Sinclair Lewis

Eso no puede pasar aquí


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acaudalado, le había dejado una gran hacienda cerca de West Beulah, por lo que Buck regresó a casa para cultivar manzanas, criar sementales Morgan y leer a Voltaire, Anatole France, Nietzsche y Dostoyevski. Fue a la guerra como soldado raso, llegó a detestar a sus superiores, rechazó el ascenso a oficial y le gustaron los alemanes de Colonia. Era un buen jugador de polo, pero consideraba la caza con jaurías algo infantil. En materia política, no suspiraba demasiado por los errores de la izquierda pero, en cambio, despreciaba a los tacaños explotadores que se aferraban a sus cargos y sus malditas fábricas. Era lo más parecido a un hacendado rural inglés que se podía encontrar en América. Era soltero y vivía en una gran casa de mediados del período victoriano, bien cuidada por una simpática pareja de negros; un lugar pulcro donde a veces agasajaba a damas no tan pulcras. Se declaraba “agnóstico” en lugar de “ateo”, solo porque odiaba la evangelización de los ateos profesionales, que vociferaban en las calles y hacían proselitismo, armados de folletos. Era cínico, rara vez sonreía y ofrecía una lealtad inquebrantable a todos los Jessup. Al saber que iba a venir al picnic, Doremus se puso tan contento como su nieto David.

      “Quizá, hasta bajo un régimen fascista, ‘el reloj de la iglesia marcará las tres menos diez y, aun así, habrá miel para el té’”1, dijo Doremus, lleno de es peranza mientras se ponía su atuendo rural de tweed, bastante apropiado para un dandi.

      La única mácula en las preparaciones para el picnic fueron las malas pulgas del jardinero, Shad Ledue. Cuando le pidieron que diera vueltas al congelador para helados masculló: “¿Por qué demonios no os compráis un congelador eléctrico?” Se quejó, para que le oyeran, del peso de las cestas para el picnic y, al pedirle que limpiara el sótano cuando se hubieran ido, solo contestó con una silenciosa mirada llena de ira.

      “Deberías deshacerte de ese tal Ledue”, recalcó el abogado Philip, hijo de Doremus.

      “Ah, no sé”, respondió Doremus. “Quizá no lo haga por pereza. Pero siempre me digo a mí mismo que estoy realizando un experimento social, intentar enseñarle a ser tan refinado como el típico hombre de Neandertal, o quizá es que me da miedo; es el típico campesino vengativo que prendería fuego a los graneros... ¿Sabes que suele leer, Phil?”

      “¡No!”

      “Pues, sobre todo, revistas de cine con mujeres desnudas e historias del oeste, pero también lee los periódicos. Me dijo que admiraba muchísimo a Buzz Windrip; que será el próximo presidente y, entonces, todo el mundo ganará cinco mil dólares al año (con lo que, me temo, quiere decir él solo). No hay duda de que Buzz tiene un buen grupo de filántropos como seguidores.”

      “Bueno, escucha, papá. No entiendes al senador Windrip. Vale que resulta algo demagógico; alardea mucho de cómo aumentará el impuesto sobre la renta y se apropiará de los bancos, pero al final no lo hará. Eso solo es miel para las moscas. Lo que sí hará (y quizá sea el único capaz de hacerlo) es protegernos de esa panda de asesinos, ladrones y mentirosos: los bolcheviques, que nos... Bueno, les encantaría meternos a todos los que vamos a disfrutar de este picnic, a toda la gente decente y limpia que está acostumbrada a la privacidad, en habitaciones compartidas y obligarnos a cocinar la sopa de repollo en un hornillo de queroseno junto a la cama. Sí. ¡O quizá, ‘liquidarnos’ totalmente! No, señor. ¡Berzelius Windrip es el tipo que cerrará el paso a los sucios y traicioneros espías judíos que se disfrazan de liberales estadounidenses!”

      “La cara es la de mi hijo Philip, bastante competente, pero la voz es la del antisemita Julius Streicher”, suspiró Doremus.

      El terreno para el picnic se encontraba entre rocas grises y decoradas con líquenes que recordaban a Stonehenge, frente a un bosquecillo de abedules situado en lo alto del monte Terror, en la granja de las tierras altas propiedad de Henry Veeder, primo de Doremus y un vermontés sólido y reservado de los de antaño. Podían ver, a través de la brecha de una montaña lejana, el tenue mercurio del lago Champlain y, al otro lado, la mole de los Adirondacks.

      Davy Greenhill y su héroe, Buck Titus, luchaban en el pasto resistente a las heladas. Philip y el Dr. Fowler Greenhill, el yerno de Doremus (Phil, llenito y medio calvo, con treinta y dos años, y Fowler, con el cabello y el bigote agresivamente pelirrojos), discutían sobre las ventajas del autogiro. Doremus estaba tumbado con la cabeza apoyada en una roca, su gorra protegiéndole los ojos, y miraba fijamente hacia abajo, al paraíso del valle de Beulah (no podía haberlo jurado, pero le pareció ver un ángel flotando en la resplandeciente capa superior del aire, por encima del valle). Las mujeres (Emma, Mary Greenhill, Sissy, la esposa de Philip y Lorinda Pike) estaban colocando el almuerzo (una olla de judías con carne de cerdo curada y crujiente, pollo frito, patatas calientes con picatostes, galletas para el té, jalea de manzanas silvestres, ensalada y una tarta de pasas) encima de un mantel rojo y blanco, extendido sobre una roca plana.

      Si no fuera por los automóviles aparcados, la escena bien podría estar ambientada en la Nueva Inglaterra de 1885. Solo faltarían las mujeres con elegantes sombreros y vestidos de estrechos corsés, cuellos altos y sobrefaldas; y los hombres, con patillas y sombreros de paja canotier, con lazos colgando; además, la barba de Doremus no estaría recortada, sino que caería como un velo nupcial. Cuando el Dr. Greenhill derribó al primo Henry Veeder (un granjero de la época anterior a Ford, corpulento pero aún bastante tímido, que vestía un peto limpio y gastado), el tiempo volvió a convertirse en algo que no se podía comprar, seguro y sereno.

      La conversación rezumaba una cómoda trivialidad y un afectuoso hastío victoriano. Por más que Doremus se preocupara por “las circunstancias” o Sissy anhelara veleidosamente la presencia de sus pretendientes, Julian Falck y Malcolm Tasbrough, no había nada moderno ni neurótico, nada con un deje a Freud, Adler, Marx, Bertrand Russell, ni a cualquier otra divinidad de la década de 1930, cuando la maternal Emma charló con Mary y Merilla sobre sus rosales (que se habían helado), de los nuevos arces jóvenes que los ratones de campo habían roído, de la dificultad que entrañaba hacer que Shad Ledue trajera suficiente leña a la chimenea y de cómo este se atiborraba de chuletas de cerdo, patatas fritas y pastel durante el almuerzo que comía en casa de los Jessup.

      Y las vistas. Las mujeres hablaban sobre las vistas como los recién casados solían hablar en las cataratas del Niágara durante su luna de miel.

      David y Buck Titus jugaban a los barcos sobre una roca levantada, que era el puente de mando; David era el capitán Popeye, y Buck, su contramaestre. Incluso el Dr. Greenhill, ese impetuoso cruzado que enfurecía constantemente a la junta de salud del condado, denunciando el deplorable estado de las granjas pobres y el hedor que salía de la prisión comarcal, estaba holgazaneando al sol y, con gran concentración, se entretenía haciendo que una desafortunada hormiga corriera sin parar por una ramita. Su esposa, Mary (golfista, ganadora del segundo puesto en los torneos estatales de tenis y anfitriona de cócteles elegantes, pero no demasiado alcohólicos, en el club de campo; aquella mujer que combinaba una magnífica ropa de tweed marrón con una bufanda verde), parecía haber regresado con dignidad al campo doméstico de su madre y consideraba la receta de unos sándwiches de apio y roquefort, elaborados con galletitas saladas, como un asunto muy importante. Volvía a ser la hermosa hija mayor de los Jessup, de vuelta en la casa blanca con tejado abuhardillado.

      Foolish, tumbado de espaldas mientras movía estúpidamente las cuatro patas, era el más tradicional de todos desde un punto de vista bucólico.

      El único destello de conversación seria fue cuando Buck Titus le gruñó a Doremus: “Últimamente tienes a cantidad de mesías disparándote desde los matorrales: Buzz Windrip, el obispo Prang, el padre Coughlin, el Dr. Townsend (aunque este parece haber regresado a Nazaret), Upton Sinclair, el reverendo Frank Buchman, Bernarr MacFadden, William Randolph Hearst, el Gobernador Talmadge, Floyd Olson, etc. ¡Oye! Seguro que el mejor mesías de todo este espectáculo sería aquel negro, el padre Divine. No solo promete que va a alimentar a los desfavorecidos durante diez años a partir de hoy, sino que les reparte los muslos fritos y las mollejas junto con la Salvación. ¿Qué te parecería como presidente?”

      Julian Falck apareció de la nada.

      Este joven, que el año pasado había estudiado primero en Amherst,