muy bien y hacen su relato más interesante. Había venido a España acompañando al nuncio papal, y aquí se manifestó inmediatamente su enorme interés por la aventura de los viajes de descubrimiento de nuevas tierras allende el océano. Tenía solo 28 años cuando conoció a Magallanes y se entusiasmó con su idea. Debió contar con personas de influencia cuando logró enrolarse en la tripulación sin ninguna dificultad, a título de «sobresaliente», es decir, de viajero libre y sin una misión fija. Tal vez debió convencer a Magallanes de su capacidad para escribir una buena crónica de cuanto iba a suceder, y publicarla para conocimiento del mundo. El hecho es que por su simpatía, su fidelidad y su facilidad para conectar con la gente supo ganarse el afecto del jefe —a quien por su parte adoraba— hasta el punto de que en la gesta no parece haber otro héroe que Magallanes.
Pigafetta escribe con soltura, da muestras de una curiosidad sin límites, se interesa por cuanto acontece, y posee dotes indudables de reportero, incluidas algunas tan poco fiables como el sensacionalismo, la exageración o la mezcla de realidades interesantes con leyendas no menos interesantes, pero muy poco creíbles. No solo es un precedente del reportero moderno, tal como hoy lo entendemos, sino que tiene mucho de etnólogo y antropólogo: le interesan extraordinariamente el aspecto físico, las costumbres, las formas de vida, las concepciones y la cultura de aquellos indígenas con los que se va topando a lo largo de su vuelta al mundo. Posee un indudable don de lenguas, hasta el punto de que a los pocos días de entrar en contacto con una tribu, es un intérprete tan valioso o más que Enrique de Malaca, el esclavo que para esa función llevaba Magallanes. Interesado por las lenguas, nos proporciona ricos vocabularios de varias culturas, la de los charrúas y guaraníes, de los tehuelches patagones, de los filipinos, de los moluqueños. Con una cierta dosis de morbo periodístico, gusta de relatar las costumbres sexuales de los pueblos que conoce: pero ese era un detalle sumamente llamativo para la curiosidad del hombre renacentista. Es el momento —qué importante en la historia— en que el mundo europeo conoce otros mundos, otros hombres, otras formas de ser, que hasta entonces, en su concepción unitaria, no podía imaginar; y, asombrado, exagera las diferencias.
Qué duda cabe de que Pigafetta exagera en esto como en todo. No siempre es creíble, y lo malo del caso es que le han creído no solo los lectores de su tiempo, sino otros muy posteriores, incluso algunos actuales. ¿Hasta qué punto busca el detalle sensacional para llamar más la atención? ¿Incluye leyendas imposibles solo para hacer más apasionante su relato, sin ánimo deliberado de engañar? ¿O le engaña su propia imaginación? La verdad es que la literatura de viajes renacentista (y también los dibujos o grabados que se conservan) gustan de representar seres mitológicos, monstruos estrafalarios y hombres gigantes, enanos, con un solo pie enorme, que por cierto les sirve para dormir la siesta a su sombra, o con un solo ojo como los cíclopes, o dotados de grandes orejas que les caen hasta el suelo. Frente a estas monstruosidades, la imaginación y la credulidad de Pigafetta se desatan; no llega a todos los dislates de las viejas mitologías, eso es cierto, pero no por eso deja de representarnos seres peregrinos o animales monstruosos, desde aves capaces de llevar en sus garras un elefante hasta hojas verdes dotadas de vida, que se pasean delante de él como si fueran grandes insectos. Un detalle imperdonable en Pigafetta: su devoción a Magallanes le impide valorar las hazañas de los demás, y sobre todo le hace ignorar al otro héroe de la expedición, Juan Sebastián de Elcano. Se las arregla para no mencionarle siquiera. Como si no existiese. Sin duda por eso, o porque en la nao Victoria no dispone de un lugar adecuado para escribir, su información de la última parte del viaje se queda en unos cuantos párrafos, la mayor parte de ellos más fantasiosos que narrativos. El relato de Pigafetta es el más extenso y en cierto modo, por su sentido «periodístico», valga la palabra, el más interesante de cuantos poseemos de los viajeros o los coetáneos al viaje. Muchas de sus informaciones son de valor inestimable, otras solo satisfacen la curiosidad de los lectores —los de entonces y algunos de ahora— por su valor anecdótico y por su portentosa imaginación. El historiador sabe distinguir entre la realidad y el mito, y por lo general establece esta fundamental diferencia a la hora de utilizar el contenido del relato. Otro inconveniente tiene el texto del italiano, y a él acabamos de referirnos: es la desigual dedicación a los hechos, con una especial preferencia por aquellos que ocurren mientras es algo así como el niño mimado de Magallanes y puede escribir con su complacencia y hasta por su encargo. Comprendámoslo. Pero lo que ocurre es que muchos autores que utilizan preferentemente como fuente primaria el relato pigafettiano, caen inconscientemente en la misma desigualdad informativa. Qué poco se nos dice sobre Timor, sobre la isla Amsterdam, sobre la emocionante travesía del Índico, sobre la lucha a vida o muerte durante el paso del cabo de Buena Esperanza, sobre el larguísimo viaje por el Atlántico sur y la zona ecuatorial hasta la peligrosísima recalada en Cabo Verde. He hecho todo lo posible por complementar estas lagunas lamentables con otras fuentes de información, escritas o naturales, que nos ayuden a reconstruir la realidad histórica con el mismo ritmo y la misma extensión que aquellas que se conocen más por extenso. Si el lector advierte mi esfuerzo por encontrar la debida compensación en el ritmo del relato, no me pesará en absoluto.
Completamente distinto al librito de Pigafetta es el derrotero de Francisco Albo, piloto de la Trinidad, más tarde de la Victoria. Es un relato preciso de situaciones, rumbos, dirección del viento cuando procede, o estado de la mar. Albo calcula la latitud por la altura del sol, una técnica que es necesaria cuando no se ve la estrella Polar. Los navegantes españoles, que casi nunca abandonaban el hemisferio norte cuando tenían que ir al Nuevo Mundo, acostumbraban a tomar medida por la Polar. Albo opera como los portugueses, y acierta con una precisión muy aceptable para aquellos tiempos. Probablemente utilizaba para situarse la técnica del «punto de escuadra». No se equivoca excepto en la espera interminable de la llegada al cabo de Buena Esperanza: ¡era tal y tan dramática la necesidad para aquellos navegantes! Pero en cuanto le es posible, corrige su posición. Nos proporciona pocos detalles sobre la marcha de la expedición, los sucesos ocurridos, la idiosincrasia de los naturales de las islas, las enemistades y reyertas que están a punto de dar al traste con la aventura. Con todo, describe mejor la exploración del Río de la Plata, los escasos hallazgos de islas en el Pacífico, o lo ocurrido en las Molucas o en el Índico, que el mismo Pigafetta: pero está claro que no se propone escribir una crónica. ¡Ni siquiera da noticia de la muerte de Magallanes! Una omisión tan llamativa que hace suponer que no se llevaba bien con él; muy probablemente era amigo de Elcano, y detalla mejor que nadie la extraordinaria aventura de la navegación por el Índico sur, la travesía del Cabo, la recalada obligada y dramática en Cabo Verde: es decir, la odisea de Elcano, que Pigafetta desprecia. En este sentido, puede pensarse que es un complemento de la información de Pigafetta, dentro, por supuesto del laconismo de su estilo y de la escasez de sus detalles.
Lo que falta en Pigafetta ha de ser también complementado por otras fuentes de historia, escritas o naturales. Sin embargo, es curioso, Albo tampoco menciona a Elcano una sola vez, un silencio que, por otra parte, quién sabe, podría ser conjeturalmente revelador. Una explicación un poco audaz, pero sugestiva es la que supone el americanista Juan Pérez de Tudela: el derrotero de Albo es del propio Elcano, o por lo menos es él quien lo concluyó, en colaboración con el piloto. Pérez de Tudela se basa en la concisión del escrito, propia del estilo del guipuzcoano, y en frases como «me tiraron las aguas al nordeste», «debí caminar cuarenta y cinco leguas», o después: «mandé que fueran al oeste», que no pueden atribuirse más que al comandante de la nave. Que Elcano colaborase en la redacción del derrotero —incluido el emocionante rodeo a las Azores— es perfectamente posible, pero seguramente nunca se podrá probar. Ninguna fuente nos permite reconstruir la ruta de las naves magallánicas como este pequeño relato lleno de tecnicismos de la época. Otro detalle curioso: no comienza hasta la llegada a la costa brasileña, en noviembre de 1519. O se perdieron las primeras páginas, o el supuesto Albo no tomó la altura hasta entonces.
Otro piloto, Ginés de Mafra, al parecer jerezano, tal vez pariente de Juan Rodríguez Mafra, que viajó dos veces con Colón, navegó con Magallanes y fue hecho prisionero en las Molucas por los portugueses. Repatriado en 1526, hizo otra descripción del viaje, que no se conserva íntegramente. Tiene puntos interesantes, aunque el relato puede estar interpolado, o con añadidos posteriores. Es curioso, llama al jefe Sebastián de Magallanes, fundiendo inconscientemente los nombres de los dos héroes, quizá por algún error del copista. Su relato