Lee Child

Luna azul


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todavía estaba, doblado desde la cadera sobre el capó estrujado, boca abajo. Sus pies eran lo que estaba más cerca. No se movía. Tampoco el conductor.

      Reacher abrió la puerta haciendo fuerza contra el chirrido del metal deformado, y se arrastró hacia afuera, y cerró la puerta con fuerza al salir. No había tráfico detrás de ellos. Nada tampoco más adelante, salvo luces delanteras titilantes y tenues, quizás a dos kilómetros de distancia. Viniendo hacia ellos. A poco más de un minuto, a cien kilómetros por hora. El vehículo contra el que había chocado el Lincoln era una furgoneta. Una Ford. Tenía todo el lateral abollado hacia dentro. Doblado como un plátano. Tenía un cartel en el parabrisas que decía Sin Accidentes. El Lincoln estaba totalmente estropeado. Estaba plegado como un acordeón hasta el parabrisas. Como en los anuncios de seguridad vial del periódico. Salvo por el hombre tendido arriba.

      Las luces de cruce más adelante se estaban acercando. Y ahora por detrás en dirección a la ciudad había más. El alambrado del concesionario había quedado abierto como en los dibujos animados. Los jirones enrollados de alambre combados ordenadamente hacia los lados. Como si la estela del coche los hubiese hecho retroceder. El espacio abierto tenía más de dos metros de ancho. Básicamente toda una sección ya no existía. Reacher se preguntó si el alambrado tendría sensores de movimiento. Conectados a una alarma silenciosa. Conectada al departamento de policía. Quizás un requisito del seguro. Sin duda en el interior había muchas cosas que robar.

      Hora de marcharse.

      Reacher pasó por el hueco en el alambrado, agarrotado y dolorido, golpeado y maltrecho, pero funcionando. Se mantuvo alejado de la carretera. Avanzó a tropezones siguiéndola en paralelo, cruzando campos y terrenos baldíos, quince metros más allá, fuera del alcance lateral de las luces de cruce, mientras los coches pasaban a lo lejos, algunos despacio, algunos rápido. Quizás policías. Quizás no. Rodeó el primer parque empresarial por la parte de atrás, y el segundo, y después cambió el ángulo y se dirigió hacia el aparcamiento del supermercado gigante, aspirando a atravesarlo a pie y retomar la carretera principal a donde tenía salida.

      Gregory recibió la noticia más o menos de manera inmediata, de un empleado que estaba limpiando en la sala de emergencias. Parte de la red ucraniana. El tipo se tomó una pausa para fumar y llamó inmediatamente. Dos de los hombres de Gregory, recién llegados en camillas. Luces y sirenas. Uno mal, otro peor. Los dos probablemente iban a morir. Se hablaba de un accidente automovilístico fuera de la concesionaria Ford.

      Gregory llamó a sus cabecillas, y diez minutos después estaban todos reunidos, alrededor de una mesa en la sala trasera de la empresa de taxis. Su mano derecha dijo:

      —Lo único que sabemos con seguridad es que hoy más temprano dos de los nuestros fueron al bar para hacer la corroboración de domicilio de uno de los clientes anteriores del negocio de crédito de los albaneses.

      —¿Cuánto tarda una corroboración de domicilio? —dijo Gregory—. Deberían haber terminado hace rato. Esto tiene que ser algo totalmente distinto. Obviamente es algo aparte. No puede haber sido la corroboración de domicilio. Porque ¿quién vive por ahí donde está la concesionaria Ford? Nadie. Por lo cual dejaron al tipo en su casa y apuntaron la dirección, quizás hicieron una foto, y después se dirigieron hacia la concesionaria Ford. Debe de haber habido un motivo. ¿Y por qué se chocaron?

      —Quizás los persiguieron en esa dirección. O los llevaron hasta ahí engañados. Después se chocaron y se salieron de la carretera. Está bastante desierto por ahí de noche.

      —¿Crees que fue Dino?

      —Uno no puede evitar preguntarse: ¿por qué ellos dos en particular? Quizás los siguieron desde la puerta del bar. Lo cual sería apropiado. Porque quizás Dino está queriendo decirnos algo con esto. Le robamos su negocio. Esperábamos algún tipo de reacción, después de todo.

      —Después de que se diera cuenta.

      —Quizás ya se ha dado cuenta.

      —¿Cuánto más va a querer decir?

      —Quizás esto es todo —dijo el tipo—. Dos hombres a cambio de dos hombres. Nosotros nos quedamos con el negocio de préstamos. Se estaría rindiendo con honor. Es un hombre realista. No tiene demasiadas opciones. No puede empezar una guerra, con los policías vigilando.

      Gregory no dijo nada. La sala se quedó en silencio. Ningún tipo de sonido, salvo un parloteo apagado de la radio de los taxis en la oficina delantera. A través de la puerta cerrada. Solo ruido de fondo. Nadie le prestó ninguna atención. Si lo hubieran hecho, habrían escuchado a un conductor que llamaba para decir que había dejado a una señora mayor en el supermercado, y que iba a usar el tiempo en el que ella hacía las compras para ganar algún dólar extra llevando a un pasajero a su casa, hasta la vieja urbanización de casas idénticas al este del centro de la ciudad. El hombre estaba a pie, pero tenía un aspecto razonablemente civilizado y tenía dinero en efectivo. Quizás se le había averiado el coche. Eran seis kilómetros de ida y seis kilómetros de vuelta. Iba a haber terminado incluso antes de que la señora mayor saliera del sector de panadería. Si no hay daño, no hay delito.

      En ese momento Dino estaba recibiendo una instantánea incompleta y mucho más temprana de una parte de las noticias. Había tardado una hora en viajar hasta la parte superior de la cadena. No incluía nada acerca del accidente automovilístico. La mayor parte del día la había invertido en deshacerse de Fisnik y de su mencionado cómplice. La reorganización se había dejado para muy tarde. Casi una idea del último momento. Habían enviado un reemplazo al bar, para retomar el negocio de Fisnik. El hombre al que eligieron había llegado allí un poco después de las ocho de la noche. Nada más llegar había visto a unos matones ucranianos en la calle. Custodiando el lugar. Un Lincoln Town Car, y dos hombres. Había ido a escondidas hasta la salida de incendios de la parte de atrás del bar, y había echado un vistazo al interior a escondidas. En la mesa de Fisnik en la esquina de atrás al fondo había un ucraniano, hablando con un tipo grande, con aspecto desaliñado y pobre. Obviamente un cliente.

      En ese punto el reemplazo elegido se reorganizó y se retiró. Avisó. El tipo al que avisó llamó a otro tipo. Que llamó a otro tipo. Y así. Porque las malas noticias viajaban despacio. Una hora después Dino escuchó al respecto. Llamó a sus cabecillas, al almacén de maderas.

      Dijo:

      —Hay dos escenarios posibles. O la cuestión de la lista del comisario general de policía era verdad, y de manera oportunista y desleal usaron el desorden para meterse en nuestro negocio de préstamos de dinero, o no era verdad, y esto fue algo planeado desde el principio, y de hecho nos engañaron para que les despejáramos el camino.

      —Supongo que tenemos que tener la esperanza de que sea la primera —dijo su mano derecha.

      Dino se quedó en silencio por un largo rato.

      Luego dijo:

      —Me temo que tenemos que fingir que fue la primera. No tenemos otra alternativa. No podemos empezar una guerra. No ahora. Vamos a tener que dejar que se queden con el negocio de préstamos de dinero. No tenemos una manera práctica de recuperarlo. Pero lo vamos a entregar con honor. Tiene que ser dos a cambio de dos. No nos podemos permitir hacer menos. Maten a dos de sus hombres, y así quedamos en igualdad.

      —¿Cuáles dos? —preguntó su mano derecha.

      —No me importa —dijo Dino.

      Después cambió de parecer.

      —No, elegidlos con cuidado —dijo—. Tratemos de encontrar una ventaja.

      NUEVE

      Reacher bajó del taxi en la casa de los Shevick y recorrió el sendero estrecho de cemento. La puerta se abrió antes de que pudiera tocar el timbre. Shevick estaba allí de pie, con la luz detrás de él y el teléfono en la mano.

      —La transferencia del dinero llegó hace una hora —dijo—. Gracias.

      —De nada —dijo Reacher.

      —Llegas tarde.