Barbara McCauley

Legado de mentiras


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pero lo había superado, había mirado a su alrededor y se había acercado a la barra con seguridad para sentarse en un taburete. Incluso había sentido cierta admiración hacia ella al ver que no se estremecía ante el intenso escrutinio de todos los asistentes al local.

      Encajaba allí como un cactus en un jacuzzi pero, fuera quien fuera, y quisiera lo que quisiera, iba a mandarla a paseo tan pronto como pudiera.

      Dillon observó la servilleta que Lester le había entregado. Estaba seguro de no haber visto a esa mujer con anterioridad, a no ser que hubiera estado borracho. Era una posibilidad, aunque bastante escasa. Aun así, la recordaría.

      Lo que significaba que Peter la habría enviado. Aunque nunca antes había enviado a una mujer. Maldición. Debería haberse marchado mientras ella estuviera en el baño.

      Pero estaba muy cómodo sentado donde estaba y, además, le quedaba media cerveza. No se lo perdonaría si se marchara antes de terminársela.

      Y, para ser sincero, sentía cierta curiosidad. Observó la servilleta en la que ella había escrito su nombre, le dio la vuelta y colocó la cerveza encima. O no era muy inteligente o, desde luego, la chica tenía agallas. Más que el resto de hombres que la habían precedido. Ellos habrían ido a esperarlo al trabajo, o lo habrían esperado fuera de casa, pero no habrían puesto un pie en un lugar como aquél.

      Fuera lo que fuera, dado que, aparentemente, había llegado hasta tales extremos para encontrarlo, decidió que, al menos, la escucharía.

      Supo que estaba de pie a su lado. Incluso antes de que hablara, Dillon pudo captar su fragancia. Era el tipo de olor dulce y floral que un hombre no sólo quería oler, sino también saborear.

      –¿Dillon Blackhawk?

      Él ignoró la pregunta y su voz aterciopelada y agarró la cerveza con fuerza. Dillon sabía que todo el mundo en el bar estaba observándolo, esperando. Inclinó la botella de cerveza levemente en su mano y luego comenzó a subir la mirada observando su cuerpo y deteniéndose a la altura de sus pechos. Redondos, contundentes, el tamaño perfecto para la mano de un hombre.

      –¿Es usted Dillon Blackhawk? –repitió ella levantando la barbilla.

      Finalmente el levantó la vista y la miró a los ojos. Eran unos ojos verdes que lo pillaron desprevenido.

      –¿Quién quiere saberlo?

      –Me llamo Rebecca Blake –contestó ella mientras se sentaba frente a él.

      El nombre no le dijo nada, pero Dillon notó que tenía una boca sensual. Al no responder Dillon, Rebecca buscó en su bolso y extrajo de él una fotografía, que luego deslizó sobre la mesa. A Dillon le llevó un momento darse cuenta de que era la foto de su graduación en el instituto. ¿Realmente había habido un tiempo en que había sido tan joven? Aparte de la foto del carné de conducir y del ejército, era la última vez que recordaba que alguien le hubiese sacado una foto. ¿Qué diablos hacía esa mujer con ella?

      Aun así, no mostró reacción alguna.

      –Necesito saber si he encontrado al hombre apropiado –dijo ella finalmente.

      –Eso depende de lo que estés buscando, cariño –dijo Dillon levantando una ceja.

      Ella apretó aquellos increíbles labios y enderezó su, ya de por sí, rígida espalda.

      –¿Es usted Dillon Takota Blackhawk?

      Su pregunta fue un golpe verbal que lo alcanzó de lleno. Takota. Su segundo nombre ni siquiera figuraba en su partida de nacimiento. Lo había adquirido más tarde gracias a su abuelo. Nadie lo conocía. Al menos, nadie que estuviese vivo.

      –Señorita –dijo Dillon entornando los ojos–, tiene exactamente cinco segundos para decirme quién es y lo que quiere.

      Capítulo Dos

      Una cosa era buscar a un hombre, pensaba Rebecca sin sacar las manos de debajo de la mesa para que él no pudiera ver lo mucho que temblaban. Otra muy distinta era encontrarlo.

      Rebecca miró fijamente a Dillon Blackhawk, tratando de encontrar algún parecido con el chico de diecisiete años de la fotografía al que le habían ofrecido becas en todas las universidades en las que había solicitado admisión, y algunas en las que no la había solicitado, y que había desaparecido tras su graduación en el instituto. Trató de descubrir alguna semejanza remota con el capitán del equipo de fútbol y el chico encargado de dar el discurso de despedida de su clase.

      Pero no había ninguna reminiscencia de aquel chico en el hombre que estaba sentado frente a ella. No había rastro de aquella sonrisa encantadora, ni del brillo de desconfianza en la mirada, ni de la inclinación rebelde de su cabeza.

      Aquel Dillon Blackhawk podía haber sido esculpido a base de granito. No sólo su pecho ancho y fornido bajo su camiseta azul marino, sino también sus rasgos faciales eran severos y angulares, su boca firme y dura, sus ojos casi tan negros como su pelo largo y revuelto. Rebecca habría jurado que se había equivocado de hombre a no ser por la estructura de su cara. Los pómulos marcados, la mandíbula angulosa y la piel bronceada dejaban constancia no sólo de su herencia nativa sino de su pertenencia a la familia Blackhawk.

      –Ya le he dicho quién soy –contestó ella, aunque sabía que su nombre no le diría nada–. La razón por la que estoy aquí es un poco más compleja.

      –Le diré una cosa –dijo Dillon con tono de aburrimiento–, diga palabras de menos de tres sílabas y hable muy despacio. Quizá así sea capaz de seguirla.

      Por raro que pareciera, Rebecca nunca había imaginado que su encuentro con Dillon fuese a ser tan difícil. Aunque no imaginaba que fuese a recibirla con los brazos abiertos, tampoco había esperado que fuese a ser tan brusco y desagradable.

      El sonido del cristal rompiéndose y luego una retahíla de insultos hicieron que Rebecca se estremeciera. Miró por encima del hombro y observó el alboroto que se había formado en torno a la mesa de billar, donde dos hombres discutían hasta que un tercero intervino y los separó. Volvió a mirar a Dillon, que parecía totalmente ajeno al altercado.

      –¿Hay algún lugar tranquilo al que podamos ir a hablar?

      –Cariño, si vamos a un lugar tranquilo, no podremos hablar –dijo él con los ojos negros brillantes–. Simplemente iremos directos a la parte buena.

      Rebecca se dio cuenta de que estaba tratando de provocarla y, la verdad, lo estaba consiguiendo. Seis meses atrás, probablemente, habría salido corriendo. No, no probablemente. Seis meses atrás habría estado en casa corrigiendo exámenes y escuchando a Mozart en vez de estar sentada en ese bar escuchando a una mujer contar cómo su novio la había engañado con otra.

      Rebecca miró fijamente a Dillon a los ojos y dijo:

      –No hay necesidad de ser grosero.

      –¿Estoy siendo grosero? –preguntó el arqueando las cejas–. Yo considero groseras las mentiras y el soborno, señorita Blake. Vaya corriendo a Peter y dígale que, la próxima vez que envíe a una mujer a molestarme mientras estoy bebiendo, será mejor que sea una fulana.

      Una cosa era ser grosero y otra ser vulgar. Rebecca levantó la barbilla y frunció el ceño.

      –Si el soborno es el dinero que le he dado al camarero, simplemente estaba comprando información. No he mentido en nada y no tengo ni idea de quién es Peter.

      –Ahora está mintiendo sobre lo de mentir –dijo Dillon poniéndose en pie–. La conversión ha acabado.

      –Espere.

      Sin pensarlo, Rebecca estiró la mano y lo agarró del antebrazo. Su piel estaba caliente bajo su mano y sus músculos eran como de acero forjado. Era muy alto y Rebecca supo que, con un movimiento de su mano, podría quitársela de encima. Cuando Dillon le dirigió una mirada de odio, también supo que debería soltarlo; desde luego una persona más sabia lo habría hecho. Pero no lo haría, y no le importaban