Sinclair Lewis

Eso no puede pasar aquí


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diez, que condenaba a los negros, pues nada resulta tan edificante para un agricultor despojado de sus bienes o para un obrero que recibe ayudas del Estado que tener una raza, cualquier raza, a la que poder menospreciar, y, sobre todo, el punto once, que anunciaba, o parecía anunciar, que el trabajador medio recibiría inmediatamente 5.000$ al año. (Y, cada vez más tertulianos de pacotilla explicaban que realmente serían 10.000$. ¡Anda que no! ¡Iban a recibir cada centavo que había ofrecido el Dr. Townsend y todo lo que habían previsto el resto: el fallecido Huey Long, Upton Sinclair y los utópicos!)

      Cientos de ancianos del valle de Beulah se lo tragaron de tal manera que entraron sonrientes a la ferretería de Raymond Pridewell para encargar nuevos hornos de cocina, sartenes de aluminio y mobiliarios completos para el baño, a pagar el día después de la toma de posesión. El Sr. Pridewell, un antiguo republicano seguidor de Henry Cabot Lodge y lleno de telarañas, perdió la mitad de su jornada laboral echando a estos felices herederos de fabulosas fortunas, pero ellos siguieron soñando, y Doremus, acosándoles, descubrió que las simples cifras no tienen nada que hacer ante los sueños..., incluso ante el sueño de conseguir nuevos Plymouths, latas de salchichas ilimitadas, cámaras cinematográficas y la perspectiva de no tener que despertarse antes de las 7:30 de la mañana nunca más.

      Así respondió Alfred Tizra, apodado “Snake” (serpiente) y amigo de Shad Ledue, jardinero de Doremus. Snake era un camionero duro como el acero y tenía un taxi; había cumplido varias penas por agresión y transporte de alcohol de contrabando. En una época se ganó la vida cazando serpientes de cascabel y víboras cobrizas en el sur de Nueva Inglaterra. Bajo el presidente Windrip, le aseguró burlonamente a Doremus, tendría suficiente dinero para empezar una cadena de bares de carretera en todas las comunidades secas de Vermont.

      Aunque a Ed Howland (uno de los tenderos menos importantes de Fort Beulah) y Charley Betts (propietario de una tienda de muebles y un negocio de pompas fúnebres) les molestaba que cualquiera comprara alimentos y muebles (o incluso contratara un entierro) a crédito de Windrip, también estaban totalmente a favor de que la población comprara a crédito otros artículos.

      Aras Dilley, un lechero que ocupaba una desvencijada y sucia cabaña en lo alto del monte Terror, junto con su esposa desdentada y siete niños sucios, le gruñó a Doremus (quien con frecuencia le había llevado cestas de comida, cajas de cartuchos para escopeta y montones de cigarrillos): “Bueno, quiero decirle que, cuando el Sr. Windrip salga elegido presidente, ¡nosotros, los granjeros, vamos a fijar los precios de nuestras propias cosechas! ¡Se os acabó el chollo a vosotros, los listillos de la ciudad!”

      Doremus no podía culparle. Si Buck Titus, con cincuenta años, parecía un treintañero, Aras, de treinta y cuatro, parecía un cincuentón.

      El socio especialmente desagradable de Lorinda Pike en la taberna del Valle de Beulah, un tal Sr. Nipper, al que esperaba perder de vista pronto, combinaba el jactarse de lo rico que era con el regodeo de lo mucho más que se iba a enriquecer bajo el régimen de Windrip. El “profesor” Staubmeyer citaba cosas agradables que Windrip había dicho sobre el aumento de los salarios para los maestros. Para demostrar que al menos su corazón no era judío, Louis Rotenstern se volvió más lírico que cualquiera de ellos. Incluso, Frank Tasbrough (las canteras), Medary Cole (el molino y las grandes inmobiliarias) y R. C. Crowley (el banco), a quienes, es de suponer, no les hacía gracia los planes de introducir impuestos sobre la renta más elevados, sonreían felinamente y daban a entender que Windrip era “un tipo mucho más sensato” de lo que imaginaba la gente.

      Sin embargo, en Fort Beulah no había un defensor más activo de Buzz Windrip que Shad Ledue.

      Doremus ya sabía que Shad tenía talento para expresar su punto de vista y lucirse; sabía que una vez había convencido al viejo Sr. Pridewell para que le confiara un rifle del calibre 22, valorado en veintitrés dólares; que, fuera del ámbito compuesto por las carboneras y los monos manchados de grasa, había cantado una vez “Rollicky Bill the Sailor” en una reunión masculina de la Antigua Orden Independiente de los Rams; y que estaba dotado de la suficiente memoria para citar los editoriales de los periódicos de Hearst como si se trataran de sus propias reflexiones profundas. Pero, a pesar de conocer todo ese potencial que poseía para una carrera política (no muy por debajo del de Buzz Windrip), Doremus se sorprendió al encontrarse a Shad soltándoles a los trabajadores de la cantera un discurso improvisado a favor de Windrip y, más tarde, como presidente de un mitin en el salón Oddfellows. Shad hablaba poco, pero se burlaba despiadadamente de los seguidores de Trowbridge y Roosevelt.

      En los encuentros donde no hablaba, Shad era un guardián incomparable y, gracias a esa apreciada cualidad, fue requerido en mítines a favor de Windrip en lugares tan lejanos como Burlington. Fue él quien, vestido con un uniforme de la milicia y montando hábilmente un gran caballo blanco de tiro, encabezó el último desfile a favor de Windrip, en Rutland..., e importantes hombres de negocios, incluso distribuidores mayoristas de artículos de confección, le llamaban con cariño “Shad”.

      Doremus estaba pasmado y se sintió un poco arrepentido por no haber sabido apreciar a este ejemplar recién descubierto; sentado en el salón de la Legión Americana, escuchaba a Shad mientras este bramaba: “No pretendo ser otra cosa que un simple currante, pero existen cuarenta millones de trabajadores como yo. Y todos sabemos que el senador Windrip es el primer estadista en años que piensa en lo que necesita la gente como nosotros, antes de pensar en cualquier maldito asunto político. ¡Venga, tíos! ¡Los ricachones os piden que no seáis egoístas! ¡Walt Trowbridge os pide que no seáis egoístas! ¡Pues sed egoístas y votad al único hombre que está dispuesto a daros algo y que no se limitará a sacaros cada centavo y cada hora de trabajo que pueda!”

      Doremus gimió en su fuero interno: “¡Dios mío, Shad! ¡Y pensar que haces esto cuando deberías estar trabajando para mí!”

      Sissy Jessup se sentó en el estribo de su coupé (suyo por derecho de ocupante) con Julian Falck, que había venido de Amherst para el fin de semana, y Malcolm Tasbrough, apretujados a ambos lados.

      “¡Oh, venga! Vamos a dejar de hablar de política. Windrip va a salir elegido, así que, ¿por qué perder el tiempo rajando cuando podríamos bajar al río y pegarnos un baño?”, se quejó Malcolm.

      “No va a ganar sin que opongamos una dura resistencia. Voy a hablar con los alumnos del instituto esta noche... Intentaré convencerles para que les digan a sus padres que deben votar a Trowbridge o Roosevelt”, respondió bruscamente Julian Falck.

      “¡Ja, ja, ja! ¡Y por supuesto los padres estarán encantados de hacer lo que les digas, Julian! ¡Vosotros los universitarios sois increibles! Además, ¿quieres ponerte serio con este estúpido asunto?”, Malcolm poseía la insolente seguridad en sí mismo que le proporcionaban sus músculos, su brillante pelo negro y su gran coche propio; era el líder perfecto de los Camisas Negras y miró con desprecio a Julian, quien, aunque tenía un año más, era pálido y más bien delgado. “De hecho, será bueno tener a Buzz. Acabará rápidamente con todo este radicalismo, toda esta libertad de expresión y toda esta difamación de nuestras instituciones más básicas...”

      “El American de Boston, el martes pasado, página ocho”, murmuró Sissy.

      “... ¡Y no me extraña que tengas miedo de él, Julian! Sin duda meterá en la trena a alguno de tus profes anarquistas preferidos de Amherst. ¡Y quizá a ti también, camarada!”

      Los dos jóvenes se miraron con una furia medida. Sissy les calmó protestando: “¡Por Dios! ¿Podéis dejar de pelear?... ¡Ay, queridos, estas asquerosas elecciones! ¡Asquerosas! Parece que están dividiendo a todas las poblaciones, a todos los hogares... ¡Mi pobre padre! ¡Está muy afectado!”

       12

      No quedaré satisfecho hasta que este país pueda producir cualquier cosa que necesite, incluso café, cacao y goma, para así mantener todos nuestros dólares en casa. Si podemos hacer esto y, al mismo tiempo, aumentar el tráfico de turistas para que vengan extranjeros de todos los