Barbara McCauley

Legado de mentiras


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      Dillon nunca había averiguado el apellido del ama de llaves. Para él, era simplemente Rosie. La mujer no habría tenido más de veinticinco años cuando trabajaba en Circle B. Había vivido en la casa de invitados con su hija y, a veces, la pequeña de pelo castaño deambulaba por el granero, queriendo dar de comer a los caballos o jugar con los gatos.

      –Becky –murmuró Dillon.

      –Así solías llamarme, junto con «mocosa» y «enana». Una vez me subiste a tu caballo y me diste una vuelta alrededor del corral –dijo ella–. Me dijiste que me agarrara con fuerza a la silla de montar para no caerme.

      Dillon no recordaba qué había dicho exactamente, pero se acordaba a la perfección de las risas de la niña al subirla al caballo. Había sido una niña curiosa, con el pelo rebelde y agujeros en las playeras. Y unos ojos grandes y verdes. Los mismos ojos grandes y verdes que se encontraba mirando en ese momento.

      –¿Cómo puedes recordar eso? No tendrías más de cuatro años.

      –Acababa de cumplir cinco –dijo ella–. Y lo recuerdo porque tu padre salió del granero minutos después. Estaba tan furioso que pensé que iba a pegarte. Pensé que había hecho algo malo y supe que te había metido en problemas. Cuando él me bajó del caballo, estaba aterrorizada, así que salí corriendo.

      –Si te aburres y tienes tiempo para darle paseos en poni a las hijas del servicio –recordó Dillon lo que su padre le había dicho–, entonces es que no te he dado las suficientes tareas.

      Dillon había pasado las dos últimas semanas de sus vacaciones de verano limpiando las cuadras y pintando la verja del jardín de su madre. Pero él sabía que esas tareas extra no eran porque tuviera demasiado tiempo libre, sino porque había traspasado la línea entre los blancos y los indios que su padre le había marcado. La línea entre los pobres y los ricos. William Blackhawk había dejado muy claro que, todo aquél que no tuviera pura sangre nativa, era inferior. Eso incluía a las niñas pequeñas de ojos verdes a las que les gustaba montar en poni y jugar con los gatitos.

      Al escuchar el sonido de un coche en el garaje de al lado, Dillon se enderezó. Lo último que necesitaba era que los vecinos comenzaran a cotillear, diciendo que el inquilino de María estaba en la entrada hablando con una preciosa morena a las seis y media de la mañana. Incluso estaba seguro de que la propia María estaría en ese preciso momento observando la escena desde la ventana de la cocina.

      –Por favor –dijo Rebecca–. Sólo escúchame.

      Dillon supuso que no se marcharía hasta que no la hubiera escuchado. Si ése era el único modo de librarse de ella, así sería. Pero la escucharía sin correr el riesgo de que cualquier vecino pudiera estar observándolos.

      Se dio la vuelta, abrió la puerta y la miró por encima del hombro. Rebecca seguía apoyada contra la verja, observándolo.

      A Rebecca le llevó un rato darse cuenta de que Dillon estaba esperando a que entrara. Una cosa era entrar a un bar lleno de gente, o incluso estar en la entrada, y otra muy distinta era estar a solas con el hombre en cuestión.

      –¿Tienes miedo de que nadie te oiga gritar? –preguntó él arqueando las cejas al ver que Rebecca vacilaba.

      «Algo así», pensó ella. Pero, cuando vio la cara de burla que tenía, se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se sintió furiosa.

      –¿Qué pasa con el perro? –preguntó apartándose finalmente de la verja.

      –Ya ha comido –dijo Dillon, y abrió la verja. El animal salió corriendo y ladrando alegremente.

      –Sí, ¿pero y tú? –preguntó Rebecca. El perro le olisqueó los zapatos, levantó la cabeza y ladró una vez. Luego salió corriendo hacia el jardín.

      –Yo sólo muerdo si me lo piden por favor –dijo Dillon mientras Rebecca cruzaba la puerta.

      «Sí, claro», pensó ella. «Como si eso fuese a ocurrir alguna vez».

      La hierba del jardín trasero estaba tan bien cortada como la de delante. Había una mesa de hierro con sillas a juego en un porche cubierto con puertas de cristal. Una verja cubierta con alambre de espino rodeaba un amplio huerto que albergaba unos tomates del tamaño de pelotas de béisbol.

      Rebecca recordó una película que había visto una vez titulada La última cena. Trataba de un grupo de amigos que invitaban a una persona a cenar. Luego, durante la cena, votaban para decidir si el invitado debía vivir o morir. Los invitados desafortunados eran liquidados y enterrados en el jardín bajo una planta de tomates, que alcanzaban unas proporciones desorbitadas.

      Rebecca abrazó su bolso con fuerza y se sintió aliviada al recordar que llevaba un spray antivioladores. Cuando Dillon abrió la puerta del garaje, ella volvió a dudar durante un momento.

      –Si has cambiado de opinión… –dijo él frunciendo el ceño.

      –No –dijo ella colocando la mano sobre la puerta al ver que comenzaba a cerrarla–. No he cambiado de opinión.

      Entró al garaje. Dillon la siguió, encendió una luz y cerró la puerta tras ellos.

      Al observar la sala, Rebecca se dio cuenta de que sólo había una salida. Una única vía de escape.

      El garaje había sido convertido en un estudio. Las paredes eran blancas y el suelo estaba cubierto con una alfombra de color azul oscuro. A su derecha se alzaba una pequeña mesa de madera y dos sillas que delimitaban la zona del comedor. A su izquierda, una puerta abierta dejaba ver el cuarto de baño. En el centro del apartamento, una silla de cuero marrón, una lámpara y una mesa de café que constituían el salón. En un rincón se encontraba una cama enorme empotrada contra la pared que, obviamente, conformaba el dormitorio. Un fuerte olor a café inundaba la habitación.

      No parecía la típica casa de un hombre que poseía cuarenta millones de dólares. Pero era funcional, estaba limpia y ordenada. Aparentemente, para Dillon eso era suficiente.

      Rebecca se giró hacia Dillon y señaló la mesa de la cocina.

      –¿Puedo?

      –Claro –dijo él apoyándose contra la encimera de la cocina–. Perdona si no tengo té y bollos.

      Rebecca se sentó y colocó sobre la mesa el bolso y la carpeta.

      –Hace veinticuatro años, tu tío Jonathan y tu tía Norah se dirigían a casa de vuelta de un largo día en el rodeo infantil anual del condado de Wolf River. Sus tres hijos, Rand, de nueve años, Seth, de siete, y Elizabeth, de casi tres, iban en el asiento trasero.

      –Mira, si no puedes contarme algo que no sepa, entonces esto…

      –Por favor, deja que empiece por el principio –dijo ella. Había repasado la historia cientos de veces en su cabeza y sabía que ésa era la única manera de empezar.

      Dillon apretó la mandíbula y se apoyó contra el marco de la puerta.

      –Se desató una tormenta sin previo aviso –prosiguió ella–. Un relámpago cayó en la carretera, haciendo que el coche se saliese de ella y se precipitase por un barranco. Jonathan y Norah murieron en el acto.

      Rebecca sacó el artículo de periódico de la carpeta y lo colocó sobre la mesa. El titular decía: Una familia de cinco personas muerta en accidente de tráfico. Dillon observó el artículo y luego volvió a mirar a Rebecca.

      –Tus primos no murieron aquella noche, Dillon –dijo ella–. Fueron separados y alejados de la escena del accidente. A Rand le dijeron que toda su familia había muerto y que él era el único superviviente. A Seth le dijeron lo mismo, y Elizabeth era demasiado pequeña para comprender lo que había sucedido. Ni siquiera supo que había sido adoptada hasta hace siete meses.

      –¿Adoptada? –preguntó Dillon–. ¿Qué quieres decir?

      –Todos fueron adoptados. A Rand lo adoptó una pareja de San Antonio. A Seth una familia de Nuevo México. A Elizabeth