Debbie Macomber

Unidos por el mar


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Estaba deseando ponerse a correr. Aunque era menuda, era una excelente corredora. Había participado en los equipos de carrera campo a través tanto del instituto como de la universidad y tenía muy buenos registros. Si había una actividad física en la que sobresalía, era correr.

      La primera vuelta comenzó suavemente y adelantó a dos hombres con facilidad. El capitán Nyland aún no se había dado cuenta de su presencia, lo cual no era problema para Catherine. No había ido hasta allí para intercambiar cumplidos con él.

      Poco a poco fue acelerando el ritmo y advirtió que había entrado en calor antes de lo normal. A pesar de que daba grandes zancadas, no era capaz de dar alcance a su superior. En el único momento en que lo consiguió, él la superó de nuevo a los pocos instantes.

      Se sintió frustrada. Quizá no pudiera adelantarlo, pero seguro que tenía más aguante que él.

      Catherine continuó corriendo a un ritmo frenético hasta que fue consciente de que ya había corrido seis millas. Los pulmones empezaban a dolerle y los músculos de las piernas se estaban quejando por el exceso. Aun así, ella continuó con determinación. No estaba dispuesta a que el capitán volviera a pisotear su orgullo. Si ella lo estaba pasando mal, él seguro que también.

      Catherine hubiese preferido caerse rendida de cansancio que retirarse en aquel momento. Era algo más que una cuestión de orgullo.

      Justo entonces comenzaron a caer gotas de lluvia sobre la tierra seca. Aun así, Catherine y el capitán continuaron corriendo. Lo pocos corredores que quedaban en la pista la abandonaron velozmente y sólo quedaron ellos dos frente a las fuerzas de la naturaleza. El uno contra el otro en una silenciosa batalla.

      No intercambiaron ninguna palabra. En ningún momento. Catherine, a pesar de que sintió que se iba a desmayar, no se detuvo. Cayó la noche y apenas veía sus propios pies. Tan sólo destacaba la silueta del capitán recortada contra el cielo. De repente desapareció de su campo de visión.

      A los pocos minutos escuchó unas pisadas detrás de ella. Era el capitán que estaba a punto de adelantarla. Cuando alcanzó a Catherine, aminoró la marcha y corrió junto a ella.

      —¿Cuánto tiempo vamos a seguir con este juego, Fredrickson? —le preguntó.

      —No lo sé —contestó ella tratando de no quedarse sin aire.

      —Estoy empezando a estar cansado.

      —Yo también —admitió Catherine.

      —Tengo que reconocer que es una corredora excelente.

      —¿Es eso un cumplido, capitán? —preguntó ella. Pudo advertir una sonrisa en los labios de su superior y sintió que le daba un vuelco el corazón.

      Aquella situación era absurda. Acababa de lograr arrancarle una sonrisa.

      —Que no se le suba a la cabeza —repuso el capitán.

      —No se preocupe. Supongo que no se habrá dado cuenta de que está lloviendo.

      —¿Por eso está todo mojado? —bromeó él.

      —Eso es. Dejaré de correr si usted también para. Podríamos decir que hemos empatado —propuso Catherine.

      —Trato hecho —contestó Royce aminorando el paso. Ella hizo lo mismo. Cuando se detuvo se inclinó tratando de recuperar el aliento.

      La lluvia caía con fuerza. Mientras habían estado corriendo el agua no había sido molesta, pero parados era diferente. La coleta de Catherine estaba medio deshecha y algunos mechones de pelo mojados le caían en el rostro.

      —Váyase a casa, Fredrickson —dijo Royce.

      —¿Es una orden?

      —No —respondió él antes de echar a andar. Se detuvo un instante y se dio la vuelta—. Antes de que se marche, tengo una curiosidad. Solicitó un traslado desde San Diego hace años, ¿por qué?

      Catherine sabía que aquella información aparecía en la ficha personal, pero la pregunta la pilló desprevenida.

      —¿A quién no le gusta más vivir en Hawai? —preguntó con ligereza.

      —Ésa no es la razón por la que se marchó de San Diego. Solicitó el traslado y sin saber si el nuevo destino sería Hawai o Irán —añadió Royce insinuando que sabía más de lo que parecía.

      —Motivos personales —admitió ella reticente. No entendía por qué le hacía aquel interrogatorio en ese preciso instante.

      —Dígame la verdad —insistió él en un tono confiado que empezaba a irritar a Catherine.

      Contó hasta diez en silencio tratando de mantener la calma.

      —Ésa es la verdad. Siempre he querido vivir en Hawai.

      —Yo creo que un hombre tuvo que ver en aquella decisión.

      Catherine sintió un nudo en el estómago. Casi nunca pensaba en Aaron. Durante los tres años anteriores prácticamente había logrado olvidar que lo había conocido. No estaba dispuesta a que Royce Nyland castigara su corazón con recuerdos de su antiguo prometido.

      —¿Qué le hace pensar que mi petición tenía que ver con un hombre? —preguntó con ganas de terminar ya aquella conversación.

      —Porque suele ser así —añadió él. Catherine no estaba de acuerdo pero no quería empezar una discusión con la que estaba cayendo.

      —En aquel momento me apetecía un cambio de escenario —concluyó ella.

      En realidad se había marchado de San Diego porque no había querido correr el riesgo de encontrarse con Aaron. No hubiera soportado verlo de nuevo. Al menos eso era lo que había pensado. Se había enamorado locamente de él y de forma muy rápida. Justo después había tenido una misión en un juicio a bordo del Nimitz y cuando había regresado, semanas después, se había enterado de que Aaron no la había esperado.

      En cuanto había regresado, Catherine había volado hasta el apartamento de su novio y se lo había encontrado en el sofá con la vecina de al lado. Era una mujer rubia, atractiva y recién divorciada Aaron se había puesto en pie a toda velocidad en cuanto la había visto aparecer. La vecina se había sonrojado mientras se abotonaba a blusa. Aaron le había asegurado que sólo había sido un juego. ¿Por qué no iba a poder divertirse un poco cuando ella pasaba varias semanas fuera de la ciudad?

      Catherine recordó que se había quedado paralizada, fijando su mirada en el anillo de diamantes de su dedo. El anillo de compromiso. Se lo había quitado y se lo había devuelto a Aaron. Sin mediar palabra Catherine se había marchado de la casa. Él se había quedado clavado en el sitio por la impresión, y después había salido corriendo detrás de ella hasta el aparcamiento. Le había suplicado que fuese más comprensiva. Le había asegurado que, si tanto la ofendía, no volvería suceder y que estaba teniendo una reacción desproporcionada.

      Con el tiempo Catherine se había dado cuenta de que aquél había sido un duro golpe más para su orgullo que para su corazón. En realidad era un alivio hacer sacado a Aaron de su vida, aunque sólo con el tiempo había aprendido aquella lección.

      —¿Catherine? —dijo Royce en un tono de voz masculino. Ella dejó a un lado los recuerdos.

      Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Hasta entonces siempre la había llamado «capitana» o «Fredrickson», pero nunca Catherine. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.

      —Había un hombre —admitió algo tensa—. Pero fue hace muchos años. No tiene que preocuparse de que mi antiguo compromiso pueda afectar al trabajo que realizo bajo sus órdenes. Ni ahora ni en el futuro.

      —Me alegro de escuchar eso —repuso él.

      —Buenas noches, capitán.

      —Buenas noches —contestó Royce. Habían llegado ya a la colina.

      Ella comenzó a descender y cuando estaba a mitad