Кейт Хьюит

Un príncipe de incógnito


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apañaría bien sin él. Encontraría a otro compañero para continuar con su investigación. Quizá incluso conseguiría un ascenso en el departamento.

      –Pero… ¿por qué? –le preguntó ella con suavidad–. ¿Qué está pasando, Mateo? ¿No puedes contármelo?

      Él vaciló y finalmente le respondió:

      –Tengo que ocuparme del negocio familiar. Mi hermano era quien estaba a cargo, pero lo ha dejado de un modo… bueno, bastante repentino.

      No se sentía preparado para decirle la verdad, que era un príncipe e iba a convertirse en rey de un país. Sonaba ridículo, como sacado de una película cursi. Además, se enteraría bien pronto. Saldría en la televisión y en los periódicos, y los rumores tendrían su eco en la pequeña comunidad universitaria.

      –No puedo creerlo –dijo Rachel muy despacio–. ¿De verdad no vas a volver?

      –No.

      –¿Y no hay nada que yo pueda hacer? ¿No podría ayudarte de algún modo para que…?

      –No, lo siento –reiteró él. Se sentía fatal diciéndole aquello, pero no podía mentirle y no había nada más que decir–. Adiós, Rachel –murmuró, y colgó.

      Rachel se quedó mirando su móvil aturdida. No podía creerse que Mateo le hubiera colgado. Le dolía que la hubiese dejado plantada de esa manera. De pronto, sin saber por qué, se encontró recordando el día en que se lo habían presentado. Mateo estaba en tercer curso y ella en primero. La había sorprendido la fuerte atracción que había sentido hacia él, a pesar de que estaba claro que él jamás se fijaría en alguien como ella, una chica feúcha, empollona y algo rellenita.

      Y es que, aunque Mateo tuviera una mente brillante, no encajaba para nada con el estereotipo del cerebrito friki al que sí se ajustaban muchos de sus compañeros de clase. No solo era guapísimo, sino que además era encantador y tenía una abrumadora confianza en sí mismo.

      –¿Rachel? ¿Eres tú?

      Al oír la voz trémula de su madre, se guardó el móvil en el bolsillo y plantó una sonrisa en su rostro. Lo último que quería era preocuparla, aunque era poco probable que se diese cuenta de nada.

      Le habían diagnosticado Alzheimer hacía dos años, y su declive había sido tan rápido que resultaba descorazonador. Hacía dieciocho meses Rachel se la había llevado a vivir con ella a su apartamento, y le había costado acostumbrarse a tenerla allí y a sus muchas necesidades. Sobre todo se le antojaba irónico que su madre, que nunca le había mostrado demasiado afecto, igual que su padre, dependiera ahora de ella.

      Oyó por el pasillo los pasos de su madre, que se acercaba arrastrando los pies.

      –Hola, mamá –la saludó con una sonrisa cuando la vio aparecer.

      –¿Por qué estabas haciendo tanto ruido? –le preguntó, aunque había estado hablando en un tono normal.

      –Perdona, es que estaba hablando por teléfono.

      –¿Con tu padre? ¿Va a volver tarde otra vez?

      Su padre llevaba muerto ocho años.

      –No, mamá, era un amigo –le contestó. Claro que quizá ya no pudiera llamar así a Mateo. De hecho, quizá nunca hubiera sido su amigo–. ¿Qué te parece si te pongo uno de esos programas de la tele que tanto te gustan? –le dijo. La tomó del brazo y la llevó de vuelta a su dormitorio, donde había colocado una cama articulada y un televisor–. Creo que a esta hora ponen ese de ¡Menuda ganga!, ¿no?

      Su madre se había aficionado a esa clase de programas basura, algo que le hacía gracia y la entristecía a la vez. Antes de enfermar solo veía documentales científicos; ahora le chiflaban los programas de entrevistas y los reality shows.

      Su madre dejó que la metiera otra vez en la cama, aunque aún parecía irritada cuando le puso la manta sobre las rodillas y encendió el televisor.

      –Si quieres puedo hacerte un sándwich a la plancha –le propuso Rachel para apaciguarla–. ¿De queso y mermelada? –otro de sus nuevos y peculiares gustos.

      –Bueno, está bien –contestó su madre, como si estuviera haciendo una gran concesión.

      A solas en la cocina mientras preparaba el sándwich, Rachel no podía quitarse de la cabeza la conversación con Mateo. Iba a echarlo de menos. Quizá no debería, pero sabía que iba a echarlo de menos. Ya lo echaba de menos.

      Al pasear la mirada por la pequeña cocina, con el ruido enlatado de la televisión de fondo, se dio cuenta de que apenas tenía vida. Para empezar, casi nunca salía. Los pocos amigos que tenía estaban casados, tenían hijos, y era como si pertenecieran a un universo separado del suyo, siempre ocupados. La invitaban de forma ocasional a cenar, como por pena, y presumían de sus hijos ante ella. Y siempre acababan preguntándole si no quería que le buscaran pareja.

      La verdad era que durante todos esos años, trabajando con Mateo ocho horas al día en el laboratorio, nunca había sentido la necesidad ni el deseo de salir más, de tener una vida social. Bromear con él, el silencio cómodo entre ellos, sus discusiones académicas en el pub, tomando una cerveza… todo eso había sido más que suficiente para ella.

      –Rachel, ¿está ya mi sándwich? –la llamó su madre desde la habitación.

      Rachel suspiró y sacó el pan de molde.

      –¡Enseguida, mamá!

      Tres días después

      Llovía a cántaros mientras Rachel corría calle abajo, y cuando llegó a su bloque estaba empapada. Seguía de bajón por la repentina marcha de Mateo. Había intentado animarse, pero las cosas habían ido a peor cuando descubrió a quién le habían asignado como nuevo compañero de laboratorio: un tipo empalagoso y machista.

      Menos mal que aún le quedaba media hora de paz y tranquilidad antes de que su madre volviera a casa, pensó mientras introducía la llave en la cerradura del portal. Entre semana su madre iba a un centro de día para personas con Alzheimer y demencia senil. Un minibús del centro la recogía cada mañana y la llevaba de regreso por la tarde.

      Estaba empujando la puerta para entrar, cuando una figura salió del callejón que conducía al patio trasero del bloque, donde estaban los contenedores de basura. A Rachel se le escapó un grito y arrancó la llave de la cerradura, dispuesta a usarla como arma, aunque no fuera a servirle de mucho.

      –¡Rachel, soy yo!

      Al oír esa voz profunda, el corazón le dio un vuelco y se le cayeron las llaves al suelo.

      –¿Mateo…?

      –Sí –asintió él, saliendo de las sombras y avanzando hacia ella con una sonrisa.

      Rachel se quedó mirándolo aturdida, incapaz de articular nada coherente. Solo podía pensar en lo mucho que se alegraba de verlo.

      –¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó finalmente.

      En vez de contestar, Mateo le dijo:

      –¿Qué tal si entramos? Acabaremos calados si seguimos aquí, bajo la lluvia.

      –Sí, claro –balbució ella.

      Recogió las llaves del suelo y entraron en el edificio. Cuando subieron a su apartamento y encendió las luces, Rachel pensó en lo pequeño que debía parecerle a Mateo, y sintió vergüenza al posar la vista en los sujetadores que tenía secándose sobre el radiador, y en la tostada a medio comer que se había dejado en la mesita, junto a una novela romántica con una ilustración erótica en la portada.

      Se volvió bruscamente, rogando por que no se fijara en nada de eso, y volvió a preguntarle:

      –¿A qué has venido?

      Capítulo 3

      POR