desprestigiándose aún más por los rumores sobre las relaciones de la reina María Luisa y el favorito Manuel Godoy, ministro leal a sus protectores y no falto de visión política. Ninguna receta funcionó. La relación relajada con Francia, defendida por el conde de Aranda, no produjo el efecto deseado —salvar la cabeza de Luis XVI— y la alianza con Austria, Prusia y Gran Bretaña solo dejó al descubierto la deficiente preparación del ejército español, incapaz de frenar a los enardecidos sans culottes. Tampoco mejoraron la situación el Tratado de Basilea y el retorno a la política de los Pactos de familia, pues esta nueva apuesta diplomática se transformó en una trampa de la que fue muy difícil salir. Como demostró el estrepitoso desastre de Trafalgar (1805), tumba de la flota construida con tantos sacrificios, la amistad y la solidaridad pasadas se trocaron, al llegar Napoleón al poder, en el decidido empeño de convertir la Península en un simple peón de su partida mortal contra Londres.
El sueño de la razón produce monstruos, Grabado número 43 de Los Caprichos, Francisco de Goya.
El emperador de los franceses era poco dado a tolerar vacilaciones, de ahí que los recelos de Godoy ante el puro servilismo exigido desde París le animaran a poner punto final a la ficción. Solo había que esperar la ocasión propicia, y esta llegó con las intrigas del príncipe Fernando y el motín de Aranjuez. Ante el esperpento representado entonces por la corte española, Napoleón se vio cargado de razones para presionar a Carlos IV y a su heredero, y después de citarlos en Bayona, adueñarse del trono, traspasándoselo a su hermano José Bonaparte.
«He aquí a España tal y como iba a mostrarse durante seis años: estupidez, bajeza y cobardía en los príncipes; abnegación novelesca y heroica por parte del pueblo». Son palabras de Stendhal, quien no se equivocó en su análisis de la guerra de Independencia. Porque a excepción de una parte de las minorías ilustradas, que pensaron que Napoleón era incontenible y había que actuar en consecuencia —es decir, colaborar con el invasor para seguir adelante en la senda del progreso—, gran parte del pueblo español siguió el ejemplo del Dos de Mayo madrileño en una respuesta común contra el ejército francés que tendría notables repercusiones en las campañas continentales del emperador.
El quinquenio 1808-1812 constituye la gran epopeya sobre la que se fraguó la España contemporánea. Además de acrecentar el sentimiento de pertenencia a una patria común, la explosión patriótica también permitió a los diputados de las Cortes de Cádiz tomar lo mejor del pensamiento político del siglo XVIII para hacer tabla rasa del Antiguo Régimen. Víctima de un exceso de elitismo, la Constitución de 1812 sería, no obstante, la brújula del liberalismo español durante la primera mitad del siglo XIX. Y a ella sacrificaron su vida Riego, el Empecinado o Torrijos por los mismos años en que Bolívar y San Martín defendieron la independencia de las colonias, engendrando las naciones de América.
El plan de Napoleón era apoderarse también de los territorios de ultramar, pero el desbarajuste político de la Península y las noticias de que tanto Carlos IV como Fernando VII eran prisioneros de los franceses animaron a los líderes criollos a ser dueños de su propio destino. «Vacilar —diría Bolívar— es sucumbir».
Años de llamas
Si el XVIII fue el Siglo de las Luces, el XIX podría definirse como la centuria del desarrollo económico y social del Occidente europeo. Entre el Congreso de Viena y la Primera Guerra Mundial los países punteros del Viejo Continente pasaron de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, con abrumadora mayoría de población campesina, a la industrialización y la moderna sociedad metropolitana; de trasladarse a pie, a caballo o a vela, a hacerlo en ferrocarril o barcos a vapor. Fue el salto del París que toma la Bastilla al de Haussmann, de la campiña de Jane Austen al Londres de Dickens y Connan Doyle. Fue la época en que el mundo se hizo capitalista.
España también dio ese salto, pero a un ritmo más lento y con un balance menos alentador, ensombrecido por el ocaso del imperio ultramarino, las guerras de Cuba y la espiral destructiva de las guerras carlistas. Como escribiera Galdós en sus Episodios nacionales, el siglo XIX español fue una centuria en llamas. Cien largos años en los que el mapa peninsular se convirtió en un plan estratégico de una batalla que no parecía tener fin y que lastró el proceso industrializador. Los pronunciamientos militares, las contiendas civiles, los generales consagrados como jefes naturales de los partidos, la dura dependencia semicolonial de las compañías extranjeras… son los símbolos de una época en que los españoles vieron agigantarse la distancia que los separaba de los países más adelantados de Europa.
Fernando VII pudo haber sido en 1814 el punto de encuentro para la reconciliación nacional. Pero, movido por el temor a la revolución que había experimentado desde su juventud, tomó partido por el absolutismo, desahuciando a los afrancesados y persiguiendo a los liberales que habían ensayado la transformación política del país de acuerdo a los nuevos tiempos anunciados por la Revolución francesa. La reacción subió con él al trono y las desdichas siguieron sucediéndose una tras otra: la pérdida de la mayor parte de los territorios de América, el hundimiento de la economía, muy malparada ya después de las destrucciones de la guerra, el restablecimiento de la Inquisición, la proliferación de instancias represivas… Los liberales consiguieron hacerle regresar al orden constitucional en 1820, pero estaban divididos, eran débiles y Fernando VII se revolvió en cuanto pudo. El monarca dejó que un ejército francés —los llamados Cien mil hijos de San Luis— le devolviera el poder con el patrocinio del resto de potencias absolutistas de Europa. Solo su estulticia, más que el cálculo político, permitió que, al declinar ya su reinado, se produjera un cambio de rumbo con la entrada en el gobierno de una serie de personajes impregnados de cultura de servicio al Estado.
Estación del Norte, Valencia, joya de la arquitectura modernista.
Después de la muerte del monarca y del pacto de la regente María Cristina con el liberalismo para defender la corona de su hija (la futura Isabel II), se abrió un nuevo horizonte. El adiós de los territorios americanos y el levantamiento carlista exigieron a los partidarios de Isabel II avanzar en la consolidación del Estado nacional, construido sobre los cimientos de las desamortizaciones, el derecho emanado de los textos constitucionales, la centralización administrativa, la moderna organización provincial y el mercado unificado, una vez trasladadas las aduanas vascongadas a la costa y aprobados los decretos de adecuación de Navarra a la Carta Magna en 1841.
A la reina le tocó el difícil papel de mediar entre moderados y progresistas, un conflicto que se desarrolló en el interior del campo liberal y produjo en España las mismas tensiones que en Francia, donde la actitud de Guizot coincide con el miedo de Donoso Cortés al fantasma de la revolución:
Ya no hay causa legítima ni pretextos especiosos para las máximas y las pasiones tanto tiempo colocadas bajo la bandera de la democracia. Lo que antes era democracia ahora sería anarquía; el espíritu democrático es ahora, y será en adelante, nada más que el espíritu revolucionario.
Victorioso en Francia, Inglaterra o Bélgica, el moderantismo se impuso también en España. Y fue precisamente la inclinación de la reina a favor del partido moderado y el deslizamiento hacia posiciones cada vez más conservadoras lo que determinó el retraimiento de los progresistas de la vida política, empujándolos a la conspiración contra el trono.
Narváez, el general del partido moderado, murió en la primavera de 1868, y el 18 de septiembre de ese mismo año se produjo el gran estallido. Pese al ambiente explosivo de la calle y los rumores de conspiraciones en el extranjero, la revolución cogió por sorpresa a Isabel II, que, sin nadie en quien apoyarse, huyó a Francia desde el pueblo vizcaíno de Lequeitio. Fue el comienzo del Sexenio Revolucionario: seis años que incluyeron una monarquía, dos formas de república, dos constituciones, una guerra colonial en Cuba, dos guerras civiles —la segunda carlistada y la insurrección cantonal— y un confuso laberinto de gobiernos