Carlos Bassas Del Rey

Cielos de plomo


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de mucho.

      Monlau acercó el farol, provocando que su luz desplazara las tinieblas hacia un rincón.

      —¿Alguien tiene un cuchillo?

      Mata sacó un estuche de madera lacada del interior de su chaqueta. Monlau rechazó el ofrecimiento —no sabría decir si por respeto o por miedo— y, acto seguido, le dedicó un gesto no exento de cierta mofa.

      —Usted es el cirujano.

      Mata esquivó el ademán con elegancia.

      —He venido como mero observador.

      Hacía falta mucho más para alterar su humor.

      Monlau abrió el estuche, que contenía varios bisturíes de hoja menuda y afilada, y escogió uno a regañadientes. Lo alzó —el instrumento temblaba en sus dedos—, se acercó al cadáver y empezó a cortar las suturas. Mata le observaba como si la cosa no fuera con él, los brazos cruzados a la espalda y la mirada ajena —eso pensé— a sus evoluciones. Hasta que, una vez expuesta la cavidad, algo llamó su atención.

      —¿Me permite?

      Don Pedro, que había logrado al fin dominar la ansiedad, le cedió la herramienta a regañadientes. Mata se inclinó sobre el cadáver y observó el interior durante un buen rato, hasta que sus cejas se contrajeron arrastrando consigo al resto de la frente.

      —¿Qué sucede?

      —Este hombre ha sido diseccionado, aunque al responsable aún le queda alguna cosa por aprender. Pero el trabajo es, sin duda, de mérito.

      —¿Y la marca? —señaló Andreu.

      El doctor alzó la mirada en busca del sepulturero que, atento a su demanda, se acercó para voltear el cuerpo. Al pasar junto a mí, pude percibir la curiosa mezcla de olores a sal, cuero y muerte que desprendía. Su respirar era frágil y cansino. Algún día, aquella desmesurada panza acabaría por ocupar el espacio reservado a sus pulmones y su corazón. Lo más probable era que dicho suceso —a todas luces inevitable— le aconteciera allí mismo, por lo que, al menos, nadie se vería en el apuro de tener que recorrer Dios sabe cuántas calles con su fatigosa anatomía a cuestas.

      Una vez que el cadáver estuvo en posición, Mata tomó el candil y lo acercó a la cabeza de Víctor. Todos observamos la señal, una pequeña herida tras el lóbulo. Tenía el tamaño de un maravedí, pero era demasiado grande para tratarse de la picadura de algún insecto y demasiado regular para ser el mordisco de un roedor.

      Mata volvió a dirigirse al responsable del osario, que, al igual que Andreu, comenzaba a impacientarse. En su caso, sin embargo, lo que quería era perdernos de vista cuanto antes.

      —¿Tiene una cerilla?

      El hombre regresó a la antesala en busca del fósforo. Solo entonces, cuando la luz proyectada por su farol iluminó la pared de enfrente, pude ver los instrumentos de su quehacer apoyados en el muro: palas, picos, un par de azadas, una horca y hasta un palote.

      Y el ataúd.

      Aquella caja había vivido muchos entierros. Estaba colocada de costado, pero lo que llamó mi atención fue que la plancha que hacía las veces de fondo, abierto de par en par, se sujetaba al cuerpo como una puerta a su dintel. Al principio, no entendí el propósito de aquella excentricidad, hasta que me di cuenta de que solo había una caja para tres cuerpos y discerní que, en un intento por guardar las apariencias, la usaban para transportar al muerto hasta la fosa y, una vez allí, la abrían por debajo, dejaban caer el cuerpo y regresaban a la caseta a la espera de un nuevo inquilino.

      El sepulturero regresó con el mixto y se lo entregó a Mata, que lo deslizó en el orificio y volvió a fruncir el ceño.

      —¿Podemos ver el otro cuerpo?

      El cadáver del vagabundo había sido zurcido por el mismo sastre. Esta vez fue él quien procedió a abrirlo. A diferencia del de Monlau, su pulso era firme, el propio de un hombre que practicaba aquella disciplina con cierta asiduidad, imaginé.

      —Es obra del mismo verdugo, sin duda.

      —¿Qué tipo de instrumento deja una marca así? —le interrogó Andreu.

      —Diría que se trata de una sanguijuela artificial.

      —¿Una qué?

      —Un cilindro en cuyo interior se esconden seis cuchillas rotatorias. Una vez practicada la incisión, se produce un vacío en el tubo por el que se succiona la sangre. Pero esta ha sido modificada para que libere un punzón que parece atravesar el cráneo y llegar hasta el cerebro —explicó con tono escolar—. Eso fue lo que los mató. Un método limpio, rápido y efectivo.

      —Tuvo que sorprenderlos por detrás —intervine. Conocía bien a Víctor y sabía que no se hubiera dejado matar sin vender cara la vida. Se había criado en la calle y sabía cómo defenderse, por lo que su asesino tenía que haberle dado aquella estocada con cobardía.

      —¿Y la disección? —le apremió Andreu, más interesado en resolver el misterio que en mis sentimientos.

      —Fue posterior —aseguró Mata.

      —¿Con qué motivo?

      —Diría que para estudiar los cuerpos.

      Y mientras regresaba al interior de aquella nueva naturaleza muerta, algo llamó su atención.

      —¿Falta algo?

      —A juzgar por esta pequeña incisión de aquí, a nuestro asesino le interesaba una víscera en concreto.

      —¿Cuál?

      —El hígado. Le han extirpado una muestra. El resto está intacto —indicó mientras volvía a erguirse. Su rostro reflejaba cierta consternación—. Pero no es eso lo que más me preocupa, sino saber que quien lo ha hecho es uno de los nuestros.

      —¿Un cirujano?

      —Más bien diría que un estudiante.

      —¿Está seguro?

      —Durante mi exilio en París tuve el honor de trabajar con don Mateo Orfila, un profesor de la Facultad de Medicina que enseña lo que allí llamaban médecine légale. Ayudan a la Justicia a través del estudio de los cadáveres —explicó—. Quien ha abierto los cuerpos, lo ha hecho con un bisturí y siguiendo nuestros protocolos de enseñanza. Solo hay algo que no encaja en este caso —dijo refiriéndose al cadáver que ahora teníamos delante—: este hombre no es ningún vagabundo. Está sano y bien alimentado. Aunque no siempre ha sido así. Y si nos fijamos en estas heridas cicatrizadas, diría que ha estado en la guerra. En cuanto a su piel, lleva bastante tiempo expuesta a mucho sol.

      Sus revelaciones nos dejaron perplejos.

      Pero la última sorpresa aún estaba por llegar.

      Mata ordenó al sepulturero que cubriera el cadáver, y este, al tirar de la lona que descansaba sobre sus pies, dejó al descubierto uno de sus tobillos.

      —Un momento —dijo el doctor señalando la extremidad.

      Justo debajo del hueso asomaba lo que parecía un hilo blanco. Supuse que se trataba de una hebra que se le había desprendido del pantalón, pero al acercarme descubrí con horror que surgía de una pequeña úlcera abierta en la piel.

      —¡Dracunculiasis! —exclamó Monlau—. La lombriz de Guinea.

      Mata asintió.

      —Este hombre ha estado en África.

      [1] Mote con el que los oponentes de Espartero llamaban a los militares agrupados en torno a su figura. Todos —excepto el propio Espartero, apresado justo antes de la contienda— habían participado en la batalla de Ayacucho (1824), que puso fin a las guerras de independencia hispanoamericanas. El término también se empleó, junto al de «espadón», para referirse al resto de los militares que protagonizaron