común le decía que lo mejor hubiera sido llamar a la empresa de alquiler de coches para cancelar la vuelta. Pero era demasiado tarde.
Amanda salió del hotel y buscó a Daniel con la mirada, esperando verlo apoyado en el Mercedes. Cuando vio el coche aparcado se dirigió hacia él sonriendo, pero entonces se dio cuenta de que el hombre que había dentro no era Daniel Redford.
La sonrisa se borró de su cara inmediatamente.
–¿Sí? –preguntó el hombre del Mercedes, cuando ella se acercó.
–¿Es usted de la empresa Capitol?
–Señorita Fleming –escuchó la voz de Daniel tras ella. Amanda se volvió, sorprendida–. He traído otro coche –añadió, señalando un precioso Jaguar color granate–. El Mercedes ha tenido un pequeño accidente esta tarde.
–Vaya, ¿se ha hecho daño?
–No era yo quien conducía –sonrió él–. Espero que no le importe ir en un Jaguar.
–¿Importarme? Es precioso. Un clásico –contestó Amanda. Quizá el coche no merecía tan desmesurada admiración, pero Amanda tenía que disimular los nervios.
–Pues me alegro de que le guste porque hay un pequeño problema –dijo Daniel con una de esas sonrisas imposibles–. No hay cinturón de seguridad en el asiento trasero, así que tendrá que sentarse a mi lado.
–Eso no es un problema. Es un placer –sonrió ella–. Mi padre tenía un coche como este. Pero de color verde oscuro.
–Lo más lujoso en su tiempo.
–Sigue siendo un lujo. Una delicia después de un aburrido día de trabajo.
–Ojalá yo hubiera tenido un día aburrido –suspiró Daniel, sentándose frente al volante.
–Claro, un accidente siempre es un fastidio.
–Eso no ha sido lo peor.
–¿Hay más?
–A mi hija la han expulsado del colegio.
Su hija.
–Lo siento –dijo Amanda. La sonrisa volvió a desaparecer de sus labios. Tenía una hija. Era lógico. Y si tenía una hija, tendría una mujer. La idea hacía que su corazón se encogiera–. ¿Por qué la han expulsado del colegio?
–Bueno, en realidad solo la han expulsado durante una semana –suspiró él–. Ha suspendido varias asignaturas y últimamente está imposible –añadió, poniendo el intermitente para salir a la carretera.
–¿Cuántos años tiene?
–Dieciséis –contestó Daniel–. Su madre la abandonó cuando tenía ocho años. Nos divorciamos hace mucho tiempo, pero me temo que mi hija aún no lo ha aceptado.
–Ah, vaya –murmuró–. Eso es terrible. ¿Qué va a hacer?
–¿Con Sadie? La he puesto a limpiar coches en el garaje. Espero que, después de una semana de trabajo duro, decidirá volver al colegio.
–¿No debería estar con ella en este momento, en lugar de llevarme de un lado a otro?
–Debería. De hecho, iba a venir otro chófer a buscarla, pero con la huelga en el aeropuerto todo se ha complicado. No se preocupe. Estoy seguro de que mi hija está encantada de perderme de vista durante unas horas.
Amanda también estaba encantada.
–Bueno, tiene todo el fin de semana para convencerla.
–Eso espero. ¿Sabe que la han expulsado por teñirse el pelo de negro? –sonrió Daniel.
–¿Solo por eso?
–Bueno, no exactamente.
A Amanda le costó trabajo no reírse cuando él le explicó la verdadera razón.
–Menuda niña.
–¿Sabe una cosa? Creo que eso es lo que hubiera dicho la inefable señorita Garland.
–Ah, entonces supongo que tendré que tener cuidado o me volveré como ella.
–Sí –sonrió él–. Cuando las ranas críen pelo.
–¿Eso es un cumplido?
–Usted conoce a la señorita Garland. ¿Qué cree?
Amanda creía muchas cosas, pero no estaba dispuesta a decírselas.
–Yo diría que he tenido un día muy aburrido y usted uno terrible. ¿Por qué no paramos en algún sitio para tomar un café?
Daniel no contestó inmediatamente y, por un momento, Amanda pensó que se había pasado. Después, sin decir nada, tomó una desviación y paró frente a un pequeño y agradable restaurante.
–¿Le parece bien este?
–¿Sabe leer los pensamientos?
–Todavía no, pero aprenderé –sonrió él.
Si pudiera leer los pensamientos, pensaba Amanda, estaría metida en un buen lío.
–Siéntese, yo llevaré los cafés a la mesa. Me imagino que se ha pasado el día sirviendo café a un montón de ejecutivos.
–Las chicas Garland no sirven café –replicó ella, con una sonrisa.
Estar con Daniel era como estar en la montaña rusa, pensaba. Y sabía que la siguiente media hora podría llevarla arriba o abajo. Se sentaron uno frente a otro y, durante unos minutos, ninguno de los dos dijo nada. Amanda se daba cuenta de que había empezado algo que no sabía cómo terminar.
–Estaba pensando en esas entradas para el teatro –dijo él por fin.
El móvil de Amanda empezó a sonar en ese momento, pero ella lo ignoró.
–¿Entradas?
El teléfono seguía sonando.
–¿No va a contestar?
Amanda tuvo que sacar el teléfono del bolso.
–¿Sí?
–Amanda, ¿dónde estás? ¡Tienes que volver a la oficina! –la voz de Beth sonaba angustiada.
–¿Qué ha pasado? –preguntó, mirando a Daniel por el rabillo del ojo.
–¡He hablado con Guy Dymoke!
–¿El actor?
–¿Actor? No sé si sabe actuar, pero es el tío más guapo que he visto en mi vida…
–¿Y? –la interrumpió Amanda.
–Va a hacer una película en Londres y necesita una secretaria.
–Bueno, pues búscale una.
–De eso nada. Quiere hablar con la jefa.
–¿Cuándo?
–Ahora mismo. Está en el hotel Brown. ¿Cuánto tiempo tardarás en llegar?
Amanda miró a Daniel. El cabello castaño claro, los ojos azules… la montaña rusa estaba descendiendo peligrosamente.
–Espera. Daniel, perdone pero tengo que ir al hotel Brown inmediatamente. ¿Cuánto tiempo podemos tardar?
Daniel se había dejado llevar por el instinto con Mandy Fleming, ignorando todas las reglas. ¿En qué estaba pensando?, se decía.
Si alguna vez se enteraba que uno de sus conductores había hecho algo así, lo despediría sin contemplaciones.
Al menos era lo que iba diciéndose a sí mismo después de dejarla en un hotel con Guy Dymoke, el hombre con el que cualquier mujer querría pasar una noche.
Aunque fuera tomando notas a taquigrafía.
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