y supo controlar la zona. Regresó a fines de 1503.
La tercera gran aventura la corrió en 1505 Francisco de Almeida, primer virrey de la India, con otra poderosa flota. El viaje resultaba cada vez más fácil, por el conocimiento de las rutas y de los monzones, y por la fundación de establecimientos portugueses en la costa de África (Guinea, Angola, zona de El Cabo, Madagascar, Mozambique). Almeida estableció nuevas colonias en la India y envió a Antonio de Abreu para la conquista de la lejana Malaca, en cuya empresa participó un militar valeroso y de fuerte carácter, llamado Fernando de Magallanes. Almeida derrotó a los musulmanes en la mayor batalla naval registrada en aquellas aguas, frente a Diu. Ya no había enemigos de peligro. El imperio lusitano regido entonces por la figura de don Manuel el Afortunado, se extendía por las costas de África —de Ceuta a Mozambique— y por las del sur de Asia. No era un imperio territorial, sino marítimo y comercial, jalonado de pequeñas colonias y fortalezas que aseguraban el dominio. La hazaña de los navegantes portugueses, que habían llegado más lejos que ningún otro, después de correr las más extraordinarias aventuras, mereció uno de los poemas épicos más sonoros de los tiempos modernos, Os Lusiadas de Luis de Camoens.
La verdad: la India no era el país riquísimo que contaban las leyendas, sin que dejaran de existir riquezas. Los portugueses comerciaban también con los malayos, los annamitas —digamos vietnamitas— e indirectamente con los mismos chinos: China, otro país inmenso, regido entonces por la dinastía Ming, contenía innumerables riquezas, pero había prohibido rigurosamente la entrada a extranjeros. Los portugueses, a través de intermediarios, lograron sin embargo comprar porcelanas, seda, tapices, que se vendían espléndidamente en Europa. Desde Malaca empezaron a tener noticias del origen de otra mercancía de valor fabuloso en aquellos tiempos: las especias —la canela, el clavo, la nuez moscada—, que crecían en unas islas aún no descubiertas, las Molucas, o islas del Maluco, pero que algunos mercaderes transportaban hasta Malaca. Uno de los que soñaban con la conquista de las Molucas era Fernando de Magallanes. Nunca lo conseguiría, pero pasaría a la historia.
Las exploraciones españolas
En 1500 trazó Juan de la Cosa el primer mapa de América. Seis años antes había discutido con Colón sobre la naturaleza de Cuba. Para el descubridor era una península de la costa oriental de Asia, no lejos de China o formando parte de China misma; para Cosa era una isla. Desde entonces ambos hombres no se entendieron. En el precioso mapa se representan las costas de Norteamérica, tal como las había explorado Juan Caboto, y las de Sudamérica, de acuerdo con las descripciones de Alonso Niño, Rodrigo de Bastidas, Vicente Yáñez Pinzón, Cristóbal Guerra y el portugués Cabral. Estaba claro que se trataba de dos grandes continentes, que nada tenían que ver con la India. ¿Y en el centro? Con cierta prudencia, o tal vez con un deje de ironía, Juan de la Cosa dibuja tapando lo que es América Central una estampa de san Cristóbal. No se sabía aún lo que había allí. Colón esperaba encontrar un estrecho; Cosa lo dudaba. En el fondo, al dibujar sobre la zona desconocida una estampa de san Cristóbal, quizá deja la resolución del secreto a «don Cristóbal». Dos años más tarde, el famoso navegante se estrellaría contra las costas de América Central en un intento desesperado y de resultados desastrosos —perdió todos sus barcos— por obra de las tempestades. El estrecho no aparecía por ninguna parte.
América, en los primeros lustros del siglo XVI, aún no había mostrado sus inmensas posibilidades. Era un territorio enorme, pero ya era seguro que no formaba parte de las Indias, aunque por mucho tiempo siguiera llamándose así (y sus aborígenes siguen llamándose «indios»). En 1508, Fernando el Católico reunió la Junta de Burgos para decidir lo que había que hacer. A ella concurrieron los más famosos navegantes que aún continuaban vivos: Vicente Yáñez Pinzón, Américo Vespucci, Juan de la Cosa y Juan Díaz de Solís, junto con Sancho Matienzo, responsable de la Casa de Contratación, y Juan Rodríguez Fonseca, encargado de organizar las expediciones. Era preciso tomar una determinación que podría resultar decisiva en la historia: ¿continuamos la exploración y conquista del Nuevo Mundo, o buscamos un paso a través de él que nos conduzca a las riquísimas tierras del Extremo Oriente para coronar el designo de Colón? La inmensa vitalidad de que entonces se sentían poseídos los españoles les llevó a una conclusión ambiciosa: realizarían las dos empresas a la vez. Y lo que son las paradojas de la historia: la expedición destinada a buscar un paso entre las Américas que permitiese llegar a un nuevo mar acabó desembocando en la primera gran conquista continental del Nuevo Mundo, en tanto que la que pretendía la primera penetración en el continente terminó con el descubrimiento del nuevo mar.
Efectivamente, en 1508 y 1509, Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón exploraron la parte que parecía más frágil de América, lo que son ahora Costa Rica, Nicaragua, el gran entrante de Honduras (¿al fin un paso?: no lo había), la península de Yucatán, el cabo Catoche y la entrada al golfo de México. Allí tomaron contacto con lo que quedaba de la cultura maya, y tuvieron noticia de un pueblo muy poderoso que dominaba grandes tierras en el interior. Era el imperio o confederación azteca, que años más tarde se encargaría de conquistar Hernán Cortés. Por su parte, la expedición de Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, en 1509, a «Tierra Firme», en la comarca llamada Castilla del Oro (Venezuela y la costa atlántica de Colombia) tropezó con dificultades por la fiereza de los indios, que combatían con flechas envenenadas. Al fin se establecerían en la costa de Darién (actual Panamá) y fundarían la ciudad de Nombre de Dios. Allí oirían hablar de un extenso y desconocido mar que se encontraba más allá de las montañas. En 1513, Vasco Núñez de Balboa, después de increíbles hazañas entre tribus hostiles o amigas según las circunstancias, y por difíciles caminos, llegaría a divisar desde lo alto el nuevo mar. Cuando pudo descender y llegar a la orilla, se internó en las aguas y con ellas hasta la cintura y el pendón desplegado, tomó posesión del nuevo océano en nombre de Castilla. Había mar más allá de América. Una nueva aventura era posible en la sorprendente era de los descubrimientos.
Desde entonces, los planteamientos cambiaron. Con independencia de la conquista del Nuevo Mundo, era posible explorar el nuevo océano y conocer las dimensiones exactas del planeta. Balboa había llamado al nuevo océano Mar del Sur: y es que, efectivamente, ese océano se encuentra al sur para un habitante del Panamá. Magallanes lo rebautizaría como Mar Pacífico por la aparente tranquilidad de sus aguas. Dos denominaciones erróneas, por más que la segunda se haya mantenido hasta hoy. Pero he aquí la gran interrogante: ¿ese océano era el Índico, que ya conocían los antiguos y por el que entonces estaban navegando los portugueses? ¿Era un océano nuevo y desconocido? ¿Cómo de grande es el mundo? Tal era el nuevo reto que se ofrecía a la curiosidad —y qué duda cabe, también a la ambición— del hombre de Occidente.
Ya en 1512 Fernando el Católico, fundándose en las distancias exageradas que alegaban los portugueses que había hasta la India, y, más allá, hasta Malaca, intuyó la posibilidad de que parte de aquellas tierras correspondiesen al hemisferio español. De acuerdo con recientes investigaciones, entre las que se cuenta un interesante trabajo de Ricardo Cerezo, el Rey Católico encargó a Díaz de Solís explorar dando la vuelta a África por el Cabo de Buena Esperanza hasta más allá de los territorios explorados por los portugueses. No se trataba de disputar nada a nuestros vecinos, sino de llegar más lejos que lo asignado a ellos, utilizando el mismo camino. ¡Es la primera vez que se hace mención del antimeridiano! Si la Tierra es redonda, hay una línea divisoria por este hemisferio y otra equivalente por el opuesto. Las protestas de Portugal exigiendo que cada cual siguiese por su camino— y el sensacional descubrimiento del Pacífico por Balboa— dieron un nuevo sesgo al problema: había que buscar, una vez más, un paso hacia el nuevo mar por el camino del Oeste, más allá de América.
Una pregunta ingenua: si no parece existir ese paso, ¿por qué no conquistar América y construir barcos en el Pacífico? La empresa no era fácil, y exigía largo tiempo. De hecho, después de 1525, todas las expediciones españolas al Pacífico se realizaron desde las costas occidentales americanas, primero desde México, luego, en la segunda mitad del siglo XVI, desde Perú. De momento, tal empresa era irrealizable, por más que los españoles hicieron la hombrada increíble de transportar un pequeño navío —eso sí, convenientemente despiezado— a hombros desde el Atlántico al Pacífico, a través