Fernando García de Cortázar

Y cuando digo España


Скачать книгу

esta manía no es nueva. La costumbre de ver únicamente los fracasos, ignorando los éxitos y aciertos, nace ya en tiempos de Quevedo, cuyo famoso soneto —Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes ya desmoronados— expresa muy bien ese sentimiento lastimero y autocompasivo que domina la concepción del país desde el siglo XVIII; que halla en Larra una expresión afortunada —«en este país», «cosas de este país», frasecillas que, según Fígaro, nos sirven para explicar perfectamente cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda—; y alcanza su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX, agravado por el derrumbe de la Segunda República, la guerra civil y la dictadura.

      Después de las dos guerras mundiales del siglo XX, la gran mayoría de los países occidentales reconstruyeron su historia sin quedar cegados por los episodios demoledores que los habían sumido en la barbarie generalizada. España no; en España seguimos leyendo la historia desde la óptica pesimista de 1898 y 1936, como si las impresiones de los escritores del Desastre, los intelectuales del 14 y los poetas del 27 —espejo de un noble afán de perfección, recuerdo de una promesa truncada— fueran una verdad eterna e irrefutable. «Aquí todo es muy sencillo —dice un personaje de La calle de Valverde, de Max Aub—, estamos todos contra todos». Aquí, en efecto, siempre se espera, siempre se ve lo peor. «España es una jaula de locos rarísimos, atacados de una manía extraña: la de no poder sufrirse los unos a los otros», escribió Ángel Ganivet en su Idearium español, haciendo bueno el tópico del poeta catalán Joaquín Bartrina:

       Oyendo hablar a un hombre,

       fácil es acertar dónde vio la luz del sol;

       si os alaba Inglaterra, será inglés;

       si os habla mal de Prusia, es un francés;

       y si habla mal de España, es español.

      No siempre fue así. Pondré varios ejemplos. Alfonso X, a quien debemos una imagen compartida por san Isidoro de Sevilla y muchos poetas de al-Ándalus: «Esta España es como el Paraíso de Dios». Baltasar Gracián, que pensaba que España era la primera nación de Europa, «odiada, porque envidiada». Así, a diferencia de Quevedo, el autor del Criticón no podía dejar de ver la grandeza de España en la etapa final de Felipe IV, cuyo reinado, por otra parte, había comenzado con cuatro españoles alcanzando la gloria de los santos: Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, canonizados por Gregorio XV junto a Felipe Neri. A los italianos les debió parecer una imposición de la corte de Madrid, pues comentaban humorísticamente que el papa había canonizado a cuatro españoles y un santo. No obstante, refiriéndose a sus compatriotas hispanos, Lope de Vega —que en La Dragontea ya se queja de ese pesimismo endémico que acompaña a los españoles y que a menudo nos impide ver los hitos de nuestra historia, tantas veces desconocida porque nos la han contado mal o, sencillamente, porque no nos la han contado— los describiría así: «un labrador para humildes; un humilde para sabios; un sabio para gentiles; y una mujer fuerte para la flaqueza de las que en tantas provincias aflige el miedo».

      Durante más de doscientos años España ha sido vista a través de unos anteojos que resaltaban todo lo excéntrico, a través de un espejo cóncavo que fijaba la vida española en la geografía del loco Quijote, del pendenciero don Juan o de la fatal Carmen de Mérimée. Exotismo literario, costumbres atávicas y una violencia que resalta la sangre caliente, la sangre antigua, la verdadera. Y los propios españoles, a pesar de los avances económicos y la modernización de su sociedad, jaleando los más sombríos estereotipos, que por desgracia aún perduran afuera y dentro del país: la Inquisición, la intolerancia, la predisposición a matarnos los unos a los otros… Hay que tener cuidado con los esencialismos: ese tópico, por ejemplo, de que España es la tierra de Caín, esos versos de Ángel González que vienen a decir que nuestra historia es como la morcilla, está hecha de sangre y repite, o esos otros de Luis Cernuda:

       Si yo soy español, lo soy

       A la manera de aquellos que no pueden

       Ser otra cosa: y entre todas las cargas

       Que, al nacer yo, el destino pusiera

       Sobre mí, ha sido esa la más dura.

      A finales del siglo XIX y principios del XX, como recuerdo en el primer capítulo de este libro, España estaba —es cierto— más atrasada que Francia, Alemania o Gran Bretaña. Pero, aun así, gozaba de un régimen constitucional como el que tenían la mayoría de los países europeos, y se enfrentaba a los mismos problemas que cualquier otro. El fracaso de la democratización emprendida entre 1900 y 1936 no fue exclusivamente español. Muchas otras naciones de Europa tampoco consiguieron hacer esa transición pacíficamente: Francia, Alemania e Italia entre ellas. Además, nada de lo ocurrido en aquel tiempo fue inevitable, producto de un sino fatal o de una incapacidad para el progreso. Todo —pese a la convicción compartida por muchos intelectuales de la época de que la guerra civil fue el resultado ineludible de un conflicto permanente entre dos Españas— podría haber sido de otra manera. Pero ni el socialismo moderado ni el republicanismo razonable ni el monarquismo liberal ni el catolicismo político tuvieron fuerza e inteligencia suficientes para sobreponerse a la desfiguración de sus propósitos.

      Nos hemos creído de tal modo nuestros propios mitos que estos han pasado a regir la forma en que nos vemos. La imagen de los garrotazos de Goya, dos campesinos que se hunden a cada minuto en el fango y aun así no dejan de matarse a golpes, es una de las más utilizadas por nuestros analistas políticos. Sin embargo, la agresividad que hoy rezuma el discurso público —tampoco muy diferente a la que empaña el debate cívico del resto de Europa— no se corresponde con la realidad cotidiana. Cierto, en la realidad la gente discute, sí, pero la mayoría se pone de acuerdo en lo que importa. Y es que si hoy existen dos Españas no son las de derechas y de izquierdas, sino la de los políticos y líderes de opinión empeñados en mantener viva esa imagen y la de los ciudadanos que cumplen con su deber, trabajan y callan, y que jamás adquieren verdadera dimensión en las televisiones y en los medios escritos.

      Es verdad que en España hay una historia doliente y desengañada que seca parte de nuestras viejas raíces y que obliga a muchos españoles a vivir transterrados. A veces dentro de la Península:

       … llora paloma, por el errante viajero

       y por sus hijos ausentes,

       que él sabe que no hay quien les dé de comer,

       no encuentra quien haya visto sus rostros

       y no puede a nadie por ellos preguntar

      En otras ocasiones, fuera de ella:

       Cuando vine, dejando tan necesariamente

       lo que nunca el olvido turbará con su sombra:

       mi casa destruida, mi pan abandonado

       y el ardor de la muerte ya abrasando tus venas,

      ¡ay!, cómo recordaba los venturosos días

      que aun cercanos me daban la bondad de otra suerte:

      la hermandad de tus hombres y el calor de los campos

      unidos ya en su vuelo con tus veloces máquinas.

      Moseh Ibn Ezra y Emilio Prados, un poeta hispano-hebreo del siglo XI expulsado de su Granada natal hacia tierras cristianas meseteñas y levantinas por la invasión almorávide, y otro malagueño del siglo XX, transterrado a América después de la guerra civil… Ambos unidos por la placenta del exilio, un drama que ha tenido la mala costumbre de repetirse. Pensemos en los judíos de 1492 o en los moriscos de 1609, cuya pena resume Ricote, el personaje de Cervantes que aparece en el Quijote:

      Doquiera que estamos lloramos por España que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural.

      Pensemos también en