historia reciente y en diferentes niveles oficiales. Esa es la forma más compleja de corrupción, la pública”.
El sistema judicial
La toma del Estado por las bandas criminales de la corrupción va mucho más allá del simple soborno, según el análisis que hace el señor Hernández, quien agrega a manera de explicación: “En muchas regiones del país vemos que la corrupción está logrando perpetuarse en el poder, enriquecerse y seguir impune, todo ello dentro de una aparente legalidad e, incluso, gozando de gran popularidad”. Y la señora Ospina lo complementa diciendo que, en sus análisis, ellos ya han detectado “que esa toma del poder por la corrupción se facilita por mecanismos oscuros de financiación de campañas políticas, por la asignación discrecional de los contratos y por el clientelismo”.
Entonces tocamos una de las heridas más dolorosas: el sistema judicial. “En el pasado –añade Rosa Inés Ospina–, nuestro Poder Judicial demostró valentía y firmeza al sancionar la corrupción, pero hoy, la justicia necesita fortalecer su legitimidad para volver a lograrlo”. Los directores de Transparencia por Colombia creen, como lo comentan también muchos ciudadanos, que, más allá de penalizar únicamente con cárcel o multas a los corruptos, “ellos deben reparar integralmente los daños que causan”.
¿Un país de ladrones?
Sin embargo, y por mucha que sea la plata que nos roban, y que los bandidos le quitan a la comunidad colombiana, el peor daño que nos hace la corrupción no es la cantidad de dinero que ella nos arrebata, sino el cáncer moral que nos está sembrando en el alma y la conciencia.
Estamos viviendo la demolición de nuestros principios, destruyendo el porvenir de niños y jóvenes. ¿Qué es lo que queremos, por Dios Santísimo? ¿Vivir en un país de ladrones, donde todo el mundo es cómplice con su silencio y su indiferencia? ¿Donde los muchachos crecen viendo al saqueador encopetado que se pasea por los clubes sociales y se regodea en los restaurantes más pizpiretos? ¿Donde hay periodistas que se venden a cambio de un aviso publicitario?
Ustedes no se imaginan lo que a mí me duele hablar con estas palabras tan duras, pero es para ver si el país por fin se estremece y reacciona. Porque Colombia no está para pañitos de agua tibia. Ni el palo está para cucharas. Pero aquí, lo único que se nos ocurre es seguir discutiendo, con cara de sabios, si en castellano se dice correctamente corrompido o corrupto. Si a eso vamos, aprovecho para decirles que la Real Academia Española ya dirimió esa discusión al sentenciar que, cuando se refiere a una persona, se puede usar cualquiera de los dos términos de manera indistinta: “Es tan correcto decir un hombre corrupto como decir un hombre corrompido”, sentenciaron los académicos. Por mi parte, he usado ambas formas en esta crónica.
Epílogo
De modo, pues, que hablemos con franqueza. Al campesino analfabeto y hambriento que se roba una gallina en el patio ajeno, lo meten en el calabozo más sórdido para que se pudra. Pero al político o al funcionario que se graduó con honores de letrado, en las universidades más distinguidas, y que saquea los presupuestos de la salud, la educación, la comida de los escolares pobres, los contratos oficiales para hacer un puentecito aquí o abrir una trocha más allá, a ese, si acaso, y por mal que le vaya, le dan la casa por cárcel.
Lo que propongo desde aquí es que los corruptos sean condenados a devolver todo lo que se han robado, pero con intereses. Ah, y que hagan al revés: que les den la cárcel por casa.
¿Qué hijos vamos a dejarle al país? ¿Muchachos con cerebro de ladrones?
Desde hace muchos años los colombianos solemos repetir, a cada rato y en todas partes, una pregunta que se ha vuelto célebre y que, por eso mismo, se convirtió ya en un lugar común: ¿qué país les vamos a dejar a nuestros hijos?
Hoy en día, tal como están las cosas, con tanta corrupción cotidiana y tanto escándalo por todas partes, yo creo que ha llegado la hora de hacerse, más bien, la pregunta contraria: ¿qué hijos le vamos a dejar a nuestro país? ¿Unos muchachos con cerebros de ladrones? ¿Con alma de delincuentes?
En medio de la zozobra que me causa la situación que estamos viviendo, ahora vengo a comprobar que, por fortuna, no soy el único que se siente asediado por tales preocupaciones. El médico Remberto Burgos de la Espriella, uno de los neurocirujanos más respetados del país, se formuló un día esa misma inquietud con mucha más autoridad que yo, naturalmente, y ha dedicado largos años de su vida, noches de insomnio y horas interminables a buscar una respuesta.
Cordobés y argentino
¿Cómo afecta esta horrible marea de corrupción la mente de los jóvenes colombianos, sus células cerebrales? Esa fue la primera pregunta que se hizo el doctor Burgos. ¿Cuáles son los efectos de la corrupción sobre esos cerebros?
Tuve, por fortuna, la oportunidad de conversar con él a lo largo de un año, de aclarar dudas, de precisar ideas, de oírlo en conferencias, de intercambiar mensajes. El doctor Burgos de la Espriella nació en Argentina por razones circunstanciales, pero todos sus ancestros proceden del departamento colombiano de Córdoba. Lo primero que me dice es que se siente cordobés hasta la médula de los huesos, “ya que soy un neurocirujano con alma de ganadero”. Vive en Bogotá desde los catorce años, allí estudió bachillerato, se graduó de médico y ha hecho especializaciones en Colombia, Estados Unidos y Canadá.
Mientras tanto, recojo por todas partes las historias que me cuentan los padres de familia. Uno de ellos le preguntó a su hijo, de quince años, qué quiere ser cuando termine sus estudios. “Quiero conseguirme un puesto –respondió el muchacho, sin vacilaciones– y en dos meses levanto plata para comprarme una camioneta TLX full equipo”. El padre estuvo a punto de echarse a llorar.
Los hombres del futuro
Sin titubear, con dolor en la voz y una absoluta seguridad, el médico Burgos me dice de entrada: “La corrupción nos está robando mucho más que dinero; nos está robando el futuro del país”.
Y entonces me explica que los escándalos diarios de corrupción crean un ambiente hostil para el desarrollo cerebral de nuestros jóvenes. “Los hace proclives a buscar el camino fácil, la recompensa inmediata. No miden las consecuencias de sus actos y ponen en juego su porvenir. Para ellos, las metas y los propósitos de largo plazo son una utopía cuando ven a muchos de sus compañeros, o de los amigos de sus padres, disfrutando los placeres rápidos que da el dinero ilícito”.
El médico agrega que al país se le ha venido apagando el cerebro ético. Y la educación, que debería ser su gran reconstituyente, se comporta con debilidad ante un problema tan grave. “No lo dude”, me dice. “La tabla salvadora de Colombia solo se conseguirá con la educación”. Verdad que sí: la educación. ¿Qué están haciendo universidades y colegios por la formación ética de sus alumnos? ¿Qué se está haciendo en los hogares para transmitir valores? ¿Qué hacen los medios de comunicación para concientizar a la sociedad? ¿No es hora ya de que nos unamos todos en este propósito?
El chicle de bomba
Al proseguir con su análisis, el médico Burgos evoca el pasado reciente del país, las tribulaciones vividas, las tragedias y angustias.
—La cultura del narcotráfico corrompió las entrañas del Estado y sacudió los valores más profundos del país. Hizo tambalear la democracia. Hoy ha sido reemplazada por lo que yo llamo generación chicle de bomba, esos funcionarios jóvenes y ostentosos, de ambiciones desmedidas, que se comportan como lo hacían los hijos del narcotráfico. Su fuente ya no es la coca, sino los recursos del Estado. Se inflan de emociones y viven exhibiendo sus recursos materiales, aunque sean ilícitos.
Claro, pienso yo, acá en la cocina: como no hay justicia, ni siquiera les importa que se sepa. Ni les da vergüenza. Según los describe Remberto Burgos, “son ágiles e imaginativos,