entendía que los niños debían ser tratados de cierta manera con el fin de alcanzar unos rasgos de personalidad duraderos. Por esta razón, consideró que, frente a posibles alteraciones o aspectos críticos del desarrollo psicosexual, específicamente en las fases que denominó oral y anal, estas solo podrían ser superadas “volviendo a vivir” las experiencias más tempranas de la infancia, específicamente a través de la psicoterapia. En una perspectiva más relacionada con las capacidades intelectuales que con lo psicosexual, Jean Piaget (1994) aseguró que durante los primeros años de la vida los niños viven un proceso de transformación mental a través de una serie de fases cualitativamente distintas entre sí. Por esta razón, los modos como los niños actúan, perciben y sienten indican que sus procesos mentales se encuentran en un estadio específico, con unas reglas de juego diferentes, aunque coherentes y cohesionadas entre sí.
Por su parte, Eric Erikson (2009) planteó que la identidad (el yo) de los seres humanos se desarrolla a través de su interacción con el ambiente. Estas interacciones, a las que llamó “fisiología del vivir”, comprenden un complejo proceso que hace posible, a partir de ciertos intercambios y transacciones interindividuales, el desarrollo de la personalidad para el resto de la vida. En lugar de un desarrollo psicosexual o cognitivo, Erikson (2009) se inclinó por un desarrollo epigenético de la personalidad, el cual se va consolidando a lo largo de la vida, pero adquiere especial valor en las cuatro primeras etapas, las cuales corresponden a lo que denominó infancia, edad temprana, edad de juego y adolescencia. Por último, John Bowlby (1979), aunque no produjo una teoría del desarrollo en sentido estricto, sí encontró que los niños desde los primeros meses de vida generan un vínculo especial con sus padres con el propósito de alcanzar cierta seguridad emocional, la cual es fundamental para la estructuración de la personalidad. Alcanzar dicho estado de seguridad o, por el contrario, padecer la ansiedad y el temor son procesos determinados por la capacidad de respuesta de la principal figura de afecto hacia el niño.
En una vía teórica distinta, sin abandonar los referentes naturalistas relacionados con la edad y las etapas, pero con la pretensión de construir las bases de una sociología científica, desde la sociología de la educación Émile Durkheim (2013) consideró que la infancia es una especie de terreno vacío que la sociedad debe poblar, a través de la educación y la cultura y a partir de contenidos sociales y morales4. De esta manera, la educación tendría que ocuparse de modificar la naturaleza salvaje del niño y así propiciar la adquisición del orden y el progreso. Esto es posible, según Durkheim (2013), dado que son organismos vivos y sociales capaces de absorber los legados de la humanidad y adaptarse al orden social. Más adelante, el sociólogo Talcott Parsons (1976), quien no se ocupó de estudiar la infancia, pero sí de reconocerla en el marco de los procesos de socialización, sostuvo que, en ciertas condiciones de socialización dentro de las familias convencionales, los niños adquieren determinadas pautas y roles para la vida. Sin desconocer la centralidad de la familia, Parsons aceptó que los niños viven la socialización con la complementariedad de otras agencias5, tales como la escuela y el grupo de pares, aunque también afirmó que la socialización puede tener variaciones conforme a la clase social, el género y la etnia.
Este breve recorrido, el cual no incluyó otras disciplinas que tradicionalmente han compartido esta mirada esencialista al niño, entre ellas algunas vertientes de la medicina (y, dentro de esta, la puericultura, la pediatría y la psiquiatría), la antropología, la historia y la pedagogía, evidencia que estos marcos explicativos, aunque pioneros en el diseño de repertorios teóricos acerca de la infancia y claves para inspirar asuntos como la formulación de políticas y la implementación de prácticas de intervención especializadas, tienen limitaciones para interpretar los mundos de vida de los niños. Mundos de vida que incluyen percepciones, sentidos, significaciones, valores, saberes, interacciones y experiencias, entre otros procesos que pueden dar cuenta no solo de lo que se espera de estos sujetos en el futuro, una vez que sean adultos, sino de lo que es su presente e incluso su pasado. Al respecto, es posible identificar tres tipos de limitaciones.
En primer lugar, el énfasis en lo psicobiológico desconoce la dimensión subjetiva e intersubjetiva de estas personas, al dejarlas ancladas en un momento transicional de la vida, representado en un estadio, una etapa o un grupo de edad (Dicker, 2008). Asumirlos como individuos en moratoria psicosocial trae como consecuencia que tanto las prácticas como las relaciones que estos producen con los otros y con el mundo sean subvaloradas. Se trata de un paradigma de la infancia que ignora la capacidad de los niños para producir sentido frente a la realidad, las representaciones y los lenguajes que los constituyen en su vida cotidiana. En segundo lugar, estas definiciones muestran que los niños son entendidos como seres presociales, es decir, como individuos ajenos a las condiciones políticas, económicas o socioculturales de su entorno. Esta idea de vivir una suerte de niñez aséptica del mundo social presume que estas personas son simples reproductoras de cultura, a la vez que las naturaliza como seres ahistóricos (Burman, 1996).
Por último, teniendo en cuenta que desde el siglo XVIII el Estado se ocupó de ejercer una función reguladora de la sociedad (de policía, según Donzelot6), a través de espacios como la familia, los hospicios y la escuela, las explicaciones teóricas sobre los niños que surgieron desde este momento, y que ratificaron el carácter heterónomo del niño, legitimaron determinadas relaciones de poder similares a las del género, en las que la presencia de un bloque hegemónico7, que en este caso incluiría al mundo adulto, instituye un orden generacional, orden que pone en juego asuntos fundamentales del ordenamiento social, como la ubicación de los agentes en la estructura social, la distribución de recursos conforme a grupos de edad, la asignación de roles en sintonía con el sostenimiento del statu quo y el tratamiento de conflictos de interés (Qvortrup, 1994).
Estas miradas esencialistas al niño también evidencian que las teorías modernas de la infancia, impuestas como discursos de verdad, actualmente resultan insuficientes para interpretar fenómenos contemporáneos que involucran a estos sujetos y a la sociedad en su conjunto. Se trata de fenómenos que develan otros modos de ser niño, otras interacciones sociales intra e intergeneracionales, otras formas de socialización, e incluso otros modos de agencia moral, social y emocional. Dentro de estos fenómenos, se destacan tres tipos de problemáticas.
En primer lugar, las relacionadas con transformaciones en la familia y el hogar: la desestabilización de la figura de la familia nuclear, situación que incluye nuevas composiciones, dinámicas, prácticas de crianza y formas de cuidado parental; la erosión progresiva de la autoridad adulta tras la emergencia de otros modos de relación paterno y materno-filial; y las crecientes disputas entre proyectos familiares y proyectos individuales. En segundo lugar, las alusivas a la vida de los niños en sociedades con problemas estructurales, asociados con la violencia, la desigualdad y la exclusión. Al respecto, llaman la atención las problemáticas de la infancia en el contexto de situaciones límite, como las guerras, los conflictos armados, las migraciones, los desplazamientos forzados y la trata de personas. También resulta inquietante comprender la situación de niños que son visiblemente afectados por la crisis de democracia, el debilitamiento progresivo de los Estados de derecho y la precarización estructural de las condiciones de vida, como consecuencia de reformas de ajuste estructural, liberalización y flexibilización de los mercados locales y globales. A estos se suma la crisis de la mayoría de las instituciones modernas, entre ellas la escuela, la cual persiste en la puesta en marcha de lógicas propias de la educación bancaria, cuyo fundamento está en la transmisión de contenidos y la reproducción social y cultural. Al parecer, la permanencia de este modelo en el tiempo está relacionada con la generación de sujetos productivos y obedientes, en sintonía con los proyectos hegemónicos de nación, ciudadanía, trabajo y consumo (Varela, 1995).
Por último, se evidencia una serie de problemáticas relacionadas con el llamado mercado infantil y el uso de medios digitales en el contexto de la irrupción de la cultura digital. Al respecto, es importante interrogar cómo, frente a la oferta radical de las industrias del entretenimiento y el llamado mercado infantil, aparecen fenómenos diversos como la colonización de las mercancías en la vida de los niños desde el nacimiento, la generación de prácticas de consumo conforme a marcas que no venden productos sino que crean mundos solo para niños, así como el crecimiento progresivo del consumo de bienes simbólicos (televisión por