destacaba este Demóstenes de la pradera. Se trataba de un actor genial. No existía nadie más sobrecogedor en los escenarios ni en la industria cinematográfica, ni siquiera en los púlpitos. Movía los brazos sin parar, golpeaba mesas, fulminaba con su mirada de loco y vomitaba ira bíblica por su enorme boca; pero también arrullaba como una madre que cuidaba a su hijo, imploraba como un amante dolido y, entre varios trucos, pinchaba a su público, fría y casi desdeñosamente, con cifras y datos (que resultaban difíciles de ignorar, incluso cuando eran totalmente incorrectos, cosa que solía ocurrir).
Sin embargo, bajo esta técnica escénica superficial se encontraba su extraordinaria capacidad natural para emocionarse de verdad por y con su público (y este, por y con él). Podía dramatizar su afirmación de que no era un nazi ni un fascista, sino un demócrata (uno de andar por casa, seguidor de Jefferson, Lincoln, Cleveland y Wilson) y, sin decorado ni vestuario, hacer que le vieras defendiendo el Capitolio de las hordas bárbaras, mientras presentaba inocentemente cualquier locura anti-libertaria y antisemita procedente de Europa como su propia invención fervientemente democrática.
Aparte de su esplendor teatral, Buzz Windrip era un hombre corriente de lo más profesional.
Y era bastante corriente. Tenía todos los prejuicios y aspiraciones de cualquier hombre corriente estadounidense. Creía en la deseabilidad, y por tanto en la santidad, de los densos pasteles de trigo sarraceno con sirope de arce adulterado, en las bandejas de goma para los cubitos de hielo en su nevera eléctrica, en la nobleza especial de los perros (todos los perros), en los oráculos de S. Parkes Cadman, en crear un ambiente de camaradería con todas las camareras de todos los comedores situados en los cruces y en Henry Ford (cuando fuera elegido presidente, se regocijaba, quizá pudiera conseguir que el Sr. Ford viniera a cenar a la Casa Blanca), así como en la superioridad de cualquier persona que tuviera un millón de dólares. Consideraba las polainas, los bastones, el caviar, los títulos, la ceremonia del té, la poesía que no se publicara a diario en los periódicos, y a todos los extranjeros, excepto, quizás, a los británicos, como elementos degenerados.
Sin embargo, era un hombre corriente, ampliado en veinte veces, por su oratoria, de tal forma que, aunque los demás hombres corrientes podían entender todos sus objetivos (pues eran exactamente los mismos que los suyos), le veían muy por encima de ellos y extendían sus manos hacia él para adorarle.
En el arte más importante originado en Estados Unidos (junto al cine sonoro y esos espirituales en que los negros expresan su deseo de ir al cielo, a San Luis o, prácticamente a cualquier lugar lejos de las románticas plantaciones de antaño), es decir, en el arte de la publicidad, Lee Sarason no era inferior a maestros tan reconocidos como Edward Bernays, el fallecido Theodore Roosevelt, Jack Dempsey o Upton Sinclair.
Sarason había estado “forjando” (como se decía en la jerga científica) al senador Windrip durante los siete años anteriores a su designación como candidato a la presidencia. Mientras los secretarios y las esposas animaban a los otros senadores (ningún dictador en potencia debe tener nunca una esposa visible y ninguno la ha tenido, excepto Napoleón) para que pasaran de los golpes en la espalda tan rurales a los gestos nobles, voluminosos y ciceronianos, Sarason había animado a Windrip a conservar toda su capacidad para comportarse como un payaso, gracias a la cual (junto con una astucia legal considerable y la resistencia para pronunciar diez discursos al día) se había granjeado el cariño de los votantes ingenuos de su estado natal.
Windrip bailó una danza de marineros ante un avergonzado público académico cuando recibió su primer título honoris causa; besó a la señorita Flandreau en el certamen de belleza de Dakota del Sur; entretuvo al Senado o, al menos, a las tribunas del Senado, con un detallado relato sobre cómo pescar siluros (desde cómo excavar para encontrar el cebo, hasta los efectos fundamentales de una jarra de whisky de maíz); y retó al venerable presidente del Tribunal Supremo a un duelo con tirachinas.
Aunque no era visible, Windrip tenía una esposa; Sarason no, pero tampoco era probable que se casara; y Walt Trowbridge era viudo. La mujer de Buzz se quedó en la casa familiar cultivando espinacas, criando pollos y contándoles a sus vecinos que esperaba mudarse a Washington el año que viene, mientras Windrip informaba a la prensa de que su “Frau” estaba consagrada de una manera tan edificante a sus dos hijos pequeños y al estudio de la Biblia, que resultaba imposible convencerla para que se mudara al este del país.
Pero cuando se trataba de montar una maquinaria política, Windrip no necesitaba ninguna orientación de Lee Sarason.
Donde estaba Buzz siempre había buitres. Su suite de hotel, en la capital de su estado natal, en Washington, en Nueva York o en Kansas City, era como..., bueno, Frank Sullivan sugirió una vez que se parecería a la redacción de un periódico sensacionalista, si se diera el caso imposible de que el obispo Cannon incendiara la catedral de San Patricio, raptara a las quintillizas Dionne y se fugara con Greta Garbo en un tanque robado.
En el “salón” de cualquiera de estas suites, Buzz Windrip se sentaba en mitad de la sala, con un teléfono en el suelo, a su lado, y le gritaba durante horas al aparato (“¡Hola... sí... al habla!”) o a la puerta (“¡Pase, pase!” y “¡Siéntese y descanse los pies!)”. Durante todo el día y toda la noche, hasta el amanecer, bramaba: “Dile que puede coger la factura e irse al infierno” o “Por supuesto, hombre..., encantado de apoyarle..., sin duda..., las corporaciones de servicios públicos han sufrido demasiadas injusticias” o “Dile al Gobernador que quiero que Kippy salga elegido como sheriff, que anule la acusación contra él..., ¡y que se dé prisa!”. Sentado allí de piernas cruzadas, solía llevar un elegante abrigo con cinturón de piel de camello, combinado con una espantosa gorra de cuadros.
Cuando montaba en cólera (por lo menos cada cuarto de hora), pegaba un salto, se quitaba el abrigo (mostrando una camisa blanca impoluta y un lazo negro de oficinista o una camisa de seda amarilla canario con una corbata roja), lo arrojaba al suelo y se lo volvía a poner con una pausada dignidad, mientras gritaba expresando su ira como Jeremías maldiciendo a Jerusalén o como una vaca enferma llorando a la cría que le acaban de arrebatar.
A él acudían agentes de Bolsa, dirigentes sindicales, destiladores, antivisectores, vegetarianos, picapleitos inhabilitados para el ejercicio de la abogacía, misioneros en China, miembros de grupos de presión para la industria eléctrica y petrolífera, así como defensores de la guerra y de la guerra contra la guerra. “¡Jo! ¡Cualquier persona del país que quiere algo viene a verme!”, le gruñía a Sarason. Prometía promover sus causas o conseguirle un puesto en West Point al sobrino que acababa de perder su trabajo en la fábrica de productos lácteos. Prometía a sus colegas políticos que apoyaría sus proyectos de ley si ellos apoyaban los suyos. Concedía entrevistas sobre la agricultura de subsistencia, los trajes de baño sin espalda y la estrategia secreta del ejército etíope. Sonreía y daba palmaditas a sus interlocutores en la espalda y las rodillas. Tras haber hablado con él, casi todos sus visitantes acababan considerándole una figura paternal y le apoyaban para siempre... Los pocos que no lo hacían, en su mayoría periodistas, acababan detestando su persona incluso más que antes de conocerle, pero, aun así, mantenían su nombre vivo en cada columna, gracias a la insólita vehemencia y el colorido de sus ataques hacia él... Cuando llevaba un año de senador, su maquinaria era tan completa, funcionaba tan bien y estaba tan escondida de los pasajeros comunes como las máquinas de un transatlántico.
En las camas de cualquiera de sus suites reposaban, al mismo tiempo, tres chisteras, dos sombreros de oficinista, un objeto verde con una pluma, un bombín marrón, una gorra de taxista y nueve gorros de fieltro normales, de color marrón monacal.
Una vez, en el espacio de veintisiete minutos, habló por teléfono desde Chicago con Palo Alto, Washington, Buenos Aires, Wilmette y Oklahoma City. Otra, en media hora, recibió dieciséis llamadas de clérigos pidiéndole que condenara una sucia obra burlesca y siete de empresarios teatrales y propietarios de inmuebles pidiéndole que la elogiara. A los clérigos les llamaba “doctor”, “hermano” o ambos; a los empresarios, “amigo” y “compadre”; a los dos les ofrecía promesas igual de altisonantes; y, por lealtad, no hacía absolutamente nada por ninguno de ellos.
Normalmente, no hubiera pensado en cultivar