o engullían a mordiscos una hogaza de pan, examinándola, a cada bocado, como si se tratara de un milagro, algunos tan plácidamente como lo hubieran hecho a la puerta de su propio establo. Una muchacha tenía los ojos encendidos. A propósito, los jóvenes bromeaban, pero se comprendía, a las claras, que algunas alegrías eran forzadas. La mayor parte mostraba apatía o cansancio. El cielo encapotado comenzaba a oscurecerse.
De pronto se oyeron gritos furiosos que provenían de la oficina de los pasaportes. Se vio acudir gente a las corridas. Se supo, luego, que se trataba de un campesino, con su mujer y sus cuatro hijos, a quienes el médico había reconocido enfermos de pelagra. Además, ya a las primeras preguntas se había notado que el padre era loco. Negado el embarque, se entregó a toda clase de violentas extravagancias.
En el muelle había un centenar de personas: parientes de los emigrantes, poquísimos; los más, curiosos; y muchos amigos y deudos de la tripulación, acostumbrados ya a tales separaciones.
Instalado a bordo el pasaje completo, hubo una relativa quietud que dejaba oír el sordo murmullo de la máquina a vapor. Casi todos permanecían sobre cubierta, apiñados y silenciosos. Parecían eternos aquellos últimos momentos de espera. Finalmente, se oyó gritar a los marineros a popa y a proa al mismo tiempo:
–El que no sea pasajero, ¡a tierra!
Estas palabras causaron un estremecimiento general a bordo del Galileo. En minutos descendieron todos los extraños, se levó la planchada, se largaron amarras, sonó un silbido y el barco empezó a moverse. Las mujeres prorrumpieron en llanto; los jóvenes que reían se pusieron graves, y no faltó hombre bien barbudo que, si hasta aquel momento se había mostrado impasible, se pasara la mano por los ojos.
Contrastaba con semejante conmoción la tranquilidad de los marineros y empleados que saludaban a sus amigos y parientes, agrupados sobre el muelle, como si se tratara sólo de una excursión de unas pocas horas rumbo a La Spezia. –Te recomiendo aquel paquete. –Dile a Luisa que cumpliré con su encargo. –Echa la carta al buzón en Montevideo. –Quedamos conformes en lo del vino. –Buen paseo. –Que te vaya bien.
Algunos, que acababan de llegar al puerto, aún tuvieron tiempo de arrojar paquetes de cigarros y naranjas a los que se iban, algo de todo eso fue recogido en el aire, pero los últimos regalos cayeron al mar. En la ciudad brillaban las luces. El vapor se deslizaba, poco a poco, en la penumbra del puerto, casi furtivamente, como si se llevase carga de carne humana robada.
Gustave Flaubert
Desde la orilla
(“Un corazón simple”, Tres relatos, 1877)
Para despejarse, Félicité le pidió a madame Aubain que le permitiera recibir en casa a su sobrino Víctor.
Él llegaba el domingo, después de misa, con las mejillas coloradas, con el pecho desnudo y oloroso al campo que había atravesado. Félicité enseguida lo conducía a la mesa. Almorzaban uno frente al otro. Ella, para ahorrar, comía lo mínimo posible. Y a él lo atiborraba de tal manera que terminaba por dormirse. A la primera campanada de vísperas, lo despertaba, le cepillaba el pantalón, le hacía el nudo de la corbata y tomados del brazo, la tía plena de orgullo maternal por su sobrino, partían hacia la iglesia.
A él los padres siempre le encargaban algo: que le pidiese a la tía un paquete de azúcar, jabón, aguardiente, y hasta dinero. Además, él le llevaba sus harapos a la tía para que los remendara. Félicité aceptaba gustosa el encargo, porque lo obligaría a volver a su sobrino.
En agosto, su padre hizo embarcar a Víctor en el cabotaje.
Era tiempo de vacaciones. La llegada de los hijos de la señora consoló a Félicité. Pero Pablo se estaba volviendo caprichoso y Virginia ya no tenía edad para tutearla, lo que impuso una barrera entre ellas.
Víctor navegó a Morlaix, a Dunkerque, a Brighton; de cada viaje le traía un regalo. La primera vez fue una cajita recubierta de caracolas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran pan de jengibre en forma de hombre. Se iba poniendo buen mozo, Víctor, con su bigotito, sus lindos ojos francos y su gorra de cuero echada hacia atrás como un piloto. La entretenía contándole historias repletas de términos marineros.
Un lunes, era el 14 de julio de 1819 (Felicité no olvidó la fecha), Víctor le dijo que se había enrolado para travesías largas, que en dos días iba a embarcarse en el vapor de línea de Honfleur para alcanzar su goleta, presta a zarpar desde Le Havre en dos días más. Y dos años podría tardar en volver.
La perspectiva de una ausencia tan larga entristeció mucho a Félicité; para despedirse del sobrino por segunda vez, el miércoles por la noche, tras cenar con madame Aubain, se calzó los suecos y se tragó las cuatro leguas que separan Pont-l’Évêque del puerto de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de doblar a la izquierda dobló a la derecha, se perdió entre unos astilleros, volvió sobre sus pasos; unas personas a quienes preguntó le dijeron que se diera prisa. Bordeó la dársena llena de barcos tropezando con las amarras; luego el terreno iba en descenso, con luces que se entrecruzaban, y Félicité se creyó loca: veía caballos por el cielo.
Otros relinchaban al filo del muelle, espantados por el mar. Una pluma los iba alzando para depositarlos en la cubierta de un barco, donde se tropezaban los viajeros entre barriles de sidra, cestos de quesos, sacos de cereales; se oían cacarear gallinas, el capitán blasfemaba y un grumete permanecía de codos en la borda, indiferente a todo. Félicité, que no lo había reconocido, gritaba: “¡Víctor!”; el grumete alzó la cabeza; pero justo cuando Félicité se lanzaba hacia él retiraron la planchada.
El paquebote, que unas mujeres remolcaban cantando, salió del puerto. Crujía su casco, pesadas olas fustigaban su proa. Ya establecidas sus velas, no se vio a nadie en cubierta; sobre el mar, plateado por la luna, se vio como una mancha negra que palidecía, se borroneaba, hasta que desapareció.
Al pasar por el Calvario, Félicité quiso encomendar a Dios lo que más quería; y rezó mucho tiempo, de pie, bañada en lágrimas la cara, los ojos hacia las nubes. La ciudad dormía, rondaban unos aduaneros; y por las bocas de la esclusa caía el agua, sin parar, con rumor de torrente. Las dos sonaron.
El locutorio no se abriría antes del amanecer. Y si volvía tarde, se enfadaría la señora; entonces, a pesar de su deseo de darle un beso a Virginia, Félicité no se quedó a esperar. Cuando entraba a Pont-l’Évêque, se despertaban las mozas de la fonda.
¡Y el pobre muchacho, durante meses, iba a rolar sobre las olas! Sus viajes anteriores no la habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía; pero América, las colonias, las islas, todo eso estaba allá perdido, Dios sabe dónde, en el fin del mundo.
Desde entonces, Félicité no pensó más que en su sobrino. Los días soleados la atormentaba la sed; cuando había temporal, temía al rayo por él. Y al oír el viento que rugía en la chimenea y arrancaba las pizarras del techo, lo veía azotado por la misma tempestad, en el tope de un mástil partido, el cuerpo echado hacia atrás bajo un manto de espuma; o bien, recuerdo de la geografía en estampas, lo devoraban los salvajes, se lo llevaban los monos a un bosque, moría caminando por una playa desierta. Pero Félicité jamás hablaba de sus preocupaciones.
Madame Aubain tenía otras por su hija.
Las buenas monjas decían que era cariñosa, pero delicada. La menor emoción la perturbaba. Hubo que abandonar el piano.
Su madre exigía al convento una correspondencia fija. Una mañana que el cartero no llegaba, madame Aubain se impacientó; se paseaba por la sala, de la butaca a la ventana. ¡Era verdaderamente extraordinario! ¡Cuatro días sin noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Félicité le dijo:
–Yo, señora, hace ya seis meses que no recibo una...
–¿De quién?
La criada contestó suavemente:
–Pues... de mi sobrino.
–¡Ah! ¡Su