puro. Tenía una ascendencia escocesa-inglesa procedente de la protestante Nueva Inglaterra, mientras que Coughlin siempre resultaba un poco sospechoso en las regiones de venta por catálogo, ya que era un católico romano con un agradable acento irlandés.
Ningún hombre en la historia ha tenido nunca un público tan extenso como el obispo Prang (ni tanto poder evidente). Cuando exigía a sus oyentes que telegrafiaran a sus congresistas para que votaran sobre un proyecto de ley como hacía él, Prang, ex cátedra y solo, sin la ayuda de ningún colegio cardenalicio, creía por inspiración que debían votar, entonces cincuenta mil personas llamaban por teléfono o conducían por barrizales de mala muerte hasta la oficina de telégrafos más cercana y, en su nombre, daban sus órdenes al Gobierno. Así, gracias a la magia de la electricidad, Prang consiguió que la posición de cualquier rey histórico pareciera un poco absurda y decorativa.
Enviaba a millones de miembros de la Liga cartas mimeografiadas con la firma facsímil y un encabezamiento impreso, con tanto arte que estos se alegraban de haber recibido un saludo personal del fundador.
Doremus Jessup, en las montañas rurales, nunca pudo entender del todo qué doctrina política proclamaba a bramidos el obispo Prang desde su Sinaí particular, el cual, gracias a su micrófono y sus revelaciones mecanografiadas y sincronizadas a la perfección, resultaba mucho más vigoroso y eficaz que el Sinaí original. Básicamente, predicaba la nacionalización de los bancos, las minas, la energía hidráulica y el transporte; la limitación de los ingresos; el aumento de los salarios, el fortalecimiento de los sindicatos y una distribución más fluida de los bienes de consumo. Sin embargo, ahora todo el mundo se apuntaba al carro de estas nobles doctrinas, desde los senadores de Virginia hasta los laboriosos granjeros de Minnesota, aunque nadie era tan inocente como para esperar que se llevaran a cabo.
Por ahí pululaba la teoría de que Prang constituía únicamente la humilde voz de su inmensa organización: “La Liga de los Hombres Olvidados.” En todas partes se creía que estaba compuesta por veintisiete millones de miembros (aunque todavía ninguna empresa de censores jurados había examinado sus listas), así como por una amplia gama de funcionarios nacionales, estatales y municipales, y por auténticas hordas de comités con nombres majestuosos como el “Comité Nacional para la Recopilación de Estadísticas sobre el Desempleo y la Capacidad de Empleo Normal en la Industria de la Soja”. El obispo Prang pronunciaba sus discursos ante audiencias de veinte mil personas en las grandes ciudades de todo el país, no con la voz tranquila y débil de Dios, sino con toda su altiva persona; hablaba en enormes salas para celebrar combates de boxeo profesional, fábricas de armas, cines, campos de béisbol y carpas de circo. Después de los encuentros, sus enérgicos ayudantes aceptaban solicitudes de ingreso y donativos para la Liga de los Hombres Olvidados. Cuando sus tímidos detractores insinuaron que todo sonaba muy romántico, jovial y pintoresco, pero que no resultaba especialmente digno, el obispo Prang respondió, “mi maestro se deleitaba hablando en cualquier asamblea que le escuchara, independientemente de su vulgaridad”. Nadie se atrevió a contestarle, “pero usted no es su maestro, al menos no todavía”.
A pesar de las florituras de la Liga y sus asambleas en masa, nunca se fingió que los principios de la organización, ni las presiones al Congreso y al presidente para que aprobara algún proyecto de ley en concreto, procedieran de otra persona que del mismísimo Prang, sin la colaboración de los comités ni los funcionarios de la Liga. Aunque hablaba con suavidad y bastante frecuencia sobre la humildad y la modestia del Salvador, todo lo que quería Prang era que ciento treinta millones de personas le obedecieran incondicionalmente a él, su rey-sacerdote, en todo lo relativo a su moralidad en el terreno privado, sus declaraciones públicas, cómo debían ganarse la vida y qué relación debían tener con otros asalariados.
“Y eso”, refunfuñó Doremus Jessup mientras disfrutaba de la piedad escandalizada de su esposa Emma, “es lo que convierte al hermano Prang en un tirano peor que Calígula y en un fascista peor que Napoleón. Pero, ¡cuidado! Yo no creo realmente en todos esos rumores que afirman que desvía los fondos procedentes de las cuotas de los socios, la venta de panfletos y las donaciones, para pagar su espacio en la radio. ¡Es mucho peor! ¡Me temo que se trata de un fanático honesto! Por eso constituye una amenaza fascista tan real. Es tan condenadamente humanitario y tan noble, que la mayoría de la gente está dispuesta a dejarle dirigir todo. Y con un país de este tamaño, eso sería una tarea enorme. Sí, cariño, incluso para un obispo metodista que recibe los suficientes regalos como para ‘comprar tiempo’.”
Desde el principio, Walt Trowbridge, el posible candidato republicano a la presidencia, que padecía la desventaja de ser honesto y poco propenso a prometer milagros, insistió en que vivimos en los Estados Unidos de América y no en una autopista dorada hacia la utopía.
Dicho realismo no resultaba nada excitante, así que Doremus Jessup se tiró toda esa semana lluviosa de junio, con los manzanos en plena floración y los lilos marchitándose, esperando la próxima encíclica del papa Paul Peter Prang.
Conozco a la prensa demasiado bien. Casi todos los directores de periódicos se esconden en nidos de arañas. Se trata de hombres que no piensan en la familia, el interés público ni el humilde placer de salir de excursión al aire libre. Se pasan el día tramando cómo pueden extender sus mentiras, fomentar sus posturas y llenarse con ansias los bolsillos, calumniando a los hombres de estado que han dado todo por el bien común y son vulnerables porque destacan en la intensa luz que rodea al Trono.
La hora cero, Berzelius Windrip.
LA MAÑANA de junio estaba radiante, los últimos pétalos de las flores de los cerezos silvestres se extendían cubiertos de rocío entre la hierba y los tordos americanos se afanaban en sus enérgicas tareas por el césped. Doremus, que por naturaleza amanecía tarde y remoloneaba después de que le despertaran a las ocho, se sintió estimulado para saltar de la cama y estirar los brazos totalmente cinco o seis veces, siguiendo los ejercicios de gimnasia sueca frente a su ventana mientras observaba el valle del río Beulah, con sus oscuras masas de pinos en las laderas a tres millas de distancia.
Durante los últimos quince años, Doremus y Emma tenían su propio dormitorio cada uno, aunque a ella no le gustara del todo. Él afirmaba que no podía compartir su dormitorio con ninguna persona viva, pues hablaba en sueños y le gustaba darse la vuelta en la cama, alzándose y golpeando la almohada con fruición, sin sentir que estaba molestando a nadie.
Era sábado, el día de la revelación de Prang, pero en esta cristalina mañana, tras varios días de lluvia, no pensó en Prang para nada, sino en que Philip, su hijo, había aparecido con su esposa desde Worcester para pasar el fin de semana y que todo el grupo, incluidos Lorinda Pike y Buck Titus, iba a organizar un “auténtico picnic familiar a la antigua usanza”.
Todos lo deseaban, incluso la moderna Sissy, que, con dieciocho años, estaba muy interesada en las meriendas después de las clases de tenis, el golf y los misteriosos paseos en automóvil a toda velocidad con Malcolm Tasbrough (a punto de acabar el instituto) o Julian Falck, estudiante de primer año en Amherst y nieto del párroco episcopaliano. Doremus había refunfuñado que no podía ir a ningún maldito picnic; su trabajo, como director de un diario, consistía en quedarse en casa para escuchar el programa del obispo Prang a las dos. Pero ellos se habían reído de él y le habían despeinado y fastidiado hasta que prometió que iría... Lo que no sabían era que Doremus era listo y había pedido prestada una radio portátil a su amigo, el padre Stephen Perefixe, el sacerdote católico local; ¡iba a escuchar a Prang tanto si les gustaba como si no!
Se alegró de que Lorinda Pike (tenía mucho cariño a aquella santa sarcástica) y Buck Titus, quizá su amigo más íntimo, se apuntaran al plan.
James Buck Titus, que tenía cincuenta años pero parecía tener treinta y ocho, era un hombre moreno y erguido, de anchos hombros, cintura fina y bigote largo. Parecía un americano a la antigua usanza, tipo Daniel Boone, o quizá uno de los capitanes de caballería que luchaban contra los indios retratado por Charles King. Se había