revisó todos otra vez:

      A veces se pierden cosas y se pierden definitivamente, pensaba,

      pero luego de esculcar cada página, una a una, encontró la fotografía, en blanco y negro, que retrataba la juventud de Norma Carrasco.

      Las fotos no son retratos nuestros, son retratos de un determinado tiempo en nosotros, de una determinada falta o ausencia. Lo peor de la libertad, pensó, es que no permite rebeldía. Y volvió a tomar el teléfono y a llamar a Estiarte Salomón para decirle que hablaría con él, que le concedería otra entrevista pero que iban a hablar de lo que él quisiera, que no iban a hablar de Orígenes, que iban a hablar de los Enfermos:

      Si usted quiere lo hacemos así, si no, no me interesa,

      y colgó el teléfono,

      y se le vino encima, otra vez, la eterna idea latente del suicidio, casi en la misma forma en que se le había presentado durante aquella juventud que cada vez era más lejana y más absurda, donde todo dolía más, donde todo era inconmensurable y excesivo.

      Eliot Román siempre pensó en la posibilidad de inventar un pasado que de tanto repetir como un rezo modificara el presente: cerraba los ojos, los apretaba con fuerza como cuando saltaba, de niño, desde la orilla de una piedra hasta las aguas del Orabá, y salía lleno de agua oscura y barro, y al abrirlos podía ver en la orilla el cuerpo de Norma Carrasco que estaba acostada sobre una toalla larguísima y verde cuidándolo para que no se ahogara; luego los abría en el presente, despacio, como si la lentitud ayudara a la conformación de ese presente modificado en el que ella, Norma Carrasco, estaba igual de joven que en los otros años, vigilándolo para que no se ahogara con el humo de los cigarrillos, con el dolor de los pulmones, con el tiempo que se le hacía bulto en el pecho, un llanto de humo, un enfisema de añoranza,

      pero Norma Carrasco sólo podía existir en otro mundo: en el recuerdo, que es otro país, muy diferente de éste, donde Eliot Román la extraña y sólo puede evocarla como era en aquellos tiempos, antes de que un día, luego de lo que pasó cuando corría por la calle Colón, ¿o era la calle Escobedo?, lleno de libros el cuerpo, esos libros que casi le cuestan la vida y que lo tropezaron para que las balas, echadas y escupidas así, al vuelo, a ciegas, le alcanzaran las piernas y la espalda justo afuera de la Botica Nacional, donde intentó entrar y la puerta estaba cerrada, luego, entonces, de salir del hospital para entrar en la cárcel, Norma Carrasco, emborronada por el tiempo y la memoria, ya no apareció por ningún lugar.

      SI LO PENSÉ, SI LO RECORDÉ, no hace falta decirlo.

      Cuando Isidro Levi decidió unirse a los Enfermos, Juan Pablo Orígenes iba de camino a la frontera, huyendo:

      Me están buscando, le dijo, y le pidió que cuidara a su madre.

      Entonces,

      así lo contó Orígenes,

      le entregó el ejemplar del libro de Robert Burton, como si aquello lo fuera a salvar de algo. No volvió a saber de él en mucho tiempo. Le escribió cartas que no supo a dónde enviar, que nunca envió, que guardó durante un tiempo y luego tiró a la basura y luego sacó de la basura y quemó en el patio de la casa.

      Si lo pensé, pensó.

      Entonces los Enfermos ya no eran Enfermos, o ya no quedaban muchos de ellos, o los pocos que quedaban se agruparon en la Liga Comunista, e Isidro Levi, que reconoció que ya no podía mantenerse al margen, se acercó a ellos para continuar con lo que Orígenes había dejado a su marcha: los grafitis.

      Había empezado a escribir mucho tiempo antes, nunca supo por qué:

      La escritura, le dijo a Salomón, es como una manifestación de la pasión, y lo que está lleno de pasión es lo que nos aterra, es aquello de lo que normalmente tratamos de huir. Pero la pasión no es hoguera, queremos llamarla hoguera, fuego intenso, lumbre y expansión repentina, y queremos que se apague de golpe bajo una lluvia torrencial. Pero la pasión es lo que perdura y, por ello, es ocultable, puede guardarse y puede ignorarse, hacerse a un lado. La pasión no es lumbre, es mar, o se parece más al mar que al fuego.

      Ahora estaba ciego, o medio ciego, que es lo mismo, o casi lo mismo, porque no importaba si podía ver bultos y sombras: siempre, desde hacía tiempo, lo trataban como si por donde caminara hubiera bordes imperceptibles que desembocaban en un precipicio mortal, como si en torno suyo el suelo estuviera lleno de cosas rotas, como si todo a su alrededor estuviera en su contra. No tardó casi nada en sentirse paranoico. Y por eso casi no salía de la casa, por eso había dejado de encontrarse con Orígenes en el Sin Rumbo, y se había