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Abordajes literarios


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en mar,

      ¡Oh noches!, ni la claridad desierta de mi lámpara

      Sobre el papel vacío que la blancura defiende,

      Ni la joven que amamanta a su hijo.

      ¡Yo partiré! Vapor que balanceas tu arboladura,

      ¡Leva el ancla hacia tierras exóticas!

      Mi hastío, desolado por esperanzas crueles,

      Todavía cree en el supremo adiós de los pañuelos.

      Y puede ser que los mástiles, que invitan a la tormenta,

      Sean de los que un viento sobre el naufragio

      Inclina, perdidos, sin mástiles, sin mástiles ni fértiles islotes...

      Pero oye, corazón: ¡el canto de los marineros!

      Dormía profundamente cuando el patrón Bernard arrojó arena contra mi ventana. Apenas abierta, recibí en la cara, en la piel, y hasta en el alma, el soplo frío, delicioso, de la noche. El cielo estaba límpido, azulado, vivo del temblor de las estrellas.

      Al pie del muro, el marino me decía:

      –Buen tiempo, señor.

      –¿Viento?

      –De tierra.

      –Está bien, ahí voy.

      Media hora más tarde, yo bajaba a largos pasos por la costa. El horizonte empezaba a palidecer y veía a lo lejos, tras la bahía de Anges, las luces de Niza, y luego, más lejos aún, el faro de Villefranche.

      Ante mí, vagamente en la sombra pálida, se aparecía Antibes, con sus dos torres, entre los viejos muros de Vauban. Por las calles, algunos perros y algunos hombres, obreros recién levantados. Por el puerto, nada más que el muy leve balanceo de las tartanas a lo largo de los muelles, y el casi imperceptible chapoteo del agua. Cada tanto, el chirrido de alguna amarra que se tensaba, la fricción de un bote contra un casco. Los barcos, las piedras, el mar mismo, parecían dormir, bajo el firmamento espolvoreado de oro, vigilados por el ojo del pequeño faro alerta sobre el acantilado que domina el puerto.

      Frente al astillero del maestre Ardouin, percibí un resplandor, sentí un movimiento, oí voces. Me esperaban. El Bel Ami ya listo para zarpar.

      Bajé al salón iluminado por un par de candelabros instalados, como si fueran compases náuticos, junto a los sillones que hacen las veces de camas al llegar la noche. Vestí mi chaquetón de mar hecho con piel, me calcé mi abrigado casquete y salí a los muelles. Habían sido ya largadas las amarras, y los hombres, tirando de la cadena, dejaban el ancla a pique. Luego, comenzaron la maniobra de izar la vela mayor, que se elevó, lentamente, en medio de las quejas monótonas de los motones y la arboladura. Una vez arriba, se extendió larga y pálida en la noche, ocultando el cielo y los astros, agitada ya por el viento. Frío y seco, nos llegaba desde la montaña, invisible todavía, pero, según lo sentíamos, cargada de nieve. Era débil, ese viento, apenas despierto, indeciso, intermitente.

      Mientras los hombres izaban a bordo el ancla, tomé el timón; y el barco, tal un gran fantasma, se deslizó por sobre el agua tranquila. Era necesario, para salir del puerto, maniobrar entre las tartanas y las goletas dormidas. Suavemente íbamos de una dársena a otra, remolcando nuestro bote, corto y redondeado, que nos seguía como un pichón, apenas salido del huevo, sigue a un cisne.

      Una vez en el canal, entre el acantilado y el fuerte, el barco, más ardiente, aceleró su andar, pareció animarse como si hubiera entrado en él una alegría furiosa. Danzaba sobre las ligeras olas, innumerables y chatas, surcos móviles de una llanura ilimitada. Al salir de las aguas muertas del puerto, sentía la vida del mar.

      No había marejada, dirigí la proa entre los muros de la ciudad y la boya Quinientos Francos que señala el gran canal, luego derivé hasta ponerme viento en popa y puse rumbo para doblar el cabo.

      Nacía la mañana, se extinguían las estrellas, el faro de Villefranche cerró por última vez su ojo, y noté en el cielo lejano, sobre Niza, unos resplandores rosados, eran los glaciares de los Alpes cuyas cimas iluminaba la aurora.

      Le entregué la caña a Bernard para mirar la salida del sol. La brisa, más fresca, nos hacía correr sobre el oleaje violeta, agitado como si hirviera. Una campana empezó a sonar, lanzando al viento los tres golpes rápidos del Angelus. ¿Por qué el sonido de las campanas parece más urgente al amanecer y más pesado al crepúsculo? Amo esta hora fría y liviana del día, cuando los hombres todavía duermen y se despierta la tierra. El aire está lleno de temblores misteriosos que no conocen quienes se demoran en sus camas. Se aspira, se bebe, se ve que la vida renace, la vida material del mundo, la vida que recorre los astros y cuyo secreto es nuestro inmenso tormento.

      Raymond dijo:

      –Vamos a tener viento del Este.

      Bernard respondió:

      –Creería que viento del Oeste, más vale.

      Bernard, el patrón, es flaco, discreto, notablemente limpio, cuidadoso y prudente. Barbudo hasta los ojos, tiene la mirada buena y la voz buena. Es hacendoso y franco. Pero todo lo inquieta a bordo, la onda que se encuentra de pronto y anuncia viento en altamar, la nube alargándose por encima del Esterel, reveladora de un mistral por el Oeste, y hasta la subida del barómetro, que también puede anunciar una borrasca del Este. Excelente marino, vigila todo sin pausa, y lleva su afán de limpieza a tal punto que se pone a frotar los cobres apenas una gota de mar los ha salpicado.

      Raymond, su primo, es un joven morocho y robusto, de grandes bigotes, infatigable, alegre, igual de hacendoso y franco, pero menos inquieto, menos nervioso, más resignado a las sorpresas y las traiciones del mar.

      Bernard, Raymond y el barómetro están no pocas veces en desacuerdo y actúan, sólo para mí, una divertida comedia de tres personajes, uno de ellos, el más preciso, mudo.

      –Vamos bien –dice Bernard.

      Hemos pasado el golfo de Salis, hemos franqueado Garoupe y nos aproximamos al cabo Gros, una roca plana y alargada a ras de las olas.

      Ahora se nos aparece la cadena de los Alpes, una ola monstruosa que amenaza al mar, una ola de granito coronada por la nieve y con picos semejantes a espasmos de espuma congelados. El sol se alza tras esos hielos sobre los cuales la luz resbala como una colada de plata.

      Al doblar el cabo de Antibes, descubrimos la isla de Lérins, y lejos, por detrás, la atormentada cadena de Esterel. Esterel es el decorado de Cannes, una deliciosa montaña de fantasía, azulada, con una elegante silueta y una coquetería de cotillón, pintada a la acuarela sobre un cielo teatral por un creador complaciente, sin otro fin que servir de modelo a los ingleses paisajistas, y como objeto de admiración a altezas tísicas o indolentes. A cada hora del día, Esterel cambia de efecto y encanta los ojos de la alta sociedad.

      La cadena de montañas, limpiamente dibujada, se recorta por la mañana sobre el cielo azul, de un azul tierno y puro, de un bonito azul con algo de púrpura, un azul etéreo de playa meridional. Pero al atardecer, sus flancos boscosos se vuelven sombríos, vuelcan una mancha negra sobre un cielo de fuego, un cielo inverosímil de tan dramático, de tan rojo. Nunca vi, en ninguna otra parte, puestas de sol tan maravillosas, con semejantes incendios del horizonte entero, con semejantes explosiones de nubes. Nunca asistí a una puesta en escena tan hábil, tan soberbia, ni a tal renacer cotidiano de efectos excesivos y magníficos que fuerzan la admiración, pero harían sonreír un poco de ser pintados por el hombre.

      Las islas de Lérins, que cierran por el Este el golfo de Cannes y lo separan del golfo Juan, parecen islas de opereta, instaladas allí para mayor placer de hibernantes y convalecientes.

      Desde alta mar, donde nos encontramos ahora, parecen dos jardines de un verde sombrío recostados sobre el agua. En la punta de Saint-Honorat se alza, con sus pies en el agua,