Fernando García de Cortázar

Y cuando digo España


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que dan rostro a la mejor de las historias de España. Nosotros seríamos peores de lo que somos sin él. Europa misma sería muy distinta sin Séneca, san Isidoro de Sevilla, los traductores de Toledo, san Juan de la Cruz, Cervantes o Ramón y Cajal.

      Cuando digo España vuelvo a pasar por el corazón el recuerdo de nuestras ciudades, muchas de ellas milenarias, capaces de renacer de sus cenizas para ofrecer su imagen semita, romana, visigoda, musulmana, cristiana, americana… Cádiz, Mérida, Oviedo, León, Valencia, Zaragoza, Barcelona, Toledo, Córdoba, Sevilla, Granada, Santiago de Compostela…

       También la piedra, si hay estrellas, vuela.

       Sobre la noche biselada y fría

       creced, mellizos lirios de osadía;

       creced, pujad, torres de Compostela…

      Cuando digo España pienso en Salamanca, la Salamanca que tan hondas emociones despertara en la galdosiana miss Fly —sorprendida ante la indiferencia de Gabriel Araceli—, el intrépido personaje de La batalla de Arapiles, la Salamanca que resume en sí misma todas las luces de España:

      ¡Qué hermosa ciudad! Todo aquí respira la grandeza de una edad gloriosa e ilustre. ¡Cuán excelsos, cuán poderosos no han sido los sentimientos que han necesitado tanta, tantísima piedra para manifestarse! ¿Para vos no dicen nada esas altas torres, esas largas ojivas, esos techos, esos gigantes que alzan sus manos hacia el cielo, esas dos catedrales, la una anciana y de rodillas, arrugada, inválida, agazapada contra el suelo y al arrimo de su hija; la otra, flamante y en pie, inmensa, hermosa, respirando vida en su robusta mole? ¿Para vos no dicen nada esos cien colegios y conventos, obra de la ciencia y de la piedra reunidas? ¿Y esos palacios de los grandes señores, esas paredes llenas de escudos y rejas, indicios de soberbia y precaución? ¡Dichosa edad aquella en que el alma ha encontrado siempre de qué alimentar su insaciable hambre!

      Salamanca… ¡Cómo no emocionarse ante el cúmulo de vida y literatura que atesoran sus piedras, cómo no sentir el impacto de la historia! «Luz de España y de la cristiandad», la llamó fray Luis de León. «Maestra de España y de la civilización», dijo de ella Unamuno.

      Cuando digo España recorro los caminos del arte, viendo emocionado los hitos que por sí solos resumen toda una época: el acueducto de Segovia; la Alhambra de Granada; la mezquita de Córdoba, tal vez la más perfecta que haya construido el islam en su larga historia; el sublime Pórtico de la Gloria del maestro Mateo; el monasterio cisterciense de Poblet y las grandes catedrales góticas de León, Burgos, Toledo, Cuenca o Barcelona; Sevilla, con su Torre del Oro y su esbelta Giralda; la piedra lírica de El Escorial y la gracia madura y exquisita del barroco; los cuadros del Museo del Prado; el alarde decorativo del modernismo, que Antonio Gaudí termina transformando en un grandioso himno a Dios… Como a la libertad, que dijera el poeta romántico Friedrich Schiller, a España también se llega por la belleza.

      Cuando digo España recorro con la memoria sus paisajes. Costas llanas y mansas y costas bravas de rocosos acantilados. Vegas y llanuras, páramos desiertos, hermosas rías que llevan el mar hasta la campiña, valles profundos, montañas verdes y sierras bravas. Hay países, incluso continentes, donde cuesta hallar un contraste; en España no. Aquí se cambia repentinamente, una vez y otra. «No, no ha sido en los libros donde he aprendido a querer mi Patria; ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones», escribió Unamuno. Y con qué razón dijo también que, para conocer una patria, «un pueblo, no basta conocer su alma —lo que llamamos su alma—, lo que dicen y hacen sus hombres; es menester también conocer su cuerpo, su suelo, su tierra».

      Cuando digo España digo también sus bellezas más recónditas, más humildes si se quiere, sus pequeños y medianos pueblos monumentales, que son también paisaje. Y digo sus islas, tan hermosas, tan repletas de historias e historia. Y Madrid, el cielo, los atardeceres de Madrid, la capital del dolor, la capital de la gloria, el rompeolas de las Españas, la ciudad donde escribo, una novela que no cesa, un cuadro que multiplica el latido inmenso que pasa por él, una canción imposible que suena a Boccherini y a Chapí y a Sabina, el lugar donde se cruzan todos los caminos de España, donde se disuelven las crispadas identidades milenarias y se ve más claro hasta qué punto el nuestro es un país acogedor y tolerante.

      Cuando digo España no digo España tuya o mía, digo España nuestra, esa nación, esa tierra, esa cultura que Leonard Cohen celebró con hondísima gratitud al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011: «Toda mi obra —dijo, intentando transmitir la magnitud de la deuda que tenía con España— está inspirada por esta tierra. Así que gracias por celebrarla, porque es suya, solo me han permitido poner mi firma al final de la última página».

      Un país que es objeto de reconocimientos como este, en el que nacen y escriben poetas como Cernuda, Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre, y en el que Carles Riba y Salvador Espriu evocan la fuerza diversa de su espíritu, no es una ficción. Una nación que se sueña con la intensidad que la sueña Galdós no es un ningún fracaso. Una patria escrita por Cervantes o Unamuno no puede reducirse a un pacto constitucional ni recluirse en la aridez de sus leyes.

      Cuando digo España digo también sus gentes, y pienso en los compatriotas que están en la primera línea de la lucha contra el coronavirus, ese enemigo invisible, esa plaga de resonancias bíblicas que, en el momento en que escribo, nos ha encerrado a todos en casa, convirtiendo nuestras ciudades en escenarios de una pesadilla. George Orwell se preguntaba, en plena Segunda Guerra Mundial, dónde está la gente buena cuando ocurren cosas malas. Hoy, en estos días de confinamiento, la gente buena está en los hospitales y los centros de salud. Son los médicos y sanitarios que no se rinden. Son los efectivos de la Unidad Militar de Emergencias y del Cuerpo de Bomberos que ayudaron a levantar el enorme hospital de campaña de Ifema. Son los voluntarios que colaboraron con el ejército en las canalizaciones subterráneas para llevar directamente oxígeno a cada cama. Son los sacerdotes que acompañan a los familiares en la solitaria despedida de sus seres queridos. Son todas esas personas anónimas que, en medio del temor, siguen saliendo a trabajar, hombres y mujeres que jamás aparecerán en los libros de historia, pero que arriesgan su salud para que el mundo que conocemos no se caiga a pedazos. Símbolos, espejos de una España que no está dispuesta a dejarse desmoralizar, héroes silenciosos de un país que, pese a los agoreros, ha visto —estos días— crecer considerablemente su autoestima nacional, según detalla un estudio del Real Instituto Elcano.

      Cuando digo España digo todos los sueños de una nación profundamente viva, y también las lenguas en que fueron soñados. Y pienso en todo lo que acabo de escribir y en lo que he querido decir en este libro, y me vienen a la memoria los versos de Jorge Guillén —patria tan anterior a mí / y que yo quiero, quiero / viva, después de mí— y también aquellos otros de Miguel Hernández:

       Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,

       si su fondo titánico da principio a mi carne?

       Abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,

       ¡nadie!

      Cuando digo España me viene a la boca el canto de amor de Ángela Figuera, que tantas veces he leído y en tantas ocasiones me ha curado de los golpes de nuestra vacilante realidad política: un canto hondo y sincero, cuyo desgarro no es un pretexto, sino una evidencia cálida, agua viva, tierra amarga, cuerpo abierto de una patria cuya existencia vibra al pronunciarse. Con él terminaba mi anterior libro, Viaje al corazón de España, periplo sentimental por la geografía española que esta obra completa —culturalmente— a modo de díptico. Con los versos de Ángela Figuera, con su mensaje directo, su caudal de emoción pura, sus palabras de reproche y de esperanza a la patria amada —palabras que buscan como gestos en el vacío el rostro de España, palabras que recuestan su voz en el vientre de España, palabras que empuñan con las manos cerradas el nombre de España—, quiero abrir paso a Y cuando digo España:

       Porque eres bella, España, y te me mueres

       porque eres mía,