Liz Fielding

Engaños inocentes


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hablando el lunes. Solo te lo he contado porque quiero que hagas dos cosas por mí –dijo, dirigiéndose a la puerta–. Primero, quiero que busques la regulación contractual para niñeras profesionales. Entérate de lo que puedas sobre formación, cualificaciones, salarios y ese tipo de cosas.

      –¿Y lo segundo?

      –Llama a este número –contestó, sacando una tarjeta del bolso– y pide una cita para mí. Es una clínica de fecundación artificial.

      Daniel Redford, apoyado en el Mercedes, miraba las oficinas de la Agencia de Secretarias Garland. Las fabulosas chicas Garland. Eran famosas por ser las mejores cualificadas de toda la ciudad, pero la puntualidad no debía ser una de sus virtudes, pensaba.

      –¿Va a estar aquí mucho tiempo? –preguntó el guardia, que ya había pasado por allí un par de veces. Antes de que pudiera contestar, la puerta de la agencia se abrió y una mujer se acercó al coche.

      –Siento mucho haberle hecho esperar –se disculpó Amanda. Daniel tuvo oportunidad de ver un cabello oscuro, liso y brillante, un par de ojos grises y una sonrisa por la que se hubiera hecho perdonar hasta el mayor de los pecados–. Me he liado a última hora.

      Su voz era suave y un poco ronca y le causaba un extraño efecto. Cuando Daniel la miró a los ojos, sintió que el suelo se abría peligrosamente bajo sus pies.

      A él podía liarlo cuando quisiera, pensaba.

      Cuando le abrió la puerta del coche, el efecto mareante de aquella mujer aumentó al ver un par de piernas envueltas en medias de seda negra bajo una falda que apenas asomaba por debajo de la chaqueta gris, unas piernas que se extendían casi hasta el infinito, gracias a los zapatos de tacón alto. El policía se fijó también y le sonrió como diciendo: «menuda suerte».

      Daniel se aclaró la garganta.

      –No se preocupe. Hoy andamos todos de cabeza.

      –¿Ah, sí?

      Amanda estaba colocando sobre el asiento su ordenador portátil y, cuando se dio cuenta de que el chófer seguía sin cerrar la puerta, levantó la mirada. Un par de ojos azules la dejaron momentáneamente clavada en el asiento.

      Y eso fue antes de que el hombre sonriera. No era una sonrisa de anuncio. Era una sonrisa conspiradora, ladeada, como la de un pirata.

      Desde luego, pocos hombres podían compararse con él físicamente. Le sacaba más de una cabeza, tenía unos hombros que parecían capaces de soportar todos los problemas del mundo y una estructura ósea que le daba carácter a su rostro. Era un hombre lleno de atributos. Y sus ojos eran verdaderamente poco comunes. Si hubiera estado buscando un hombre en lugar de un donante de esperma, no encontraría una proposición más atractiva.

      –Póngase el cinturón de seguridad, por favor –dijo él, antes de cerrar la puerta.

      –¿Qué? Ah, sí, claro –murmuró Amanda, absurdamente mareada–. ¿Por qué andan hoy de cabeza? –preguntó, cuando el atractivo chófer se sentó frente al volante. Le interesaba el tema. Prestar atención a los detalles era lo que le había ganado reconocimiento en el mundo de los negocios.

      –Porque nos falta gente –explicó él–. El conductor que tenía que venir a buscarla ha tenido que ir urgentemente al hospital.

      –¿Un accidente?

      –No sé si llamarlo así –sonrió el hombre–. Su mujer va a tener un niño.

      Un niño.

      La palabra provocó una sensación de ternura en su interior. Era una sensación nueva para ella. Amanda solía comportarse como una sensata empresaria porque era la única manera que conocía de hacer las cosas. Beth era la tierna. La que se enamoraba todos los días, la que suspiraba cada vez que veía un niño. Ella había creído ser inmune.

      Pero cuando su hermano le había dicho que su mujer y él estaban esperando un hijo, había sentido un extraño vacío en su corazón. Por eso, seguramente, se había encontrado a sí misma en la sección de niños de unos grandes almacenes aquella misma tarde, buscando un regalo para su futuro sobrino.

      Había pensado comprar un peluche, pero entonces había visto un par de diminutas botitas de niño. Blancas y tan suaves como el algodón. Y su corazón se había encogido.

      Un niño.

      –¿Es el primero? –preguntó, con una voz que ni ella misma reconocía.

      –El cuarto.

      Cuatro hijos. Amanda se encontró a sí misma imaginando cuatro bultitos blancos con ojos azules y sonrisa de pirata. Le estaba ocurriendo desde hacía semanas. La palabra «niño» despertaba toda clase de fantasías.

      –Cuatro hijos y sigue necesitando que su marido sostenga su mano. Es patético –dijo, irónica. Qué romántico, pensaba en realidad.

      Daniel volvió la cabeza y vio que su encantadora pasajera estaba sonriendo.

      –A mí me parece que es él quien necesita que sostengan su mano –dijo, sonriendo también. Una hora antes, Daniel renegaba de la mujer de su empleado por haberse puesto de parto aquel día, obligándolo a cancelar una reunión e ir a buscar a la cliente él mismo. Pero, de repente, veía las cosas de forma filosófica–. Los hombres somos unos gallinas.

      –Si usted lo dice –sonrió ella. Aunque no creía que el pirata fuera un gallina. En absoluto. Ni siquiera la eficiente señorita Garland podía pensar eso. Y algo le decía que aquel hombre sujetaría su mano con fuerza, le secaría el sudor animándola a respirar… «¡Deja de pensar esas cosas inmediatamente!», se dijo a sí misma–. ¿Podremos llegar a Knightsbridge antes de las diez?

      –Lo intentaré, pero no creo que pueda hacer milagros –contestó él. Amanda se dejó caer sobre el asiento. Debería haber salido hacia Knightsbridge inmediatamente, pero tenía que hablar con Beth. Sin su apoyo, todo sería mucho más complicado. La ciencia moderna podía ofrecer solución a sus necesidades, pero no ofrecía ningún extra, ningún detalle tierno–. Tranquilícese. Si la señorita Garland la regaña por llegar tarde, dígale que intente llegar ella a Knightsbridge a estas horas de la mañana.

      «¿La señorita Garland?» ¿No sabía que era ella? Amanda sonrió, encantada.

      –¿Y de quién debo decirle que es el mensaje?

      Daniel miró por el retrovisor para ver su cara. Solo por ver aquellos labios merecía la pena cualquier cosa. Eran rojos, brillantes y sensuales como el demonio.

      –De Daniel Redford. A su servicio.

      –Se lo diré, señor Redford. Mientras tanto, ya que está a mi servicio, ¿le importaría hacer todo lo posible para que llegue a tiempo al seminario?

      –Lo intentaré –dijo él, pisando el acelerador–. He oído que esa señorita Garland es una vieja insoportable.

      –¿Ah, sí? –la joven de los labios preciosos parecía sorprendida–. ¿Y quién le ha dicho eso?

      –Eso es lo que dicen. Insoportable y eficiente con mayúsculas. ¿Es usted nueva en la agencia?

      –Pues… no –contestó la «vieja insoportable», preguntándose cuál sería su reacción si le dijera la verdad. Pero aquello era más divertido–. Llevo con ella mucho tiempo.

      –Ah, entonces la conocerá bien. ¿Cómo es?

      –Creí que usted lo sabía todo sobre ella.

      –Solo cotilleos –se encogió él de hombros.

      –¿Y los cotilleos dicen que es una vieja insoportable? No, espere, una vieja eficiente.

      –Y muy rica, me imagino, si contrata un coche con chófer para que se desplacen sus secretarias.

      Se lo estaba inventando, pensaba Amanda. Solo para hablar de algo. El descubrimiento la hizo sonreír.

      –La