Debbie Macomber

Unidos por el mar


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tragó saliva, estaba nerviosa. No le gustaba la mirada que tenía el capitán. Estaba con el ceño fruncido, nada raro por otro lado, ya que era su gesto más habitual. Nunca lo había visto sonreír.

      Repasó mentalmente los casos en los que había estado trabajando y todo estaba en orden. No se merecía ninguna llamada de atención. Aunque con el capitán nunca estaba segura porque él no necesitaba excusas.

      Había un silencio tenso en la habitación.

      —He estado observando su trabajo en las últimas semanas —dijo él finalmente con mirada indiferente.

      No obstante, Catherine sintió que le estaba pasando revista. Llevaba el pelo recogido en una coleta y su uniforme estaba perfectamente planchado. Pero daba la sensación de que si aquel hombre le encontraba una sola arruga la enviaría frente a un pelotón de fusilamiento. Ningún hombre jamás la había hecho ser tan consciente de su aspecto físico. Y no había ni rastro de reconocimiento ante su impecable apariencia. Catherine no era engreída pero se daba cuenta de que era una mujer atractiva y el hecho de que el capitán la mirase como si fuese un maniquí le resultaba insultante.

      —Sí, señor.

      —Como iba diciendo, he seguido sus progresos.

      Aquello era una muestra de interés. Catherine fue consciente de que también lo estaba observando. Para ella resultaba demasiado desagradable y temperamental, y sin embargo era un hombre muy respetado por sus compañeros. Personalmente, Catherine lo encontraba insoportable, pero su criterio estaba influido por las cuatro noches de los viernes que se había pasado trabajando.

      La política afectaba a todas las bases en las que ella había sido enviada, pero en Bangor su presencia era más significativa. El capitán de fragata Royce Nyland era el subordinado inmediato de la capitana de navío Stewart, y era el encargado de dirigir los asuntos legales. Llevaba a cabo su tarea con total dedicación y con una habilidad que Catherine nunca había visto anteriormente. Por un lado era el mejor capitán de fragata con el que había trabajado en su vida, y por otro lado, el peor.

      Parecía un hombre que había nacido para ser un líder. Era fuerte y llamaba la atención. Su oficio lo requería.

      En aquel momento, frente a él durante unos minutos, Catherine tuvo que reconocer que era un hombre atractivo. La suya no era una belleza clásica, pero tenía algo especial. Desde luego no era un hombre que pasara inadvertido.

      Los rasgos de su cara no eran de los que hacían que las mujeres enloquecieran. Tenía el pelo casi negro y los ojos de un color azul muy profundo. Las espaldas eran anchas y a pesar de tener una estatura media, transmitía fuerza y poder en cada gesto que hacía.

      El examen que Catherine le estaba haciendo no parecía molestarle.

      —Me alegra informarla de que la he escogido como coordinadora suplente para el programa de mantenimiento físico de la base.

      —Coordinadora suplente —repitió Catherine lentamente. Se le había caído el alma a los pies. Hubiera hecho cualquier cosa para no tener que ser la coordinadora del programa de mantenimiento. No era, precisamente, uno de los puestos más envidiados dentro de una base.

      La Marina era muy rígida respecto a la condición física de sus hombres y mujeres. Aquellas personas que se pasaban de peso eran sometidas a severas dietas y a un estricto horario de ejercicio físico. Como coordinadora suplente, Catherine se iba a ver obligada a seguir atentamente los progresos y a dar cuenta de ellos en reuniones interminables. También se le exigiría que elaborara programas específicos para las necesidades de cada persona. Y por si fuera poco, también sería la encargada de la dolorosa tarea de expulsar de la Marina a aquellas personas que no cumplieran con las condiciones físicas exigidas.

      —Creo que está cualificada para desempeñar este puesto competentemente.

      —Sí, señor —dijo ella mordiéndose la lengua. En el momento en el que asumiera el puesto, a pesar de que fuera suplente, sabía que no iba a tener tiempo ni para respirar. Era una tarea muy laboriosa y muy poco valorada. Si el capitán había estado buscando una forma de acabar con la vida social de Catherine, la acababa de encontrar.

      —El teniente de navío Osborne se encontrará con usted y le entregará toda la documentación necesaria a las 15 horas. Si tiene alguna pregunta, se la podrá hacer a él —dijo el capitán mirando hacia otro lado sin prestarle atención.

      —Gracias, señor —contestó ella reprimiéndose para no mostrar su enfado.

      Salió del despacho y cerró la puerta con decisión. Caminó con dignidad hasta la oficina y lanzó la libreta sobre la mesa.

      —¿Algún problema? —preguntó Elaine Perkins, su secretaria. Era la mujer de un oficial y conocía bien las dificultades de la vida militar.

      —¿Problema? ¿Cuál podría ser el problema? —preguntó sarcásticamente—. Dime, ¿hay algo repugnante en mí y yo no me doy cuenta?

      —Nada que yo haya notado.

      —¿Tengo mal aliento?

      —No —contestó Elaine.

      —¿Se me ve la combinación bajo la falda?

      —No por lo que yo veo. ¿Por qué me preguntas todo eso?

      —Por nada —contestó Catherine antes de salir de la oficina de nuevo en dirección a la fuente.

      Una vez allí se inclinó para beber. El agua fresca apaciguó su orgullo herido.

      A Catherine le hubiera gustado haber hablado con Sally. Junto con ella eran las dos únicas mujeres en un comando con cientos de hombres. Las dos eran mujeres en un mundo de hombres, pero por el momento no parecía posible. Una vez que hubo recuperado la compostura, Catherine se dirigió a su despacho y forzó una sonrisa.

      «Me alegra informarla de que la he escogido como coordinadora suplente para el programa de mantenimiento físico de la base», recordó Catherine horas después mientras se dirigía a la pista de carreras. El sol se estaba poniendo, pero aún había tiempo para echar una carrera.

      Así que el capitán Nyland se alegraba de haberle endosado aquel puesto. Cuanto más pensaba en ello, más furiosa se ponía.

      Más le valía correr para olvidar lo que había sucedido. En el cielo había unas nubes amenazantes, pero a Catherine no le importó. Acababan de asignarle la peor tarea colateral de todo su carrera y necesitaba dejar a un lado la frustración y la confusión que sentía antes de llegar al apartamento que había alquilado en Silverdale.

      Echó a correr a grandes zancadas y enseguida subió la colina donde se situaba la pista de atletismo. En cuanto llegó arriba se paró en seco. Había varios corredores girando en la pista, pero uno destacaba sobre todos los demás.

      El capitán Nyland.

      Durante un rato Catherine no pudo apartar la mirada de él. Sus movimientos eran ágiles y fluidos. Tenía una zancada larga y corría a gran velocidad. Aunque le costara reconocerlo, lo que más le gustaba de aquel hombre era la fuerza que escondía en su interior. Aunque en realidad Catherine no estaba dispuesta a encontrar ninguna característica positiva en él.

      Si el mundo hubiese sido un lugar justo, un rayo tendría que haber caído sobre el capitán en aquel mismo momento.

      Catherine miró al cielo y, para su decepción, vio que las nubes se estaban esfumando. Como siempre. Cada vez que deseaba que lloviera, el sol comenzaba a brillar. Bueno, ya que no le iba a caer un rayo, al menos le deseaba una lesión.

      Catherine estaba a punto de marcharse de la base sin correr. Si bajaba hasta la pista, probablemente hiciera o dijera algo que no fuera del agrado del capitán.

      Era obvio que inconscientemente había hecho algo ofensivo para merecerse su desprecio. La había puesto cuatro viernes de guardia y la había enviado a la peor tarea de toda la base. ¿Qué iba a ser lo siguiente?

      Catherine se dio media vuelta pero inmediatamente cambió de idea.