en aquellos ojos de color miel. En la oficina no era tan problemático, el verdadero examen se daba en la pista de carreras.
Cada día Royce se decía a sí mismo que no iba a correr. Pero al final, todas las tardes, con la precisión de un reloj, se acercaba a la pista y allí esperaba a Catherine. Corrían juntos, sin hablar y sin ni siquiera mirarse.
Era un placer extraño el correr junto a la capitana menuda. La pista era un terreno neutral, un territorio seguro para los dos. Aquel rato junto a ella, era el aliciente por el que se levantaba cada mañana y lo que daba sentido a su día.
Cada vez que Catherine le sonreía, Royce sentía cómo aquellos ojos se clavaban en su corazón. Cada tarde, después de correr, ella le daba las gracias por la sesión conjunta de entrenamiento y se volvía al coche en silencio. En el momento en el que desaparecía de su campo de visión, Royce se sentía abatido. Nunca se había dado cuenta hasta entonces de la escasa compañía a la que lo obligaba la disciplina férrea, sobre todo en las largas y solitarias noches en la cama vacía. Estaba desolado.
Las tardes tampoco eran fáciles. Tenía miedo de que llegara la noche porque sabía que, en cuanto cerrara los ojos, Catherine vendría a su cabeza. Se podía imaginar perfectamente lo cálida y suave que era, y sus fantasías parecían tan reales que todo lo que tenía que hacer era estirar el brazo y estrecharla contra su cuerpo. Royce nunca había sospechado que su cabeza le pudiera jugar tan malas pasadas. Estaba teniendo serios problemas para mantener la distancia con ella, tanto emocional como físicamente. Pero en sueños, el subconsciente abría las puertas a Catherine y atormentaba a Royce con imaginaciones que no podía controlar. Sueños en los que Catherine corría hacia él con los brazos abiertos en una playa. Catherine femenina y suave entre sus brazos. Catherine riéndose. Y Royce hubiera jurado que no había escuchado un sonido más maravilloso en la vida.
Lo único que tenía que agradecer era que los sueños nunca se hubieran traducido en un acercamiento físico en la vida real.
Todas las mañanas, Royce se levantaba enfadado consigo mismo, enfadado con Catherine porque no se marchaba de sus pensamientos y enfadado con el mundo. Y con toda su fuerza de voluntad, que era mucha, apartaba a la capitana de su cabeza.
Mientras Catherine estuviera bajo su mando, todo lo que Royce podía permitirse eran sueños involuntarios. No se permitía el placer de fantasear con ella en momentos de tranquilidad.
La vida podía convertirse en una absurda trampa. Una y otra vez ésa era la lección que Royce había aprendido. No estaba dispuesto a perder por una mujer todo lo relevante que había construido, a pesar de que fuera capaz de atravesarlo con la mirada.
El centro comercial estaba muy concurrido, era fin de semana y se acercaban las Navidades. Royce se dejó arrastrar hasta la tienda P.C. Penney y aquél fue sólo el principio del suplicio. La chaqueta que era tan maravillosa se había agotado en la talla de Kelly. La dependienta había llamado a otras tres tiendas y no había ninguna. Y no quedaban repuestos.
—Lo siento, cariño. ¿Quieres mirar otro abrigo? —le preguntó Royce a la niña, que estaba muy decepcionada. Él quería resolver la situación cuanto antes. Llevaba allí casi una hora y se le estaba agotando la paciencia.
Kelly se sentó cabizbaja en un banco de madera fuera de la tienda. Royce estaba a punto de repetir la pregunta cuando la niña se encogió de hombros.
—¿Y si vamos a tomar algo? —preguntó Royce, que estaba necesitando un café. La niña asintió, se puso en pie y le dio la mano, un gesto que no practicaba en exceso.
Royce le compró un refresco de cola y para él un café, mientras Kelly elegía mesa.
—Papá —dijo la niña emocionada—, mira a esa mujer tan guapa que está ahí.
—¿Dónde? —preguntó él. El centro comercial estaba lleno de mujeres guapas.
—La de la chaqueta rosa, verde y azul. Está caminando hacia nosotros. Corre, mírala antes de que se vaya.
Royce acaba de pensar que la vida era una trampa, y ahí estaba él, al borde del abismo una vez más. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, se puso en pie.
—Hola, Catherine —le dijo acercándose hasta ella. Por lo visto a su hija también le parecía guapa.
—Royce —contestó ella con los ojos iluminados por la sorpresa. Ninguno de los dos estaba cómodo.
—¿Qué tal estás? —preguntó él en tensión.
—Bien.
—Papá —interrumpió Kelly impaciente—, me gusta su abrigo, mucho.
Catherine miró a la niña y pareció aún más sorprendida. Él nunca le había hablado ni de su hija ni de su viudedad. Quizá se pensara que todavía estaba casado.
—Es mi hija, Kelly —aclaró Royce.
—Hola, Kelly. Me llamo Catherine. Tu padre y yo trabajamos juntos.
—Tu chaqueta es muy bonita —dijo la niña sin dejar de tirar de la manga de su padre.
—Lo que a Kelly le gustaría saber es dónde te la has comprado —aclaró Royce.
—Y si tienen tallas para niñas —añadió Kelly.
—Pues me la he comprado aquí mismo, en el centro comercial, en Jacobson’s.
—Papá —dijo la niña tras apurar su refresco—, vamos, ¿vale?
Royce miró la taza de café, apenas si la había tocado, pero Kelly lo estaba mirando como si se fuera a agotar también esa chaqueta.
—No sé si tendrán tallas pequeñas. Como es una tienda de chicas puedo entrar yo y tú te quedas en la puerta, papá.
—¿Te puedo acompañar yo? —se ofreció Catherine. Royce se tuvo que controlar para no besarla.
—¿No te importa? —preguntó él para quedarse tranquilo.
—No. Termínate el café a gusto. No tardaremos mucho —contestó Catherine.
Royce sabía que lo más sensato hubiera sido rechazar su oferta, pero Kelly lo estaba mirando llena de emoción, así que accedió.
Una hija. Royce tenía una hija. Catherine había trabajado con él más de cinco semanas y no se había molestado en mencionar ni que había estado casado ni que tenía una hija. La niña era un encanto, con el pelo oscuro y largo, y los ojos muy azules. Kelly era tan amable y dulce, como su padre era distante y frío.
Royce la había mirado de forma penetrante cuando le había presentado a su hija. Hasta aquel momento no había sido consciente de cuánto lo deseaba. En cuanto lo había visto a lo lejos, se había acercado apresuradamente, guiada por el instinto, para saludar al hombre que ocupaba todos sus pensamientos.
—Hemos estado en P.C.Penney pero las chaquetas de mi talla estaban agotadas. Hemos estado rebuscando y estaba cansada. Entonces papá me ha invitado a un refresco y después te hemos visto —explicó Kelly—. Tu chaqueta me encanta.
Catherine se la había comprado hacía dos semanas. Necesitaba algo más que un chubasquero para pasar allí el invierno. Le había llamado la atención en cuanto la había visto en el escaparate de una tienda de deportes. Lo que más le había atraído había sido la combinación de colores, como a Kelly.
—A mí también me gusta. Y me suena que tienen tallas para niña.
—A papá no le gusta mucho ir de compras. Lo hace por mí, pero estoy segura de que preferiría estar viendo cualquier partido tonto. Los hombres son así, ya sabes.
—Eso dicen —dijo Catherine. Por lo visto, la hija de Royce sabía mucho más de hombres que ella.
Catherine de pequeña había vivido sólo con su madre y en la universidad en una residencia sólo para chicas.
—Papá pone mucho esfuerzo, pero no entiende muchas