oscuro y trazo minucioso. Aparecía en cientos de listas en la red, las malas, las de cuadros perdidos, desparecidos o robados.
—Rembrandt, autorretrato.
Las palabras se me escaparon en un suspiro. Sin apartar la mirada busqué a tientas la mano de Nela y la obligué a acercarse conmigo para ver las pinceladas y la firma que no encontraba. Tal vez, si no estaba firmado, podría afirmar que era una copia.
—Es auténtico, Alice —afirmó Nela—. Puedo demostrarlo, he estudiado cada milímetro del lienzo. Estaba abandonado en una pequeña buhardilla en París.
—Está en la lista de los diez cuadros desaparecidos más famosos —sentencié—. ¿¡Y lo tienes tú, Nela!?
Era peor de lo que imaginaba. ¿A qué se dedicaban los Müller? Esa casa escondida en mitad de un bosque era un almacén de obras de arte, ¿robadas?, ¿expoliadas en el pasado?
—Sé lo que piensas, Alice, pero es legítimo. Soren compró la casa en la que estaba y todo lo que había dentro. Pertenecía a una vieja familia alemana exiliada durante la guerra en París, ellos a su vez lo adquirieron en una subasta en Zúrich. Soren tiene muchos contactos que no sé cómo encuentran estas cosas, ni quiero saberlo.
La miré con cierto recelo, ¿sería verdad?
—¿Quieres decir que el cuadro estaba allí tirado en un rincón? ¿De verdad es auténtico?
—Aunque no lo creas, estaba destrozado, manchado de polvo y restos de desechos de pájaros y ratones. Soren sigue las pistas, tiene gente que se encarga de ello, encuentra los cuadros y yo los restauro.
—¿Y el de ahí abajo?
Nela calló y sus ojos azules me esquivaron.
—No puedo cambiar lo que son los Müller, a veces no todo es legal, pero he de conformarme con que algunas obras vuelvan a la luz después de tanto tiempo. Se venden para preservarlas. Alice, esto tiene que quedar entre nosotras, nadie puede saberlo, nunca. Destruirías nuestra familia.
Sentada sobre el taburete porque las piernas me flaqueaban, volví a mirar la pintura. Era hermosa. Nela casi había terminado el proceso de restauración. No había podido salvar un extremo duramente golpeado y necesitaba reconstruir la pintura de ese lado casi en su totalidad. La tela rasgada indicaba que alguien había maltratado el cuadro, o no sabía lo que de verdad valía abandonándolo sin piedad en un rincón. Comprendía lo que Nela me decía, esa parte del artista que necesitaba recuperar una obra de arte, devolverla a la vida sin importar las connotaciones de su procedencia.
—Quedará entre nosotras, Nela. Sabes que nunca os pondría en peligro —contesté a la vez que miraba su vientre abultado.
Nela sonrió como si supiera mi respuesta antes de dársela. Luego, destapó un lienzo en blanco, de mayores dimensiones.
—¿Y eso? Está en blanco.
—Es para ti, Alice —dijo mientras cogía de la mesa cercana un pincel de Gouché, delicado, de madera natural y cerdas cortas.
—Sabes que ya no pinto —dije sin coger el pincel que me tendía, escondí la mano a la espalda en un acto reflejo, huyendo de la impotencia de no poder plasmar ya nada sobre un lienzo.
—Puede ser un buen momento para volver hacerlo, tal vez te ayude a pensar. Necesito tu ayuda con este cuadro de Rembrandt, sabes que yo no pinto como tú…
Nos miramos, cómplices de tantas confidencias y momentos compartidos. Había dejado de pintar hacía demasiado tiempo, cuando una buena fiesta y un par de pastillas de colores eran lo único que llenaba mi vida. Demasiada pasión por vivirlo todo, por no desperdiciar un solo momento, por beberme la vida. Con los bolsillos llenos, en un país extranjero, lejos de la protección de papá y mamá y muy poca experiencia fuera de casa. Hasta el día en que me desperté en un barrio del centro de Madrid, en un callejón, la cara llena de golpes y sin recordar nada de lo que había sucedido la noche anterior. La llamé a ella, fue quien me llevó a que me reconocieran y con quien suspiré al saber que solo había sido un robo. Con quien confesé ante mis padres, muerta de miedo, y les expliqué todo. Nela cada fin de semana lo pasaba conmigo en la clínica en la que me internaron. Nunca me abandonó ni perdió la esperanza, confió en mí como nadie.
—Inténtalo, hazlo por esta gorda embarazada o el niño saldrá con un pincel en la frente y tendrás que explicárselo a Soren.
Reí con ganas por sus trucos de antojos. Quizá mañana. Quizá otro día.
JÜRGEN
Agarré el vaso con fuerza, los nudillos blancos, estaba a punto de reventar el duro cristal de bohemia y relajé la mano, agarrotada por el esfuerzo. ¿En qué momento había perdido la cabeza y corrí a Füssen para ver a Suzanne? En cuanto me llamó y tuve la menor oportunidad de salir de la casa. Y allí estaba yo, escuchando su interminable lista de reproches acerca de que no la había llamado en semanas, que pasaba de ella, que no sabía mantener una relación. Pero ¿qué relación? Esa mujer era preciosa, con su melena rubia y su andar sexy, los labios llenos y… No teníamos ninguna relación, aparte de que cuando me aburría la buscaba. La tenía a mano, a una hora de Waldhaus, buena bodega y una casita típica de los Alpes con una enorme chimenea en el salón. Sin complicaciones. La miraba a los ojos y no veía más que vacío. En realidad, no creo ni que le importara más de lo que ella a mí, pero soy un Müller, dinero y buena vida, además de un físico envidiable.
—Escucha, Suzanne, no ha sido buena idea. Es mejor que me vaya.
Sus enormes ojos azules se abrieron de par en par, sin poder creer que me hubiera tragado toda aquella charla y fuera a marcharme sin pedir nada a cambio.
—Estás con alguien —afirmó de repente, como si yo hubiera dicho algo aparte de que me marchaba.
—Siempre estoy con alguien, Suzanne. Que yo sepa, no te he prometido nunca fidelidad.
Y, sin embargo, la imagen de una inglesa de cabellos tostados y ojos color avellana me asaltó por sorpresa. ¿Qué…?
—No, no lo has hecho, pero nunca antes te había visto tan serio y sin ganas de sexo. Llevo sin verte meses y ¿ahora te vas así?
Solté el vaso sobre la mesa, fui derecho hacia la puerta. Cogí las llaves del coche y me giré un momento para mirar hacia su rostro perplejo.
—Estoy cansado, Suzanne, otro día, ¿vale?
No sé si quería que la escuchara al cerrar la puerta, pero el insulto lo oí tan claro como si estuviera a mi lado. Fuera, subí por el camino de gravilla hasta el Porsche, otra tontería de las mías, solo podía conducirlo en verano porque en invierno se hundía en la nieve y permanecía en el garaje casi un año. ¿Tendría razón la inglesa? ¿Todo sería parte del «estereotipo» como ella me llamó? Al acelerar sobre el camino, el rugido del motor pareció contestar. No. Eres Jürgen Müller y te gusta.
Conduje deprisa, con el acelerador tan a fondo como el tráfico permitía. Era viernes y la autopista estaba llena de coches, aún hacía buen tiempo y la gente escapaba hacia las casas de verano en busca de los últimos días de calor.
Al tercer cambio de carril volví a mirar, el retrovisor me devolvió la imagen de un todoterreno negro. Esperé un poco más. Ahí estaba de nuevo. Volvió a cambiar de carril siguiendo mi trayectoria. Puse de nuevo el intermitente, tres coches más atrás hizo lo mismo.
Busqué la siguiente salida y me pegué al lado derecho como si fuera a coger el desvío, otra vez el mismo movimiento que yo. No podía ver al conductor con la luz del sol tras nosotros.
—¡Joder! —grité cabreado. No sabía desde cuándo me seguían, pero estaba claro que iban detrás de mí. No era difícil, llevaba el coche más llamativo de todos. ¿Sería por el jodido cuadro? Debí contarle a Soren que intentaron robármelo. Andréi se había cabreado demasiado, más que en otras ocasiones, cuando le levantaba una antigüedad que él deseaba. Recorrí toda Roma para