Juan Gossaín

Que les den cárcel por casa


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a la casa, o el atracador del mercado bogotano de San Victorino que le arrebató la billetera a una señora casi tan pobre como él.

      Las preguntas me agobian el cerebro: ¿cuánto ha crecido la impunidad en los últimos años? ¿Los delitos de la corrupción son los que más generan impunidad? ¿Qué es lo que está pasando con la Justicia colombiana?

      Salgo a la calle en busca de respuestas a esas preguntas que, más que preguntas, son angustias que mantienen abatido al país entero. Consulto a expertos e investigadores. Me reúno con los estudiosos de la realidad social.

       ¿Pena de muerte?

      Durante diez años, Elisabeth Ungar fue la directora de Transparencia por Colombia. Es ella la que, de entrada, me recibe con esta frase tan realista como demoledora:

      —La impunidad es el mejor aliado de los corruptos.

      Y dondequiera que llego, ya sea a un supermercado o cruzando la calle, mientras espero que cambie el semáforo, la gente siempre me grita lo mismo:

      —Esto no lo compone sino la pena de muerte para los corruptos.

      Muchos de ellos me recuerdan que, hace unos pocos meses, yo escribí para el periódico El Tiempo una crónica sobre la experiencia que ha vivido Singapur, donde la pena de muerte ha derrotado a la corrupción.

      —¿Es aplicable eso mismo en Colombia?

      —No —me responde tajante Andrés Hernández Montes, el actual director de Transparencia—. Nosotros no consideramos que la pena de muerte sea una solución porque, ante todo, eso iría en contra de una gran tarea que tenemos pendiente en nuestra sociedad: el pleno respeto a la vida. Creemos, además, que no hay una única solución para un problema tan complejo como la corrupción. Para atacarla se requieren medidas de distintos enfoques. Así lo hicieron en China y Singapur.

      —Yo considero que la pena de muerte —agrega la señora Ungar— es moralmente inaceptable para cualquier crimen, por grave que este sea. Singapur, sin duda, es un ejemplo mundial de lucha contra la corrupción. Pero ha sido a un costo muy grande en términos de la democracia: se ha restringido la libertad de movilizarse, de expresarse, de elegir y ser elegido.

       ‘La Justicia no opera’

      Poco antes de presentar su renuncia, el entonces fiscal general Néstor Humberto Martínez dijo que estaba aterrado porque la impunidad en Colombia ya estaba en el noventa por ciento. Ha pasado apenas poco más de un año y ya hoy está en 94 por ciento, según me informan voceros de la propia Fiscalía. Los números son siempre así, implacables y hasta desalmados. No disimulan ni guardan las apariencias.

      ¿Y la Justicia? Cada día los escándalos son mayores y más frecuentes. Elisabeth Ungar me responde:

      —La Justicia juega un papel fundamental en esta dramática situación. Mientras el costo de la corrupción (sanciones administrativas, fiscales y penales) siga siendo menor que el beneficio que produce (dinero, poder), los corruptos seguirán actuando.

      El señor Hernández Montes es igual de contundente cuando dice que “una justicia que no opera envía un mensaje claro: el crimen sí paga. Por desgracia, nuestra gente ha dejado de creer en el sistema judicial por los escándalos permanentes de corrupción en la propia Justicia, empezando por sus más altas esferas, como en el denominado ‘cartel de la toga’, como en las redes de corrupción de jueces, fiscales y abogados, como en los fuertes cuestionamientos al exfiscal general de la nación”.

      Hernández concluye con una frase demoledora y terrible, pero elocuente y realista:

      —Un sistema judicial que presenta tantas fallas, más que disuadir al delincuente, lo incentiva a cometer nuevos delitos.

      —Cuando la Justicia se corrompe —remata la señora Ungar— los corruptos hacen fiesta.

       La corrupción regional

      Ustedes no se imaginan lo que a mí me duele cuando tengo que usar estas palabras tan duras, pero es que nuestro país va al garete. Hemos perdido el rumbo. Las redes criminales de la corrupción se han apropiado del Estado colombiano. Ellas lo han capturado, cuando debería ser al revés.

      Los propios dirigentes políticos son el peor ejemplo para el pueblo. A pocos días para las elecciones regionales, los candidatos se amenazan unos a otros, se insultan, se ofenden sin piedad, campean los atentados. A muchos los han asesinado. Casi que son más los candidatos muertos que los vivos. Aunque los vivos –en el otro sentido de la palabra– son los que abundan.

      ¿Quieren ver un ejemplo tremendo y demoledor de esa realidad? ¿Un ejemplo reciente e irrefutable? Aquí les va.

      Los investigadores de Transparencia por Colombia, tras un trabajo complejo y extenuante, lograron establecer que entre gobernadores, alcaldes, concejales y diputados elegidos en la última votación regional para el período 2016-2019, más de la mitad de esos funcionarios estuvieron involucrados en delitos de corrupción, especialmente relacionados con los presupuestos de educación, salud y transporte. ¡Más de la mitad!

      ¿Se puede decir, entonces, que las redes criminales de la corrupción han capturado al Estado colombiano?

      —Sin duda —contesta Andrés Hernández Montes con acento tajante—. En distintos momentos de nuestra historia reciente y en diferentes niveles del propio Estado, se han apoderado de él usando mecanismos oscuros, como el financiamiento de campañas, la asignación de los contratos públicos, el clientelismo. En distintas zonas del país, la corrupción se está perpetuando en el poder, enriqueciéndose y asegurando su propia impunidad.

      —Y como si fuera poco con todo lo que está pasando —agrega Elisabeth Ungar—, como si no fuera suficiente con las penas irrisorias que les impone la Justicia, ahora los corruptos reciben beneficios insólitos, como la casa por cárcel o la prescripción de sus procesos por vencimiento de términos, sin haber resarcido al Estado ni a la sociedad por todos los daños y perjuicios causados.

      —Es evidente —remata Hernández— que de urgencia necesitamos avanzar hacia un sistema judicial mucho más contundente en su capacidad de castigar los delitos cometidos, porque eso es lo que evita que se sigan produciendo actos similares.

       ¿Y la sociedad dónde está?

      Y a todas estas, ¿dónde está la opinión pública? ¿Qué se hicieron los ciudadanos que piden pena de muerte, que gritan en las esquinas, que discuten contra la corrupción en las tiendas del barrio?

      Nosotros, la sociedad colombiana, también tenemos la culpa. No solo porque votamos por ellos, sino porque hemos tolerado esta situación durante años y años, hasta que ya se volvió insoportable.

      El señor Hernández Montes concluye con estas palabras:

      —Ojalá que las elecciones territoriales sean la oportunidad que la gente está esperando para que las protestas se vuelvan realidad.

      Hasta aquí hemos hablado de la corrupción, de la justicia, de la impunidad, de la casa por cárcel, de los términos vencidos, de la tolerancia ciudadana ante el delito, pero nos faltan todavía otros elementos que contribuyen a agravar la situación. Por ejemplo: lo que dura un proceso judicial en este país.

      Hace diez años, según las investigaciones hechas por el propio Estado, un proceso de índole penal duraba en promedio tres años. Hoy dura cinco. El tiempo de esa demora ha crecido un setenta por ciento desde entonces. Como pueden verlo, la situación, en vez de mejorar, empeora.

      La realidad es tan alarmante que, entre dieciocho países de América Latina, Colombia es penúltimo y ocupa el puesto diecisiete entre quienes tienen un sistema judicial más eficiente.

      Para que hagamos unas pocas comparaciones, miren el caso de otras naciones: en México, el tiempo promedio de un proceso penal es de un año, trece meses en Perú y nueve meses en Corea del Sur.

       Epílogo

      Creo que tengo derecho