Miranda Bouzo

El arte del amor


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mis palabras, más bruscas de lo habitual, era el hermano de Soren. Si en ese momento hubieran medido mis pulsaciones me habrían dado por muerta. ¡Se parecía tanto al marido de Nela! Cuando él se acercó sin dudar y me dio un suave beso en la mejilla sentí un hormigueo recorrer el punto exacto en que sus labios se posaron en mi piel, nunca había olido ni sentido la energía pura en una persona como en él.

      —Soy Alice Barday, la amiga de Nela —dije sin pensar, ese hombre me ponía nerviosa. Jürgen. Sus ojos verdes, lagunas frías, se posaron en mí, desde los pies al último pelo de la cabeza. Permanecí más tiempo del necesario escrutando su rostro, intentando averiguar qué pensaba de mí, como si de pronto tuviera toda la importancia del mundo conocer su veredicto.

      JÜRGEN

      —Soy Alice Barday, la amiga de Nela.

      ¿Es una broma? Tiene que ser una jodida broma. Cuando oía hablar a Nela de su amiga, imaginaba a otra persona, una amiga delgaducha y bajita, compañera de sus clases de historia, o yo qué sé, todo menos una mujer así. El pelo castaño recogido en un moño prieto que tiraba de su rostro hacia atrás y unos ojos marrones, del color de las hojas en otoño. No demasiado alta, pero lo suficiente para que admirara sus largas piernas bajo los amplios pantalones de vestir. Sus mejillas, cubiertas de pequeñas pecas y una sonrisa llena de hoyuelos dedicada a Nela. El penitente conquistador que llevaba dentro dio saltos y aplaudió tanto, el muy cabrón, que no dejó que oyera (en realidad sí lo oí, pero bastaba con ignorarlo), era la «amiga de Nela», intocable.

      Lo que menos esperaba al regresar a casa, después de tanto tiempo, en busca de paz y tranquilidad, era que esperábamos visita al día siguiente: la amiga inglesa de Nela iba a pasar unos días en Waldhaus, antes de que mi sobrino naciera y, ante mi sorpresa, Soren se lo había permitido a ambas.

      Allí estaba ella, Alice Barday, con sus pantalones de pinzas azul marino y su camiseta de los Rolling bajo una chaqueta del mismo tono apagado que sus pantalones, con los ojos entornados escrutando mi cara, la barbilla levantada, su desconfianza pintada en el rostro y su moño tenso anudado con fuerza. A primera vista parecía una chica estirada y tímida, pero ahora que veía sus gestos sencillos y la forma de bajar la mirada, me cuadraba más con el carácter de Nela.

      —Encantado, Alice —dije tras darle un suave beso en la mejilla. Al hacerlo, rocé su cuello con la barbilla y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Su piel era suave y sin perfumes.

      —Deja que te ayude con las maletas —reaccioné al fin con frialdad. Sin dejar que ella contestara, cogí sus cosas.

      Allí estaba yo, huyendo de una vida de desenfreno, juergas y mujeres, para encontrarme con una monada inglesa de ojos increíbles entre el dorado y el castaño. Tal vez estar en casa unas semanas no sería tan aburrido como pensaba y podría distraerme haciendo claudicar a aquella estirada inglesa.

      —Heiner nos espera fuera —ordené mientras las dos me seguían entre chillidos y risas. El camino a casa se iba a hacer largo.

      ALICE

      Frente a la puerta de la terminal nos esperaba un enorme coche con el tal Heiner, que debía de formar parte de la seguridad de Nela y su chófer. Supuse que en algún momento me acostumbraría a la altura de aquellos hombres y sus mandíbulas cuadradas para no sentirme tan pequeña entre ellos. Nela y yo nos sentamos juntas en la parte de atrás y, enfrente, Jürgen. Se trataba de un coche enorme con dobles asientos. Durante todo el camino, mientras Nela y yo nos poníamos al corriente de nuestras vidas, desde el corto espacio de tiempo entre nuestra última llamada y ese momento, sentí la mirada de Jürgen sobre nosotras. Esos ojos verdes no eran lo único de lo que debía huir, su rostro de cincelada mandíbula tenía un bronceado que no esperaba encontrar en un alemán; se notaba que había estado en algún lugar soleado de vacaciones. Al contestar a Nela con un sí o un no, sus ojos brillaban y la piel se tensaba a la altura de la comisura de los labios, formando unas líneas seductoras. La mano me tembló al pensar cómo sería rodear su rostro con ambas manos, hundirlas en su cabello rubio e inclinar la cabeza sobre el hueco del cuello para sentir su piel bajo los labios.

      —¿Cómo están tus padres?

      Tuve que mirar a Nela dos veces para olvidar los estúpidos pensamientos que ese hombre despertaba en mí.

      —Bien, están muy ilusionados con la boda y con Colin —dije en voz baja como si el hecho de pronunciar su nombre en voz alta delante de Jürgen me avergonzara.

      —¡Tengo unas ganas enormes de conocerle! ¡El hombre que por fin ha conseguido enamorar a mi Alice! Pero ¿por qué tan rápido? Creí que, el día que conocieras al definitivo, te lo pensarías mucho antes de casarte.

      Nela, como siempre, sin medias tintas ni rodeos. La había echado mucho de menos. ¡Estaba tan guapa con esa tripita llena y la cara más redonda! No podía criticar a Colin ahora. No era justo que yo juzgara nuestra relación a raíz de los últimos días. De todas las cosas que había hecho en la vida él era seguramente la mejor y más acertada de todas, como decía mi padre, pero últimamente Colin tenía demasiado trabajo, apenas nos veíamos, como si al poner fecha para la boda algo hubiera cambiado en mí. Discutíamos por cosas absurdas las pocas veces que conseguíamos estar solos y luego, arrepentida, pedía perdón. ¿Dónde estaba el maldito manual de cómo casarse y estar segura de que es el hombre de tu vida? Colin era todo lo que se podía esperar de una pareja: atento, sexy, educado, fiel y todo lo que se pueda imaginar cuando alguien habla de relaciones. Se llevaba de maravilla con mi padre; de hecho, trabajaban juntos y él lo miraba como si ya fuera su hijo y heredero de sus conocimientos en la banca de la City. Entonces, ¿qué haces aquí, Alice?

      —No lo sé, Nela, el amor llega así, ¿no?, de repente —contesté con una sonrisa sin entrar en detalles. Colin simplemente había aparecido en el momento oportuno, cansada de conocer chicos e intentar que funcionara. Mi gran desfile de amores fracasados y relaciones absurdas.

      —Sí, supongo que sí —dijo Nela pensativa mientras sus ojos me escudriñaban en busca de respuestas. Después, parecían prometer, no iba a convencerla sin más.

      —Colin y yo nos enamoramos la primera vez que nos vimos —aclaré hacia el rostro insondable de Jürgen, él permanecía absorto en la pantalla de su móvil, ignorándonos.

      ¿Por qué ha sonado tan frío «Colin y yo»? Hablaba como una persona ajena a todo lo que había vivido en los últimos meses. El paisaje, a través de las ventanillas, comenzó a cambiar a medida que salíamos de la gran ciudad hasta dejar la enorme autopista por una carretera más pequeña. A los lados, enormes bosques de abetos ocultaban pequeños pueblos de tejados rojos y negros. Todo el rato, asomados a las copas de los árboles, se divisaban en la lejanía las enormes montañas del sur de Alemania. Poco a poco, al ver el paisaje, lograba comprender por qué Nela se había enamorado de esta tierra. Mientras nos adentramos en el valle, un lago apareció ante nosotros, aguas azules cristalinas que copiaban los árboles y el cielo con sus nubes. Primero, lo vi en el reflejo del agua y parpadeé, no una, sino dos veces, confundida. Al elevar mi mirada hacía la roca fue cuando, por primera vez, vi Neuschwanstein, el castillo de hadas imagen de mil fotografías. De muros de piedra blanca, elevado sobre un valle con un pequeño pueblo de casas con tejados inclinados y ventanas de madera. Sus torres redondas desafiaban a las montañas y los árboles centenarios. Las fotos no hacían justicia al castillo más famoso de Alemania que, con sus formas estilizadas, se alzaba como si se tratara de una construcción irreal para desafiar al cielo. Un paisaje y un castillo que creía magnifico hasta que el coche entró hacia una pequeña carretera de tierra, los enormes abetos formaban sobre nosotros un arco con sus ramas y los rayos del sol se difuminaban sobre el camino mientras las sombras nos engullían.

      El tono de mi móvil anunció un mensaje. Deslicé la pantalla para encontrarme con un mensaje de Colin y dudé un momento si contestar, para después apagarlo sin leer su contenido. «Más tarde», me dije, como si fuera a desaparecer o pudiera simplemente obviarlo.

      —Son los bosques bávaros —Jürgen,