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Abordajes literarios


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más terribles de mi vida, para salvar a uno tenía que dejar morir al otro; la lógica, el tiempo y el espacio me hicieron condenar a Ricardo.

      –¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

      No me olvidaré nunca de su voz, de su rostro, de su angustia, de su nombre, “ayúdame”, me pedía Manuel Veiga Varela, de veintidós años, casado, con un hijo, natural de Moaña y vecino de Trintxerpe, casi rozándome las manos.

      –¡Ven por min! ¡Ven por min!

      Menos me olvidaré de Ricardo Souto Barreiro, de veinticinco años, casado, con tres hijos, oriundo de la Puebla del Caraminal, natural de Trintxerpe y vecino de Pasajes Ancho, lejísimos, con lágrimas en los ojos me pedía un “ven por min, ven por min”, en letanía interminable. Se dio cuenta desde un principio que no haría nada por él.

      –¡Sujeta el cabo, leche!

      Apenas me quedaban fuerzas cuando se lo lancé sobre los brazos, se me acabaron, Lolo no tenía más que soltar la malleta y aferrar el chicote, pero no lo hizo.

      –No puedo mover los dedos.

      –Muévelos cojones, muévelos y agárrate.

      –No puedo.

      Las olas nos zarandeaban como a corchos de palangre a la deriva y no obstante, a pesar de su fragor y estruendo, no acallaban el susurro que llegaba nítido y acusador a mis oídos.

      –Ven por min. Ven por min.

      Mientras imaginaba recursos imposibles mis músculos se abandonaban a la rigidez de la congelación, mente y cuerpo se contradecían aunando esfuerzos para perderme, estaba perdido y mi sentimiento único, obsesivo, era de culpa.

      –Por los clavos de Cristo, agárrate.

      Lolo me sonrió como disculpándose.

      –Non teño maus.

      Se quedó sin manos y sin habla, como iba a quedarme yo de un momento a otro, no me olvidaré de la expresión de sus ojos claros, plácida, de su sonrisa tranquila, de la belleza que adquirió de pronto su rostro, tan guapo como no lo fue jamás en vida. Comprobé la realidad de una leyenda, los que mueren congelados lo hacen sonriendo.

      –Ven por min...

      Hice un último esfuerzo, giré mi cuerpo hacia la red y confirmé lo que no me había ofrecido dudas desde un principio, lo imposible de los quince metros.

      –Ven...

      Miré hacia Carín, conecté con su mirada y en ese instante, para ampliar el horror hasta lo insoportable, dejó de repetir el ven por mí. La sombra de barba de su rostro imberbe le daba un aire angelical, trágico y hermoso, muerto y seguía llorando con una sonrisa de felicidad eterna, seguía llorando después de muerto, sonreía. Los dos quedaron con el noble aspecto de estatuas griegas esculpidas en hielo, no sentía mi cuerpo, probablemente yo fuera otra estatua de cristal. Una idea absurda cruzó por mi mente pero me aferré a ella como a una tabla de salvación, no sonreír, mientras no sonriera algún milagro podría resucitarme, la clave era no sonreír, fruncí el ceño, apreté las mandíbulas y agoté el recuelo de mi voluntad oprimiendo los labios. No sé exactamente lo que ocurrió, lo que me contaron, quedé flotando a merced de las olas y una de ellas me embarcó en el bote salvavidas que venía en nuestra ayuda, un salvamento milagroso, “menuda cara de mala leche tenías” me dijeron mucho después. Aguanta y no sonrías fue mi último pensamiento lúcido, cuando me desperté a bordo del Bikote me estaban sacudiendo más leches que en el cuartelillo de la guardia civil, no podía mover ni las pestañas, para hacerme entrar en calor, para que reaccionara, me habían desnudado y se afanaban en golpes, masajes, agua hirviendo y plancha, hasta me plancharon, envuelto en mantas me pasaron la plancha eléctrica y ese debió ser el mejor remedio, todavía tengo en la espalda cicatrices de las quemaduras pero eso debió salvarme. Abrí los ojos y conseguí pronunciar dos palabras, los dos nombres foco de mi elipse obsesiva:

      –Lolo... Carín...

      –No te preocupes, les hemos perdido pero no te preocupes, has hecho todo lo que has podido. Ocúpate de ti.

      Claro que yo quería vivir, pero me sentía un canalla total, un sentimiento de culpa tan agobiante que me llevaba la imaginación a sus rostros en una elipse sin escapatoria, obsesiva, los dos agarrados al filamen, con las siras amarillas de sus trajes de agua, mirándome sonrientes. Manuel Veiga Varela y Ricardo Souto Barreiro fueron mi pesadilla durante más de un año, me despertaba a medianoche con sus rostros clavados detrás de mis pupilas, pasó más de un año hasta que me pudiera volver a sonreír frente al espejo a la hora de afeitarme.

      –Non teño maus.

      –Ven por min.

      Respiraba, nada tan reconfortante como respirar, el café me supo a hotel de cinco estrellas, pero la obsesa doble imagen de Lolo y Carín me impidió su disfrute, el sentimiento de culpa era agobiante y el tenérselo que explicar a sus mujeres una tortura a la que me sometería como expiación de mi pecado. Cualquier gesto, cualquier movimiento me producía otra tortura, unos dolores articulares tremebundos, como si tuviera oxidados los más íntimos resortes y cartílagos. El café me supo a gloria y me sentó como un tiro, me asusté, algo en mi interior se había roto, un cristal de hielo hecho trizas con las aristas rasgando cuanta entraña salía a su paso, no era dueño de mi cuerpo, la piel en ronchas blancas y rosas, los labios amoratados, en trance de muerte y no había visto mi biografía en ese instante crucial como dicen ver los ahogados sino los dos rostros de sonrisa feliz, irresponsable. La mar turbia, intentando borrarlos de mi mente, golpeaba contra el casco, el grito de no sé quién sonó como una alucinación.

      –¡Ha desaparecido el Bidebieta!

      Imposible, los barcos no se subliman en el éter, no desaparecen en triángulos fantasmagóricos, no se hunden sin dejar rastro cuando están ardiendo y su pareja los vigila a pocos metros de distancia. La mar seguía turbia, arbolada y cruel, pero sobre su superficie ni rastro del Bidebieta, no podía ser, y sin embargo el casco, el arte, los cadáveres habían desaparecido. Me incorporé de golpe para comprobar la increíble evidencia, se me quebró la cintura de vidrio y caí sobre el revoltijo de colchonetas y mantas en que me anidaban, gritos y carreras a mi alrededor, me estaba ahogando y no conseguían izarme a cubierta, moriría congelado, pensé que todo era un sueño y que me despertaría abajo, camino de la sima abisal, entre prunos y celacantos, con dos estatuas griegas atadas a los pies, las estatuas se vengaban de mi incompetencia y sonreían, sonreían, sonreían. Fue Arrozagasti el que me devolvió a bordo pasándome los prismáticos.

      –Mira. Allí va.

      Una alucinación persistente, pero la azul óptica Zeiss no se equivoca, sin marinería y ardiendo el Bidebieta navegaba hacia el Sur, en busca de un horizonte con puesta de sol. Hay siglos en que uno se siente desfallecer, las yemas de mis ateridos dedos se negaban a enfocar de un modo correcto, se me cerraban los párpados, quizá estuviera hundiéndome con las jodidas estatuas amarradas a los tobillos, de ahí la turbia imagen fugitiva.

      –No me lo creo.

      –Lo llevan a remolque.

      Por fin una explicación razonable, volví en mí, de estar camino del fondo, ahogándome, no me preguntaría “¿qué hacemos?”, me volvió el automatismo de los momentos cruciales.

      –Perseguirlo a toda máquina.

      Avante toda, bramó el diesel, saltó el Bikote como un potro desbocado y la tripulación entera se escalofrió con el mismo espasmo, la tensión nerviosa de quien persigue a un pirata. El frío se soporta mejor con la ira que con la culpa, me hice subir al puente envuelto en una frazada y aunque seguía sin poderme hacer la señal de la cruz, sentí cómo se templaba mi ánimo. La transferencia de la culpa a los piratas era el matiz reconfortante, inconfesable, de la puede que insensata persecución. Ignoraba con quién iba a medir mis fuerzas, pero fueran quienes fueran los budistas que se arremangaran. Budistas de mierda, sus madres serían unas cuantas pero ellos eran unos hijos de buda, se necesita tener entrañas de mercader para hacerlo, mientras pasábamos lo que pasábamos largarle una estacha