de los otros candidatos parecían una lluvia débil si se comparaban con la tempestad que recibió a los tres ancianos temblorosos y renqueantes. En el estrado, la banda tocaba “Dixie” y “When Johnny Comes Marching Home Again”, aunque no se oyeran. De pie en su silla en mitad del auditorio, como un miembro más de su delegación estatal, Buzz Windrip hacía reverencias sin parar e intentaba sonreír, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a sollozar sin poder contenerse, con lo que el público empezó a llorar con él.
Detrás de los ancianos venían doce legionarios heridos en 1918, a trompicones con sus patas de palo o avanzando con dificultad ayudados por sus muletas; uno iba en silla de ruedas, aunque parecía muy joven y alegre; otro llevaba una máscara negra sobre lo que debía haber sido una cara en otros tiempos. De estos dos, uno portaba una bandera enorme y el otro una pancarta que rezaba: “Nuestras familias hambrientas necesitan la bonificación. Solo queremos justicia. Queremos a Buzz de presidente.”
Guiándoles, no herido, sino erguido, fuerte y decidido, iba el general de división Hermann Meinecke, del ejército de los Estados Unidos. Ninguno de los periodistas más veteranos podía recordar que un soldado en activo hubiera aparecido en público como agitador político. Los miembros de la prensa cuchicheaban: “Ese general irá a la cárcel a menos que Buzz salga elegido, en cuyo caso probablemente le otorgará el título de duque de Hoboken (Nueva Jersey).”
Detrás de los soldados había diez hombres y mujeres con agujeros en los zapatos, vestidos con harapos, que resultaban aún más lastimosos por haber sido lavados y relavados hasta que habían perdido todo el color. Junto a ellos, se tambaleaban cuatro niños pálidos con los dientes podridos; entre todos, conseguían levantar con dificultad una pancarta que proclamaba: “Recibimos ayudas del Estado. Queremos volver a ser seres humanos. ¡Queremos a Buzz!”
Veinte pies por detrás caminaba un solo hombre de altura considerable. Los delegados estiraban el cuello para ver qué vendría después de las víctimas que recibían ayudas. Cuando le vieron, se levantaron gritando y aplaudiendo al hombre solitario. Pocos le habían contemplado en carne y hueso; todos le habían visto cien veces en fotografías de prensa, tomadas entre montones de libros en su estudio, reunido con el presidente Roosevelt y el secretario de Estado, Ickes, estrechándole la mano al senador Windrip y frente a un micrófono (su boca abierta en pleno grito como una trampa oscura y su delgado brazo derecho levantado en un énfasis histérico); todos habían escuchado su voz en la radio hasta que la conocieron como la voz de sus propios hermanos; todos reconocieron al final del desfile de Windrip, atravesando la ancha entrada principal, al apóstol de los hombres olvidados: el obispo Paul Peter Prang.
A continuación, la convención vitoreó a Buzz Windrip durante cuatro horas ininterrumpidamente.
Entre las detalladas descripciones de la convención que enviaron las agencias de noticias, después de los primeros comunicados febriles, un enérgico reportero de Birmingham demostró, con bastante habilidad, que la bandera sureña del veterano confederado había sido donada temporalmente por el museo de Richmond, y la del norte por un distinguido empresario de productos cárnicos de Chicago, que era nieto de un general de la Guerra Civil.
Lee Sarason nunca contó a nadie, excepto a Buzz Windrip, que ambas banderas se habían fabricado en la neoyorquina calle Hester, en 1929, para la obra patriótica Morgan’s Riding, y que las sacó del almacén de un teatro.
Antes de la ovación, mientras el desfile de Windrip se acercaba al estrado, fue recibido por la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, la famosa autora, conferenciante y compositora, que apareció como por arte de magia en el estrado y cantó, con la melodía de “Yankee Doodle”, las siguientes palabras que ella misma había compuesto:
Berzelius Windrip fue a Washington,
Montado en un halcón
Para expulsar al Gran Capital,
Y del Pueblo ser promotor.
Estribillo:
Buzz y Buzz y sigue así.
Se encarga de cuidarnos.
Si no le votas, atención,
¡Serás todo un ingrato!
La Liga de los Hombres Olvidados
No quiere que la olviden.
Viajó a Washington y todos cantaron:
“Aquí huele a podrido”.
Esta misma canción de combate feliz la cantaron en la radio diecinueve divas operísticas diferentes antes de medianoche, unos dieciséis millones de estadounidenses, menos armoniosos, en las siguientes cuarenta y ocho horas, y al menos noventa millones de simpatizantes y opositores en la lucha que se avecinaba. Durante toda la campaña de Buzz Windrip hubo momentos brillantes de humor gracias al juego de palabras entre “ir a Washington” y “lavarse”1. Walt Trowbridge se burlaba, no iba conseguir hacer ninguna de las dos cosas.
Sin embargo, Lee Sarason sabía que, además de esta obra maestra del género humorístico, la causa de Windrip necesitaba un himno más elevado en conceptos y espíritu y más acorde con la seriedad de los cruzados estadounidenses.
Mucho después de que se hubieran apagado los aplausos a Windrip y cuando los delegados habían vuelto a su verdadero trabajo, que consistía en salvar a la nación y degollarse los unos a los otros, Sarason pidió a la Sra. Gimmitch que cantara un himno más sagrado, cuyas palabras había escrito él mismo, en colaboración con un cirujano bastante sorprendente, un tal Dr. Hector Macgoblin.
El Dr. Macgoblin, que pronto se convertiría en un monumento nacional, tenía tanto talento para la distribución de artículos médicos, la crítica de libros sobre educación y psicoanálisis, la preparación de comentarios sobre la filosofía de Hegel, el profesor Guenther, Houston Stewart Chamberlain y Lothrop Stoddard, la interpretación de Mozart al violín, el boxeo semiprofesional y la composición de poesía épica, como para la práctica de la medicina.
¡El Dr. Macgoblin! ¡Vaya hombre!
La oda de Sarason-Macgoblin, titulada “Bring Out the Old-time Musket” (Sacad el mosquete de antaño), se convirtió para el grupo de libertadores de Buzz Windrip en lo que “Giovanezza” significaba para los italianos, “la Canción de Horst Wessel” para los nazis y “La Internacional” para todos los marxistas. Además del público de la convención, millones de personas escucharon por la radio la sonora voz de contralto de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch cantando:
SACAD EL MOSQUETE DE ANTAÑO Oh,
Señor, hemos pecado, nos hemos dormido
Y nuestra bandera yace manchada en el polvo.
Los espíritus del pasado nos llaman, nos llaman,
“Tenéis que vencer a la pereza.” Guíanos, espíritu de Lincoln,
Inspíranos, espíritu de Lee,
Para gobernar el mundo entero por la justicia,
Para luchar por los derechos,
Para intimidar con nuestro poder,
Como hicimos en el sesenta y tres. Estribillo:
Mira, joven con deseos encendidos,
Mira, muchacha de ojos audaces. Guiando nuestras tropas
Retumban los tanques
Y los aviones nublan el cielo. Sacad el mosquete de antaño,
¡Avivad el fuego de antaño! Mira, el mundo entero se está derrumbando,
Terrible, oscuro y atroz.
¡América! ¡Levántate y conquista
El mundo como lo desean nuestros corazones!
“Excelente sentido de la teatralidad. Ni P. T. Barnum ni Flo Ziegfeld podrían haberlo hecho mejor”, reflexionó Doremus mientras estudiaba las copias de la Associated Press y escuchaba la radio que había instalado temporalmente en su oficina. Y mucho después: “Cuando Buzz tome el poder, no montará más desfiles con soldados heridos. Sería contraproducente