las gotas de agua de la cara y del pecho y se pasó ambas manos por el pelo. Al día siguiente era viernes. Día de pago. Tras pagarle a María el alquiler del mes, se gastaría lo que le quedase en cerveza y unas cuantas partidas de billar. Alguna mujer ayudaría también a liberar tensiones. Llevaba demasiado tiempo sin compañía femenina.
Cerveza fría y sexo caliente. ¿Qué mejor solución para dormir bien por la noche?
Satisfecho con aquella idea, Dillon regresó a la cama y esperó a que amaneciera.
El bar se alzaba solitario a las afueras del pequeño pueblo. Las bombillas de las farolas brillaban escasamente sobre el aparcamiento infestado de malas hierbas. Sobre el tejado del establecimiento de madera, un cartel de neón amarillo decía Backwater Saloon.
Mientras aparcaba su pequeño sedán blanco entre dos furgonetas con remolque, Rebecca Blake consideró que no se trataba de un nombre muy original pero, desde luego, encajaba en el lugar.
Resolute, Texas. Población, 2.346
Tras conducir más de setecientos cincuenta kilómetros de llanura, autopistas interminables y carreteras secundarias polvorientas, había acabado allí. Resolute parecía ser como el resto de pueblos pequeños por los que había pasado Rebecca desde que había aterrizado en el aeropuerto de Midland. Una calle larga y principal, edificios de ladrillo de los años veinte y, al menos, un bar, si no dos, donde los lugareños se reunían después del trabajo.
De acuerdo con la guía de viaje que Rebecca había leído, Resolute, como muchos otros pueblos de Texas, había prosperado gracias al petróleo cuando un ranchero en busca de agua se había topado, en su lugar, con oro negro. Aunque ese apogeo petrolero ya había cesado, seguía quedando suficiente petróleo para abastecer una pequeña refinería y dar beneficios suficientes para que aquel pequeño pueblo siguiera apareciendo en los mapas.
Sin embargo, el Backwater Saloon era cualquier cosa menos tranquilo. Incluso con las ventanillas del coche subidas, Rebecca pudo oír la música country del establecimiento cuando las puertas al estilo del viejo oeste se abrieron y dieron paso a un par de hombres. Mientras se reían, ambos se encendieron unos cigarrillos y se apoyaron sobre la barandilla de madera a fumar. Su conversación era animada y ambos iban vestidos de forma casi idéntica: vaqueros, botas, camisas de rayas remangadas hasta los codos. La única diferencia era que uno llevaba una gorra de béisbol y el otro un sombrero vaquero.
Rebecca había visto más vaqueros, sombreros y botas en los últimos tres días que en sus veintiocho años de vida. No es que la gente en Boston no llevara vaqueros. Por supuesto que se llevaban. Incluso ella tenía algunos. Pero en Texas era más bien el modo de llevarlos lo que lo hacía diferente. Era como si aquel tejido les perteneciera. Lo llevaban con la misma aceptación y seguridad con la que la realeza llevaba las coronas. Allí el vaquero no tenía nada que ver con la moda sino con la funcionalidad.
De pronto una rubia salió por la puerta del bar como una stripper de una tarta. Su falda roja era lo suficientemente corta como para que la arrestaran en la mayoría de estados y su camiseta blanca tan ajustada como para cortarle la circulación. Se abrazó a uno de los hombres, el más alto, el que llevaba el sombrero, y, acto seguido, los tres regresaron al bar.
Rebecca nunca había estado en un lugar como el Backwater Saloon. Ni siquiera había visto uno así antes de ir a Texas. Habría mentido de no admitir que tenía miedo. Más bien estaba aterrorizada. Entrar en un bar plagado de hombres un viernes por la noche no era lo más inteligente que hubiera hecho recientemente. Si acaso, era algo totalmente estúpido. Una locura.
Sólo podía imaginarse lo que dirían su hermano y su hermana si supieran dónde estaba y lo que estaba haciendo. Melanie se pondría hecha una fiera y trataría de razonar con ella. Sean, por otra parte, probablemente la mataría.
Pero no podía permitir que eso la detuviese. Había llegado demasiado lejos, ya había esperado demasiado. Le gustara o no, iba a hacerlo esa misma noche.
Tras tomar aire, Rebecca abrió la puerta del coche y salió, sintiendo inmediatamente el calor y la humedad del ambiente. A pesar de haberse recogido el pelo con una coleta, varios mechones comenzaban a rizársele, rebelándose contra la humedad. Más por nervios que por vanidad, Rebecca se enderezó el cuello de su blusa rosa de manga larga y se ajustó el cinturón de sus pantalones negros.
«Puedes hacerlo», se dijo a sí misma mientras se colgaba el bolso al hombro y cerraba la puerta del vehículo. No había dado más de dos pasos cuando una masa de pelo y dientes afilados se abalanzó sobre ella desde el remolque de una de las furgonetas aparcadas a su lado.
Con un grito de pánico, Rebecca se encaramó sobre el capó de su coche y se dio cuenta, aliviada, de que el perro estaba atado con una correa en el remolque. El animal, que parecía una mezcla entre un oso y un pastor alemán, continuó ladrando.
–Buen perro –dijo Rebecca mientras se apartaba lentamente sin dejar de mirar al animal–. Perro bueno. Quieto.
Finalmente, el perro se sentó, sin dejar de mirarla fijamente. Con el corazón latiéndole con fuerza, Rebecca se dio la vuelta y comenzó a atravesar el aparcamiento hasta llegar al porche de madera del bar. Un cartel sobre la entrada rezaba: No se permiten perros ni lagartos.
Dado que el cartel no decía nada sobre profesoras de tercer grado de Boston, Rebecca empujó las puertas de madera.
Una vez dentro, una nube de humo la golpeó con fuerza mientras el aire frío se impregnaba en su piel caliente y húmeda. Por encima de la conversación y de la música que reconoció como una canción de Willie Nelson, podía escucharse el sonido de las bolas de billar en una mesa en una de las esquinas. Cervezas de neón colgaban de las paredes, inundando el interior con brillos amarillos, rojos y azules.
Al dar otro paso hacia delante, la sala, a excepción de la canción de Willie Nelson, quedó en silencio.
Parecía como si todas las cabezas del lugar se hubieran girado hacia ella al mismo tiempo. «Ya está», pensó Rebecca tratando de tragarse el nudo de pánico que sentía en la garganta. «Voy a morir».
Aunque, probablemente, sólo pasaron unos segundos, le pareció una eternidad antes de que las conversaciones volvieran a fluir lentamente y el juego de billar prosiguiese su curso. Aunque sabía que todos seguían mirándola, Rebecca se acercó a la barra y se sentó en el único taburete disponible. A su izquierda, un hombre joven y delgado con patillas tipo Elvis Presley y nariz aguileña le dirigió una mirada de curiosidad, mientras que, el hombre mayor de su derecha, se tocó el ala del sombrero vaquero y sonrió, haciendo que su cara se llenara de arrugas.
–¿Qué tal? –dijo el hombre con una voz seca y ronca–. Elton Potter.
–Señor Potter –dijo Rebecca con una leve sonrisa–, Rebecca Blake.
–La gente me llama Elton –dijo el hombre–. Por aquí no somos muy elegantes.
Rebecca miró a su alrededor y observó la sala llena de humo, el polvo en el suelo de madera y la cabeza de búfalo que había colgada sobre la mesa de billar. Además, la piel de una enorme serpiente de cascabel adornaba la entrada a los servicios.
Desde luego, Elton tenía razón al decir que no eran muy elegantes.
De pronto apareció un camarero limpiando un vaso con un trapo. No era muy alto, tenía la nariz achatada y los brazos anchos.
–¿Qué le pongo?
–Chardonnay, por favor.
El hombre a su izquierda se rió pero, cuando el camarero le dirigió una mirada de reprobación, se aclaró la garganta y se centró en la cerveza que tenía en la mano.
Rebecca se dio cuenta del cartel que había al otro lado de la barra y que decía: No te metas con Texas ni con Lester. Al parecer, ése era Lester.
El camarero sacó una botella de vino blanco de debajo de la barra, le quitó el polvo con un trapo, la abrió y sirvió el vino en un vaso de whisky. Deslizó el vaso sobre la barra de madera y colocó junto a la bebida una pequeña servilleta