como a él le gustaban.
Cuando sonó el teléfono, lo ignoró. Cuando volvió a sonar, frunció el ceño. ¿Para qué diablos le pagaba al criado si no era para ocuparse de las aburridas tareas del día a día?
El mayordomo apareció en la puerta poco después y se aclaró la garganta antes de hablar.
–El señor Edmunds al teléfono, señor. ¿Le digo que está usted aquí?
«Ya era hora», pensó.
–Contestaré en mi despacho –dijo él.
Se desplazó a la habitación contigua, cerró la puerta tras él y descolgó el auricular, que estaba sobre su escritorio de cristal.
–¿Y bien? –dijo.
–He tenido un contratiempo temporal.
Apretó el auricular con fuerza al escuchar las palabras de su interlocutor.
–¿Qué diablos quieres decir con contratiempo temporal?
La voz del hombre al otro lado de la línea sonaba clara y despreocupada.
–La estuve siguiendo hasta esta mañana. Entonces se me pinchó un neumático y la perdí.
–Trabajas para mí porque se supone que eres el mejor –exclamó sintiendo cómo la sangre le palpitaba en las sienes. Entonces, respiró hondo y trató de controlarse–. Te pago mucho dinero, Edmunds.
–Ya le he dicho que es temporal. Sé lo que ella está haciendo y adónde va. Le voy pisando su precioso trasero.
–No te quiero en su trasero, demonios –siseó él al teléfono–. Te quiero encima de ella. Te quiero delante de ella. Quiero que respires el mismo aire que ella, al mismo tiempo. No vuelvas a llamarme hasta que no la tengas.
Colgó el teléfono de golpe, se apuró el whisky que le quedaba en el vaso y se pasó una mano por la cabeza.
–Maldito idiota.
Puede que estuviese molesto, pero no estaba preocupado. Incluso aunque esa mujer encontrara al hijo de William, y dudaba de que así fuera, las posibilidades de que él la ayudara eran más bien escasas. A excepción de una temporada en el ejército, Dillon Blackhawk había estado deambulando por el oeste de Texas durante los últimos dieciséis años. Ni siquiera el hecho de ganar cuarenta millones de dólares había conseguido sacarlo de su escondite. ¿Qué posibilidades había de que lo hiciera ahora?
Aun así, sabía que tenía que tener cuidado. No había estado dejándose la piel durante los últimos veinticuatro años para que una estúpida mujer dejara su vida hecha jirones. Haría lo que fuera para asegurarse de que nadie interfiriera.
Una semana más y sería libre por completo. Tenía tiempo de sobra para hacer lo que tenía que hacer antes de levar anclas. Cuando lo hubiera hecho, no habría persona sobre la Tierra capaz de encontrarlo.
Capítulo Tres
Teresa Angelina Bellochio sintió la primera contracción cuando se bajó del autobús. No fue más que una pequeña punzada, pero suficiente como para hacerle contener el aliento. No estaba preocupada. Era demasiado pronto como para estar de parto. Sólo estaba de ocho meses y, el día anterior, el doctor de la clínica de San Antonio le había asegurado que todo iba bien y que no pasaría nada por recorrer distancias cortas.
No le había quedado más remedio que hacer el viaje de trescientos kilómetros en autobús. En San Antonio no le quedaba nada más que dolor. Su novio había negado que el bebé fuera suyo y sus padres le habían dado la espalda al negarse a abortar o dar el niño en adopción. Su padre la había insultado y le había dicho que era la vergüenza de la familia Bellochio.
Teresa se pasó la mano por la tripa preguntándose cómo podría ser una vergüenza algo tan preciado. No le importaba tener apenas dieciocho años, ni que tuviera que trabajar para mantenerse a ella y al niño. Sabía que sería duro, pero moriría antes que renunciar a su bebé. Había cometido errores, sí, pero decidir quedarse a su bebé no era uno de ellos.
Miró a su alrededor en la terminal de autobuses. Montones de personas se apresuraban de un sitio a otro con maletas y mochilas. Caras nuevas, lugar nuevo. Estaba nerviosa pero, al menos, tenía un trabajo allí. No estaba muy bien pagado, pero era la posibilidad de empezar una nueva vida. Nunca miraría atrás ni pensaría en lo que había dejado. No sabía el sexo del bebé. La única ecografía que se había hecho hacía tiempo no había sido precisa. Pero no le importaba que fuese niño o niña. Sólo rezaba para que estuviese sano. Incluso había elegido los nombres. Carissa si era niña, Cade si era niño. Pensaba que iban a ser felices allí, los dos juntos. Incluso aunque no pudiera darle a su hijo nada más que amor, por el momento, sería suficiente.
Sintió otra punzada en el estómago y dudó por un momento, pero se le pasó rápidamente. El doctor le había dicho que era muy normal experimentar contracciones ligeras en las últimas semanas del embarazo, pero no debía preocuparse a no ser que fueran fuertes o constantes, o a no ser que rompiera aguas. El doctor también había dicho que la mayoría de las madres primerizas se pasaban de la fecha prevista. Pero estaba ya tan gorda que Teresa deseaba que su hijo naciera el día que le habían dicho, el veintinueve de julio, en cuatro semanas.
Ya casi no podía esperar a tener a su bebé en brazos, a poder darle un beso en la mejilla. «Pronto, mi amor», pensó mientras agarraba su maleta. Se dirigió a una cabina de teléfono que había fuera de la terminal, sacó un papel de su cartera e introdujo unas monedas en el aparato. Al oír la señal, marcó el número que su nuevo jefe le había dado.
«Hoy es el primer día del resto de nuestras vidas», pensó mientras sonreía y volvía a acariciarse la tripa.
Una buganvilla de color rojo cubría el porche de la pequeña casa de ladrillo en el 324 de Via Verde Lane. El césped del jardín delantero, aún húmedo por el rocío de la mañana, estaba despejado y recién cortado, y montones de margaritas decoraban el lugar. En las ramas de la buganvilla, los gorriones revoloteaban y cantaban mientras un arrendajo abusón picoteaba las semillas del comedero de pájaros que colgaba de uno de los aleros del porche.
Aparcada al otro lado de la calle, con las ventanillas bajadas, Rebecca estaba sentada en el coche, esperando.
Excepto por el sonido de un aspersor lejano, había habido muy poca actividad en Via Verde desde que ella había llegado a las seis y media de la mañana. Al otro extremo del bloque, una mujer con bata blanca y zapatillas rosas había salido y recogido el periódico. Diez minutos después, en el lado contrario de la calle, un hombre con peto gris se subió a una furgoneta blanca y se marchó.
Era un vecindario antiguo y la mayoría de las casas eran de ladrillo. Las aceras estaban limpias pero agrietadas a causa de los árboles que, probablemente, habrían sido plantados hacía cuarenta años. Los buzones, todos ellos de metal y colocados sobre estacas de madera, se alineaban a los lados de la calle como centinelas silenciosos.
A Rebecca le costaba imaginarse a Dillon Blackhawk viviendo allí. En un apartamento quizá, o incluso en una cueva en la montaña, pero no en un tranquilo vecindario familiar. Si su furgoneta no hubiera estado aparcada fuera, habría pensado que le habían dado una dirección equivocada.
Volvió a mirar el número y la calle que había escrito en la servilleta en el Backwater Saloon. Había tenido que pagar por la información la noche anterior con chupitos de tequila con Dixie y su amiga, Jennie. Imitó a Dixie con el limón y la sal y se bebió el primer chupito. Le bajó por la garganta como una bola de fuego. Estuvo a punto de ahogarse y las dos mujeres se rieron y le sirvieron otro chupito. Ése le entró con más suavidad.
El tercero apenas lo sintió.
Hasta que esa mañana se había despertado sintiendo un taladro en la cabeza. Dos tazas de café y una aspirina habían conseguido mitigar el ruido que sentía en el cerebro, pero seguía sintiendo que los ojos iban a caérsele en cualquier momento. Por si acaso sucedía,