Tenemos que hablar.
Esta vez usaron el salón. Las fotos en la pared, la televisión amputada. Los Shevick ocuparon los sillones y Reacher se sentó en el sofá.
Dijo:
—Fue bastante parecido a como fue entre tú y Fisnik. Salvo que el tipo me hizo una foto. Lo cual podría ser algo bueno, al fin y al cabo. Tu nombre, mi cara. Un poco de confusión nunca hace daño. Pero si yo hubiera sido un cliente de verdad, no me habría gustado. Ni un poco. Habría sido como un dedo huesudo tocándome el hombro. Me habría hecho sentir vulnerable. Después salí y había más. Dos tipos, que me querían llevar a casa, para ver dónde vivía, y con quién vivía. Mi esposa, si tenía. Lo cual era otro dedo huesudo. Quizás toda una mano huesuda.
—¿Qué ocurrió?
—Entre los tres negociamos un arreglo distinto. Para nada relacionado ni con tu nombre ni con tu dirección. De hecho bastante confuso en cuanto a lo que sucedió exactamente. Quise algo de misterio alrededor. Sus jefes van a creer que hay un mensaje, pero no van a estar seguros de parte de quién. Van a pensar que es de los albaneses, lo más probable. No tuyo, desde luego.
—¿Qué les sucedió a los hombres?
—Fueron parte del mensaje. Como diciendo esto es América. No envíes a un imbécil que en su última aparición quedó séptimo en las peleas de fondo de algún club de lucha en un sótano de Kiev. Al menos tómatelo en serio. Muestra un poco de respeto.
—Vieron tu cara.
—No se van a acordar. Tuvieron un accidente. Quedaron todo estropeados. Van a perder una o dos horas de memoria. Amnesia retrógrada, lo llaman. Bastante común, después de un trauma físico. Es decir, eso si no mueren antes.
—¿Entonces está todo bien?
—En realidad no —dijo Reacher.
—¿Qué más?
—Esta no es gente razonable.
—Lo sabemos.
—¿Cómo les van a devolver el dinero?
No respondieron.
—Necesitan veinticinco mil dólares, en una semana a partir de ahora. No se pueden retrasar. También me enseñaron fotos. Las de Fisnik no pueden haber sido peores. Necesitan alguna clase de plan.
—Una semana es mucho tiempo —dijo Shevick.
—En realidad no —dijo Reacher otra vez.
—Podría llegar a suceder algo bueno —dijo la señora Shevick.
Nada más.
Reacher dijo:
—De verdad que tienen que decirme qué es lo que están esperando.
Tenía que ver con su hija, inevitablemente. La mirada de la señora Shevick deambuló por las fotos de la pared mientras contaba la historia. Su hija se llamaba Margaret, abreviado a Meg desde la infancia. Había sido una niña brillante y feliz, llena de encanto y energía. Le encantaban los demás niños. Le encantaba la guardería. Le encantaba la primaria. Le encantaba leer y escribir y dibujar. Sonreía y parloteaba todo el tiempo. Podía convencer a cualquiera de que hiciera cualquier cosa. Le podría haber vendido hielo a los esquimales, dijo su madre.
También le encantó el instituto, en todas sus etapas. Era popular. Caía bien a todo el mundo. Montaba obras de teatro y cantaba en el coro y corría en el equipo de atletismo y nadaba. Se sacó el graduado de secundaria, pero no fue a la universidad. Era buena en los estudios, pero esa no era su principal fortaleza. Tenía el don de gentes. Necesitaba ir de acá para allá, sonriendo, charlando, encantando a las personas. Sometiéndolas a su voluntad, para ser sinceros. Le gustaba tener un propósito.
Consiguió un empleo de nivel básico como representante empresarial, y brincó por toda la ciudad de una oficina de relaciones públicas a otra, haciendo para establecimientos locales cualquier cosa para la que tuvieran presupuesto. Trabajaba duro, y consiguió reconocimiento, y la ascendieron, y para cuando tenía treinta años ganaba más dinero del que su padre jamás hubiera hecho como maquinista. Diez años después, a los cuarenta, le seguía yendo bien, pero sentía que su trayectoria se había ralentizado. Su aceleración se había mitigado. Podía ver el techo que había por encima de ella. Se sentaba en su escritorio y pensaba: ¿esto es todo?
Decidió que no. Quería un último gran logro. Más grande que grande. Estaba en el lugar equivocado, lo sabía. Se iba a tener que mudar. San Francisco, probablemente, donde estaba el dinero de la tecnología. Donde se necesitaban personas para explicar las cosas complicadas. Antes o después se iba a tener que ir allí. O a Nueva York. Pero no se decidía. El tiempo pasaba. Entonces, sorprendentemente, San Francisco fue a ella. Por así decir. Más tarde supo que había un juego perpetuamente en curso, alimentado por gente de los negocios inmobiliarios y contables del sector de las tecnologías, en el que el premio era prever de manera correcta cuál sería el Silicon Valley que vendría después del anterior. Con el objetivo de adelantarse. Por algún motivo su ciudad natal cumplía con todos los requisitos secretos. En plena revitalización, con la clase correcta de personas, los edificios correctos, y energía eléctrica, y una buena velocidad de internet. Los primeros exploradores ya andaban husmeando.
Meg consiguió que un amigo de un amigo le presentara a un tipo que conocía a un tipo, que arregló una entrevista con el fundador de una nueva empresa. Quedaron en una cafetería del centro de la ciudad. Tenía veinticinco años y acababa de bajar del avión que lo había traído de California. Una especie de genio de los ordenadores nacido en el extranjero. Con algo nuevo que tenía que ver con software médico y aplicaciones en los teléfonos de la gente. La señora Shevick admitió que nunca había estado del todo segura de qué era el producto, salvo que sabía que era la clase de cosa que hace rica a la gente.
A Meg le ofrecieron el trabajo. Vicepresidenta superior de Comunicaciones y Asuntos Locales. Era una empresa emergente y primeriza, con la tinta fresca, por lo que el salario no era grandioso. Apenas un poco más de lo que ya estaba ganando. Pero había un paquete entero y gigante de beneficios. Acciones, un plan de jubilación astronómico, un seguro de salud de los mejores, un coche cupé europeo para conducir. Más otras cosas raras de San Francisco, como pizza gratis y golosinas y masajes. Le gustaba todo. Pero las acciones eran lo más importante con diferencia. Un día podía ser multimillonaria. Literalmente. Así era como sucedían estas cosas.
Al principio anduvo bastante bien. Meg hizo un gran trabajo manteniendo los tambores en redoble, y dos o tres veces durante el primer año pareció que podían llegar a la cima. Pero no fue así. No precisamente. El segundo año fue lo mismo. Todavía brillante y glamuroso e innovador y la próxima gran empresa, pero no pasó nada. El tercer año fue peor. Los inversores se pusieron nerviosos. El caudal de dinero que entraba se redujo mucho. Pero no flaquearon. Alquilaron dos pisos de su edificio. No más pizza ni golosinas. Las camillas de masajes se plegaron y se guardaron. Trabajaban más duro que nunca, mano a mano en espacios reducidos, todavía decididos, todavía seguros.
Entonces a Meg le dio cáncer.
O, más exactamente, descubrió que tenía cáncer desde hacía aproximadamente seis meses. Había estado demasiado ocupada como para ir al médico. Pensaba que el peso que estaba perdiendo era porque trabajaba demasiado. Pero no. Era un mal diagnóstico. Era un cáncer agresivo, y estaba bastante desarrollado. El único rayo de esperanza era un puñado de tratamientos nuevos. Eran caros y exóticos, pero las pruebas habían sido prometedoras. Parecían funcionar. Su tasa de éxito estaba aumentando. No había otra opción, dijeron los doctores. Se despejaron las agendas y a Meg le dieron turno para la primera sesión a la mañana siguiente.
Que fue cuando empezaron los problemas.
—Algo fallaba en su seguro —dijo la señora Shevick—. Su número de cuenta daba error. Se estaba preparando para quimioterapia, y había gente que entraba y salía preguntándole su nombre completo y la fecha de nacimiento y su número de Seguridad Social. Fue una pesadilla. Estaban al teléfono con la aseguradora, y nadie sabía qué