en la época de los Reyes Católicos y de los Austrias hasta hacer de ella la regla y no la excepción. En 1478 se estableció el moderno Tribunal de la Inquisición, encargado de la persecución y castigo de los hebreos convertidos al cristianismo que conservaban en secreto sus tradiciones, aunque a no tardar vigilaría también las desviaciones heréticas y morales en general. La unidad religiosa era vista en aquellos años decisivos como uno de los principales garantes de la unidad política, y España caminó en busca de ese horizonte expulsando a musulmanes y judíos, a quienes a partir de 1492 solo se ofrecería la gracia del bautismo para continuar en su tierra.
Primero fueron los hijos de Jehová, obligados el mismo año en que cae Granada a abandonar su patria por orden expresa de Isabel y Fernando. Y por último, reinando ya Felipe III, después de las conversiones en masa y de dos rebeliones en menos de una centuria, la marcha forzada de los moriscos se llevó los últimos recuerdos de la España musulmana. La medida, aprobada en 1609 por el duque de Lerma, no fue sino la rúbrica del fracaso en la asimilación de esta minoría por la sociedad cristiana; el reflejo del resentimiento campesino contra un grupo próspero y laborioso, pero demasiado sumiso a sus señores; y un síntoma del miedo ante el peligro, real o imaginario, a que fueran manipulados por Francia o el Imperio otomano.
Por supuesto, ambas expulsiones empobrecieron la sociedad hispana, privándola de muchos talentos y servicios que más tarde se necesitarían para mantener la estatura imperial. Pero no consiguieron arrancar la herencia de siete siglos de vida en común. Las huellas de los siervos de Alá pervivieron en los hábitos alimenticios, en el lenguaje o en el misticismo, con el franciscano Ramón Llull haciendo de puente entre Ibn Arabi, de Murcia, y san Juan de la Cruz. Y la sombra hebrea, en la actitud transgresora de no pocos intelectuales de origen converso —Fernando de Rojas, Mateo Alemán, Teresa de Ávila—, nada dados a refrenar su capacidad creadora o su pensamiento crítico respecto a la jerarquía eclesiástica o el poder civil. ¿Cómo olvidar a fray Luis de León cuando al poder mismo que trataba de encarcelar el pensamiento le demuestra que todo abuso sobre los demás es insuficiencia y fractura del propio poder y que solo la razón, la palabra, son constantes? ¿Cómo olvidar el sombrío paisaje que Fernando de Rojas dibuja en La Celestina?
De Granada al Nuevo Mundo
No hay reinado más trascendente en la historia de España que el de los Reyes Católicos, cuya obra política alumbró un recorrido que llega hasta hoy. Ciertamente, la convergencia de Castilla y Aragón, después de varios siglos de roces y rupturas, tuvo entonces un mero carácter dinástico y patrimonial. Sin embargo, la precaria unidad de aquella monarquía compleja daría paso a un entramado de intereses comunes que acabaron reforzándola conforme se alcanzaron las metas trazadas, centurias antes, por cada reino: Granada, Nápoles, Navarra.
Si hay una fecha que resume el esplendor de aquel reinado esa es 1492: el año de la conquista de Granada, del descubrimiento de América y de la publicación de la Gramática castellana elaborada por el humanista Antonio de Nebrija, la primera de una lengua vulgar europea. Resulta difícil exagerar la importancia de estos hechos. Para ver el eco internacional que tuvieron en su momento, basta asomarse a las cartas del humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, que llegó a la península ibérica atraído por la guerra contra el reino nazarí de Granada y de pronto se vio cautivado por noticias muchos más asombrosas:
No abandonaré de buen grado España hoy, porque estoy en la fuente de las noticias que llegan de los países recién descubiertos y puedo esperar, constituyéndome en historiador de tan grandes acontecimientos, que mi nombre pase a la posteridad.
La importancia de la conquista del último bastión musulmán de la Península estaba clara en el ánimo de los monarcas. Según el imaginario de la época, con ella culminaban la tarea iniciada en el siglo VIII por los núcleos cristianos del norte frente al islam y se daba una respuesta simbólica a la toma de Constantinopla por los turcos; de ahí que los embajadores españoles se hicieran rápidamente eco de la noticia para extenderla a través de toda Europa. Pero cuando enviaron a un oscuro explorador llamado Cristóbal Colón a la caza de quimeras en el horizonte, la esperanza de poder rebasar a los portugueses en la consecución de la ruta más rápida a las Indias no incluía el descubrimiento de América. Ni los consejeros de Isabel y Fernando, ni nadie en Europa, podía imaginar entonces que un continente ignorado, una especie de Atlántida perdida, con montañas abismales, con valles húmedos y ardientes, con cordilleras selváticas y ríos interminables, con pueblos industriosos y espléndidas ciudades —como si de pronto ante el imperio de Alejandro Magno hubiera surgido una Persia de dimensiones continentales o como si ante la Roma de Julio César se hubiese alzado un desconocido Egipto del tamaño de África— fuera a emerger desde el confín de los océanos para coronar la fortaleza de la monarquía hispana.
Tumba de los Reyes Católicos, Capilla Real de Granada.
No hay que olvidar que las tres carabelas que zarparon del puerto de Palos camino de Asia rompieron el encantamiento del non plus ultra (‘no hay más allá’) que por veinte siglos había detenido a los marinos, cerrándoles, por miedo, el paso a través del Atlántico. Fue, en palabras de Rubén Darío, como el derrumbe de una Babel de Cristal. «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias, y así las llaman Nuevo Mundo», escribió López de Gomara más tarde, cuando ya habían empezado a llegar las remesas de oro y de plata de los imperios azteca e inca. Pero para los Reyes Católicos las noticias traídas por Colón al regreso de su primer viaje solo significaron una ilusión y un estímulo, apoyados enseguida por el regalo de las bulas alejandrinas —que dieron una cobertura legal a la impredecible expansión colonial— y los acuerdos de Tordesillas —que salvaron las diferencias con Portugal respecto de los derechos ultramarinos, al fijar la divisoria de los territorios a descubrir por ambas potencias—.
Un monarca, un imperio, una espada
El momento culminante del reinado de los Reyes Católicos cierra, por tanto, una era de la historia de España y abre otra llena de promesas. Atrás quedan los siglos de la Reconquista y la división de los reinos peninsulares; por delante, las intervenciones militares de Italia, donde Fernando satisface a Aragón a costa del enfrentamiento con Francia, y la promesa de América, que antes de la defunción de ambos monarcas ya empieza a mostrar las verdaderas dimensiones de la gesta colombina.
Si podemos decir que el XIX fue un siglo inglés y que el XVIII fue francés, no hay duda de que el XVI fue una centuria española. La política matrimonial ensayada por Isabel y Fernando tuvo el resultado imprevisto de poner los reinos hispanos en manos de un joven de dieciséis años, criado en los Países Bajos y proclamado cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico (1519) tan solo dos años después de su desembarco en la Península. Nadie antes que Carlos I de España y V de Alemania, ni siquiera los césares romanos, había controlado tantos territorios, tal variedad de pueblos y semejantes riquezas. Con él llegó a España un sueño henchido de ideales universalistas. Y con él y su hijo Felipe II la monarquía hispánica pasó a ser el primero y más grande de los imperios modernos.
Paladín de la cristiandad en una Europa dividida por los conflictos religiosos, Carlos V nunca se preocupó por estrechar los lazos políticos entre sus diferentes territorios, que subsistieron independientes como en la época bajomedieval. En sus manos y en las del resto de los Austrias los reinos peninsulares mantuvieron su personalidad no solo porque ello se adecuaba a las ideas políticas de la época, sino también porque facilitaba la labor de gobierno de la corona, al no tener que contar esta más que con un reducido número de servidores que completasen el plantel de unas elites locales siempre dispuestas a trabajar por la dadivosa monarquía. El autonomismo de los Habsburgo tuvo, no obstante, sus límites: el poder incontestable del soberano. Y es que la libertad de movimientos de cada uno de los reinos, así como sus derechos y privilegios, necesitaron el refrendo constante de la corona, como muy bien comprobaron Castilla tras la guerra