Carlos Bassas Del Rey

Cielos de plomo


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de palabras, un sisar por error la bolsa a un recién protegido, aunque dudaba de que alguien tan experimentado como él hubiera cometido semejante error.

      Algunos burgueses y comerciantes, cansados de la sangría a la que se veían sometidos a diario, se avenían a pagar un canon mensual a Tarrés a cambio de protección, lo que los convertía en intocables. Todos sabíamos quiénes eran, de modo que, de ser el caso, el cuerpo de Víctor se pudriría bajo tierra y nadie movería un dedo por vengarle.

      Todo el mundo agacharía la cabeza.

      Todos callarían.

      Menos yo.

      Cuando entras en la Tinya, haces un juramento de sangre, pero aquella mañana yo hice otro. Uno más sagrado: fuera quien fuese el culpable, pagaría con la misma moneda. Y a tales efectos me procuré una buena navaja pastora, algo tosca de mango y sin virolas, pero que, llegado el día, cumpliría con un buen destripamiento. Para tal fin se la había sustraído a un vendedor ambulante, más pendiente de una criada que de su propio género, cerca de la plaza de la Lana. El pobre debía de creer que tenía alguna posibilidad, aun con su ojo vago y su boca vacía; ni siquiera el rictus de profundo desagrado —de asco más bien— de la chica le había disuadido de seguirla con la mirada mientras le regalaba cierto gesto obsceno. Por suerte para mí, sus ínfulas de seductor habían redundado en mi beneficio.

      Y allí estaba yo, con aquel instrumento de muerte recién sisado en la cintura, cuando le vi venir. Se abría paso entre carros, puestos y viandantes con aires de señorito. Él sí era todo un seductor. Nena, criada o señora con la que se cruzaba, nena, criada o señora a la que dedicaba una amplia sonrisa, siempre correspondida en distintos grados. Pero a pesar de su buen porte y andar estudiado, no podía disimular que tanto su calzado como sus pantalones, la camisa y la chaqueta, elegante pero gastada, eran de ropavejero.

      Se llamaba Andreu Vila, un gacetillero con ínfulas al que había proveído de información —y alguna que otra cosa menos confesable— más de una vez. Desde que le habían echado de El Constitucional, malvivía escribiendo folletines y ciertas novelitas de marcado carácter pornográfico con seudónimo. Eso sí, aún conservaba alguna que otra amistad entre las élites, masculinas y femeninas. Porque si algo caracterizaba a Andreu era su instinto de supervivencia: no le importaba si quien le requería en su salón —o en su cama— era señora o señor, amo o criada.

      —He oído por ahí que un sereno se ha topado con un muerto esta mañana. ¿Qué sabes? —me preguntó mientras paseaba un maravedí por los nudillos.

      Su otra especialidad eran los relatos de cordel y las historias de crímenes, cuanto más escabrosos mejor. «A la gente le gusta la desgracia ajena, chaval, qué le vamos a hacer», solía decir.

      —Nada —contesté.

      —Sería la primera vez.

      —Siempre hay una primera.

      —Raro, porque el cuerpo ha aparecido en vuestro territorio.

      No me apetecía que la muerte de Víctor acabara deleitando la mente oscura de alguno de sus lectores.

      —Pues será —contesté con la intención de zanjar el asunto, por mucho que fuera consciente de que mi negativa alimentaría aún más su interés.

      —Le conocías. —Cayó al fin.

      No hizo falta que le dijera nada. Cada uno carga con la pena a su modo. A unos se les descubre nada más verlos, a otros, en cambio, apenas se les intuye; y luego están aquellos que logran enterrarla junto a la caja. Yo era de los primeros por aquel entonces.

      —Está bien —dijo mientras me deslizaba la moneda en el bolsillo—. Hagamos un trato: si tú me ayudas, yo te ayudo. Piénsatelo.

      Sopesé la oferta mientras se alejaba. Sabía que, más temprano que tarde, otro le proveería de la información, y aunque Salvador no lo vería con buenos ojos, estaba dispuesto a todo para averiguar quién había matado a Víctor. Andreu Vila conocía aquella ciudad y las almas que la habitaban —sus deseos, sus anhelos y secretos, sus miserias— mejor que nadie, e iba a necesitar toda la ayuda posible.

      En cuanto las sirenas comenzaron a aullar, las calles se llenaron de obreros de cabezas gachas, espaldas rotas y hombros vencidos. Barcelona se alimentaba de su aliento, de sus músculos, sus vísceras y su sangre, pero, por encima de todo, lo hacía de sus esperanzas, las de miles de hombres, mujeres y niños envejecidos prematuramente por el hambre y la enfermedad.

      Tras la carlina, muchos habían abandonado el campo en busca de un nuevo futuro en la ciudad, sin saber que lo único en lo que iban a convertirse era en carnaza para un monstruo que, seis días a la semana, doce horas al día, abría sus fauces y los devoraba sin compasión. Tenía muchos nombres: Bonaplata, Salgado-Güell, Muntadas, Achon, Gònima, Serra, Sert i Sola, Barcelonesa, Batllò, Magarda, Ribas i Prous, Villegas…

      Eso era Barcelona: un leviatán insaciable.

      La ciudad del algodón, la lana y la seda.

      La ciudad de los telares.

      La ciudad de las máquinas.

      La ciudad de vapor.

      Me encaminé hacia la cueva. Así llamábamos a nuestro cuartel, situado en el sótano de una curtiduría de la calle del Rec. El dueño, un tipo estrecho y con el rostro castigado por la viruela, nos dejaba ocuparlo a cambio de hacerle algunos recados y espiar a la competencia, lo que la mayoría de las veces se traducía en sustraerles material y boicotear sus envíos.

      Todos los desperdicios del negocio y las viviendas superiores iban a parar al pozo negro situado justo al lado, pero ya ni siquiera percibíamos su olor. Tampoco nos asustaban las ratas ni el resto de los inquilinos que moraban junto a nosotros entre aquellas cuatro paredes. Quien más quien menos tenía el cuerpo lleno de picaduras, bien de la legión de piojos y pulgas con los que compartíamos cama a lo largo del año, bien de los mosquitos que, llegado el verano, se multiplicaban como conejos debido a la proximidad de la acequia que cruzaba el barrio. Pero era nuestro hogar, una madriguera de paredes de arena que —todos lo sabíamos— acabaría convirtiéndose en nuestra tumba.

      Salvador me esperaba cabizbajo. Martí estaba con él. No recordaba la última vez —tampoco si había habido una primera, a decir verdad— en la que había acudido a nuestra gatera, pero allí estaba, plantado como si hubiera habitado aquel sótano desde su mismo nacimiento.

      —Si quien ha matado a Víctor ha sido uno de los nuestros, cuantos menos lo sepamos, mejor —dijo Salvador. Habían hablado de aquella posibilidad a mis espaldas.

      El Monjo refrendó sus palabras con un movimiento de cabeza y, a continuación, pronunció unas que me pillaron por sorpresa:

      —Como sé por Salvador que no lo vas a dejar estar, lo mejor es que te encargues tú.

      —¿De qué? —Arrugué la frente.

      —De averiguar qué pasó. Por eso le he pedido que te llevara a la reunión.

      Salvador me conocía bien, no solo porque era mi sargento, sino porque, con el tiempo, se había convertido —aunque solo fuera cinco años mayor que yo— en lo más parecido a un padre que había conocido. No solo para mí. También para Víctor.

      —¿Qué te parece?

      Me encogí de hombros. Estaba seguro de que a nadie más que a nosotros le importaba la verdad. Para el resto, ya fueran sargentos, capitanes o generales, Víctor no era más que un simple peón, y en cuanto pasara el duelo —también en la Tinya se mantenían ciertas formas—, otro ocuparía su lugar.

      —Mira, Miquel —dijo el Monjo mientras prendía su pipa de caolín, que le daba un aire entre marino curtido e intelectual revolucionario—: las cosas llevan un tiempo revueltas. Ya sabes que unos quieren sacudirse de encima a Tarrés y que otros piden modificar los territorios asignados, y eso no es bueno para nadie —sentenció.

      Él era uno de ellos.

      De hecho, se trataba