de cardenillos. Diez años, veinte años, la memoria se transforma en fibras, en manchas. Todo se había vuelto silencioso. Pero en la cabeza el rumor de la vida continuaba su estrépito, su música, sus cantinelas.
La primera travesía del océano, Juan Moguer no quiso compartirla con nadie. Era la mayor prueba de su vida; para llevarla a cabo quería estar solo con Andriamena. Tras la larga espera en las islas de Cabo Verde, todo el mes de diciembre, mientras se intensificaba el viento, partieron hacia el Oeste, sobre un océano magníficamente calmo, en la dirección del sol poniente. La roda del Azzar rompía las olas sin esfuerzo, apartando las nubes de peces voladores. Sin duda Moguer no había vivido jamás un momento más intenso en su existencia. Sarah no lo podía entender. Todo el resto, los honores, el dinero, las películas, aun el amor, todo se borraba. Eran imágenes, fotos mohosas acomodadas en sus cajas de zapatos, las baratijas, los recuerdos, los trofeos que había tirado antes de irse.
El cuerpo del Azzar avanzaba por el medio del océano. En la cresta de cada ola que venía había colgada una cabellera de espuma que se rasgaba en el viento. El casco no gemía, no mostraba ningún signo de esfuerzo. Apenas una pequeña desaceleración antes de remontar la ola. Y siempre la vibración del mástil y de los estayes tendidos como nervios.
Por la noche, Moguer no podía dormirse. Escuchaba cada ruido, cada chirrido, cada oleada. Luego Andriamena le tocaba el hombro, y él saltaba de su catre en el cockpit para tomar su turno en el timón. No era cuestión de soñar despierto en el gran lecho triangular. Ni en el cuarto de baño con su bella bañadera turquesa. Por otra parte, Andriamena la utilizaba para almacenar las botellas de agua mineral. Moguer no se afeitaba más. Para lavarse, se contentaba con pasar un poco de agua potable por la cara, por el cuello. Todo estaba salado, frío, pegajoso. De noche, el océano era un demonio invisible, maligno. Se encontraban a veintidós grados de latitud Norte, casi sobre la línea de Cáncer. El primer día del año habían bebido una botella de champaña refrescada en el agua de mar.
Moguer no podría olvidar jamás el momento en que el Azzar llegó a la visión de la primera isla. Al vigésimo sexto día de travesía (había consignado todo meticulosamente en el libro de a bordo), al alba, hacia las seis, con un mar hermoso, habían visto algo, más bien lo habían sentido, una presencia, muy cerca, por encima de la línea del horizonte, hacia el Sur, Sudoeste. Las olas ahora llevaban el barco, rodaban bajo la popa. En unos minutos apareció una larga franja de tierra oscura, bordeada de una cascada de olas rompientes. Como en la leyenda, fueron recibidos primero por un vuelo de gaviotas que rozaban sus caras, el ojo malvado clavado en esos intrusos, y derrapaban en el viento chillando. Luego se produjo la entrada triunfal en la bahía de Pointe-à-Pitre.
Era esta ebriedad la que Moguer había cultivado en adelante en soledad. Un sentimiento de un poder infinito, algo que lo emparentaba con un rey o con un héroe. Ser dueño de su propio destino, de su porvenir. Donde otros habrían seguido los caminos habituales, de salones en palacios, acudiendo a sus citas en paquebotes de crucero o en sus avionetas particulares, él había franqueado la prueba de este océano completamente solo con un marino taciturno. Llegaba adonde nadie lo esperaba. Podía cambiar de rumbo, ir hacia Antigua, Puerto Rico, o bien remontar el viento hacia el Sur, hacia Saint Lucia, Barbados o aún más lejos, hasta Trinidad y Tobago. Luego hacia el continente salvaje, violento, sobre un mar manchado con el barro de los ríos, hacia Barranquilla, hacia Cartagena. Era libre. La fuerza de las olas había entrado en él. El viento, la luz del sol, la sal habían comido sus pestañas y quemado su cara del alba al crepúsculo. Todavía tenían para treinta días de víveres y de agua potable, todo era posible, incluido el virar al Sudeste y rehacer la ruta que los corsarios seguían antaño de Brasil a la costa africana.
De pie en la punta del navío, Andriamena observaba la línea oscura de tierra donde rompían las olas. No decía nada. No demostraba deseo alguno, ninguna expectativa en particular. Aquí o allá para él era lo mismo. Era un hombre sin ataduras, sin tierra, sin familia. Jamás hablaba de un entorno que fuera suyo, de una mujer que lo esperara, de niños. ¿Sería quizás la primera vez que atravesaba el océano o ya lo había hecho? Parecía conocerlo todo y no reconocer nada. Una tarde, un par de horas antes de llegar, el viento era tan débil que no lograba hinchar la vela. Moguer lo había sorprendido frente a la mesa, examinando la carta. Con el largo de sus dedos dúctiles calculaba la distancia que quedaba por recorrer. Se había detenido en el emplazamiento exacto de su llegada, la famosa Pointe des Châteaux, que se extendía recta como un dedo en el mar.
Todo eso había sido mucho tiempo atrás. Juan Moguer se acordaba de ese sentimiento de poderío. Entonces decía, con un orgullo de catalán: “Lo que quiero, puedo”. Y lo hacía. Así, podía pasar noches sin dormir, con Albán y otros, compañeros de reencuentro, bebiendo en los bares, escuchando la música de los guadalupeños. Era la época en que lo desafiaba todo, cedía a las apuestas más estúpidas. Cuando dejaba el barco en las Antillas para una cita en febrero en Nueva York, iba de camiseta floreada, en la tormenta de nieve, al Central Park, o en el ferry de Staten Island. Acaso se creía verdaderamente inmortal.
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