Кейт Хьюит

Un príncipe de incógnito


Скачать книгу

sabes que Leo siempre ha sido más volátil que Kosmos, más sensible. Se toma las cosas muy a pecho y se lo guarda todo para sí hasta que explota. Entre la insurrección en el norte y los problemas económicos que atraviesa el país… –le explicó con un suspiro–. Se derrumbó. Debería haberlo visto venir; debería haber sabido que no sería capaz de aguantar tanta presión.

      Su madre le dijo que Leo había ingresado en una clínica privada de Suiza, y eso lo dejaba a él como el único que podía tomar las riendas de su país en esos momentos tan difíciles en que se encontraba sin nadie al timón, a la deriva.

      Fuera, las campanas de la capilla de uno de los muchos colleges de Cambridge empezaron a repicar. Su vida estaba allí, en la universidad, donde estaba llevando a cabo una investigación sobre el efecto que determinados procesos químicos tenían en el clima.

      Su compañera de laboratorio y él estaban a punto de descubrir cómo reducir ese efecto pernicioso. Y ahora, de pronto, se esperaba de él que dejara todo eso atrás para convertirse en el rey de un país que estaba atravesando una complicada situación económica y política.

      –Mateo –le dijo su madre con suavidad–, sé que esto es muy duro para ti, que tu vida ha estado en Cambridge todos estos años. Sé que te estoy pidiendo demasiado.

      –No más de lo que se esperaba de mis hermanos cuando les llegó su turno –respondió él.

      Su madre suspiró.

      –Sí, pero a ellos se les había preparado para afrontar ese deber.

      Y él no estaba preparado; era más que evidente. ¿Cómo podría ser un buen rey? Sin embargo, se debía a su país y a su gente.

      –¿Mateo? –lo llamó su madre, al ver que se había quedado callado.

      Él asintió con la cabeza, a modo de claudicación.

      –Regresaré a Kallyria.

      La reina Agathe no pudo ocultar su alivio y dejó escapar un suspiro tembloroso.

      –Debemos movernos deprisa para asegurarte el trono –murmuró.

      Mateo se quedó mirándola con los ojos entornados y la mandíbula apretada.

      –¿Qué quieres decir?

      –La abdicación de Leo ha sido tan repentina, tan inesperada, que ha provocado una cierta… inestabilidad en el país.

      –¿Te refieres a los insurgentes?

      Hasta donde él sabía no eran más que una tribu nómada que detestaba cualquier innovación, cualquier atisbo de modernización, porque lo veían como una amenaza a su modo de vida y su cultura.

      Agathe asintió y frunció el ceño con preocupación.

      –Están adquiriendo más poder y también están aumentando en número. Sin una cabeza visible en el trono… ¿quién sabe qué serían capaces de hacer?

      A Mateo se le encogió el estómago solo de pensar en que pudiera desatarse una guerra.

      –Haré todo lo que pueda para detenerlos –le prometió a su madre.

      –Sé que lo harás –contestó ella–. Pero hay algo más.

      Al verla quedarse vacilante, Mateo frunció el ceño.

      –¿A qué te refieres?

      –Tenemos que proporcionar estabilidad al país cuanto antes –le explicó Agathe–. Después de la muerte de tu padre, de la de Kosmos, de la abdicación de Leo, de tanta incertidumbre… no puede quedar ninguna duda de que nuestra dinastía continuará en el poder, de que la Casa Real no se tambaleará frente a cualquier revés que pueda venir. Tienes que casarte –le dijo sin rodeos– y dar a la Casa Real un heredero tan pronto como sea posible. He hecho una lista de candidatas que podrían resultar adecuadas…

      Mateo apretó la mandíbula. ¿Casarse? No solo detestaba la idea de tener que contraer matrimonio, sino también la de hacerlo con una desconocida por muy adecuada que fuera para convertirse en reina consorte.

      –¿Y a quiénes has incluido en esa lista? –preguntó, sin poder reprimir una nota de ironía–. Solo por curiosidad.

      –La mujer que se case contigo desempeñará un papel muy importante. Tiene que ser inteligente, alguien que no se amilane con facilidad, y por supuesto tendrá que ser alguien de buena familia y que haya recibido una buena educación…

      Mateo apartó la mirada.

      –No has respondido a mi pregunta; ¿quiénes están en esa lista?

      –Pues, por ejemplo, Vanesa Cruz, una joven emprendedora española. Es la propietaria de una importante firma de ropa.

      Él resopló.

      –¿Y por qué querría renunciar a todo eso?

      –Pues porque eres un buen partido, hijo –dijo Agathe con una sonrisa.

      –Si ni siquiera me conoce… –masculló él. No quería casarse con una mujer que se casaría con él solo por su título, para ascender en la escala social–. ¿Quién más hay en tu lista?

      –La hija de un magnate francés, la hija del presidente de una compañía turca… En el mundo en el que vivimos necesitarás a tu lado a una mujer que sea independiente, no a una princesa que solo esté esperando para conseguir protagonismo.

      Su madre mencionó los nombres de otras candidatas de las que Mateo apenas había oído hablar. Eran todas perfectas extrañas para él, mujeres a las que no tenía ningún interés en conocer y con las que tenía aún menos interés en casarse.

      –Piénsalo –le insistió su madre con suavidad–. Ya lo hablaremos con calma cuando llegues.

      Mateo asintió y unos minutos después terminaba la videollamada con su madre. Paseó la mirada por su estudio y, cuando sus ojos se posaron en el informe de la investigación que estaba haciendo, no le quedó más remedio que aceptar que su vida había cambiado para siempre.

      –Me ha surgido un imprevisto.

      Rachel Lewis levantó la vista del microscopio sobre el que estaba inclinada y sonrió a modo de saludo a su colega de laboratorio, Mateo Karras. Por suerte hacía mucho que había dejado de abrumarla su atractivo físico, pero su lado científico no podía dejar de admirar la perfecta simetría de sus facciones cada vez que lo tenía ante ella. Tenía el cabello negro y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un increíble azul verdoso, idéntico a las aguas del mar Egeo, en el que se había bañado hacía unos años, durante unas vacaciones. Tenía la nariz recta y una mandíbula recia, y bajo la camisa y el pantalón que vestía se adivinaba el físico de un atleta.

      –¿Un imprevisto? –repitió arrugando la nariz, extrañada por el tono algo tenso de su voz–. ¿A qué te refieres?

      –Es que… –Mateo sacudió la cabeza y exhaló un suspiro–. Voy a estar fuera… un tiempo. He pedido una excedencia.

      Rachel se quedó mirándolo aturdida.

      –¿Una excedencia?

      Mateo y ella habían trabajado juntos durante los últimos diez años en una investigación pionera sobre las emisiones químicas y el cambio climático. Estaban tan cerca, tan, tan cerca de descubrir la manera de reducir el efecto tóxico que los productos químicos tenían en el clima… ¿Cómo podía marcharse así, de repente, y dejarla tirada?

      –No lo entiendo –murmuró.

      –Me ha surgido una emergencia familiar.

      –Pero…

      La conmoción inicial de Rachel se transformó en una mezcla de angustia y algo más profundo que prefirió ignorar. No es que sintiera nada por Mateo, no albergaba esa clase de sentimientos hacia él; es que no podía imaginarse trabajando sin él. Habían sido compañeros de laboratorio durante tanto tiempo