Víctor Montejo

El pájaro que limpia el mundo


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avispas.

      Las avispas todas aceptaron ayudar al grillo y así, con toda la ponzoña acumulada en sus aguijones, se metieron dentro de los pumpos y tecomates para ser transportados al lugar donde se desarrollarían los acontecimientos.

      Los jaguares también hicieron lo mismo, llamando en su ayuda a todos los animales más grandes y feroces como los leones, pumas, tigrillos, jabalíes, etc. Se encontraron en el llano establecido y el grillo se acercó saltando para dar el aviso que ya estaban listos.

      Los jaguares, al escuchar que el bando contrario estaba preparado, se abalanzaron furiosos sobre los tábanos y avispas, rugiendo y causando gran pánico entre los habitantes del bosque.

      El conejo esperó el momento oportuno, y cuando lo creyó conveniente, destapó los enormes pumpos y tecomates, saliendo entonces en torrente las furiosas avispas, buscando los cuerpos de sus enemigos para hundirles sus venenosos aguijones.

      El cuerpo de todas las bestias feroces fue cubierto por las envalentonadas avispas, y por más que rugían, corrían y se sacudían, no podían deshacerse de sus atacantes; que cada vez más furiosas inyectaban sus venenos en los ojos, la nariz, debajo de la cola y en todas partes, atormentando horriblemente a los felinos.

      Cansados de lidiar en vano, las bestias se revolcaron por el suelo tratando de librarse de sus incansables perseguidoras.

      Es duro creerlo, pero de esta forma el grillo, con ayuda del conejo y de las avispas logró vencer fácilmente a los temibles jaguares que se desbandaron buscando refugio y salvación en sus cuevas y entre los matorrales.

      El buitre y el gavilán

      No' kajxulem b'oj no' k'uk'um

      Illustration Cierta vez, un buitre y un gavilán, ambos muy hambrientos y voraces, contemplaban a un caballo viejo que parecía más muerto que vivo tendido en su siesta sobre la verde hierba.

      Esto pues, produjo en los rapaces cierta indecisión sobre devorarlo o no, pues el bulto de huesos cubierto del gastado pellejo despedía cierto olor furtivo que les atraía y les atormentaba.

      Largo rato contemplaron al tendido dudando si estaba vivo o si estaba muerto, y como el penco no daba señales de movimiento, el buitre, más ciego cuanto más hambriento, dispuesto a probar los primeros bocados se acercó tambaleándose de contento.

      En cambio el gavilán, gran observador, gritaba desde su árbol muy fatigado:

      —¡Vivo! ¡Vivo! Está bien vivo!» —Y el necio buitre contestaba sin control:

      —¡Muerto, muerto! ¡Muerto, muerto!» —Y como el hambre era más fuerte que su voluntad, el buitre sin pensarlo dos veces se lanzó sobre su presa hundiendo su encorvado cuchillo, de sorpresa, bajo la cola del dormido e indefenso penco que estaba ahí tirado sin presentir ninguna maldad.

      El caballo, al sentir la operación carnicera, se levantó hecho una fiera, y a la velocidad del rayo disparó tremenda coz, dando perfectamente en el blanco, en la borracha cabeza del loco carnicero.

      El gavilán inútilmente prevenía a su camarada gritándole con desesperación:

      —¡Vivo, vivo! ¡Vivo, vivo! —Y éste, ya casi moribundo le contestaba:

      —¡Cierto, cierto! ¡Cierto, cierto! ¡Fui un bruto, no estaba muerto!

      Al ver tan sangrienta escena, el gavilán se acercó con mucha pena mientras al cielo gracias le daba por no haber corrido la misma suerte que su terco y torpe camarada; en tanto que el triste buitre agonizaba listo a entregarse en los brazos de la muerte. Llegando hasta donde el buitre estaba, el gavilán de esta forma lo consolaba:

      —Mi amigo, siento mucho tu desgracia, pero no culpes a nadie, fue tu actitud necia; y si ha llegado tu hora, muere en paz y tranquilo porque muchos aprenderán de tu ejemplo a ser más cuerdos y precavidos.

      El buitre, viéndose sólo y desesperado, prorrumpió en llanto, condenando su locura.

      —¡Un penco, se decía, puso fin a mi existencia! ¡Qué rudeza, fue esto un duro acto de violencia! Pero, ¿para qué torturarme si ya no tengo cura?

      Y así, con un sentimiento triste y profundo el buitre cerró sus vidriosos ojos y musitó:

      —¡Adiós vida! ¡Adiós mundo!

      La paloma y el zopilote

      No' kuwis b'oj no' usmij

      Illustration Ésta es la historia de un zopilote muy sagaz que a una hermosa paloma blanca su divino amor quiso declarar. Cierto es que lo tuvo que meditar mucho a causa de su poca favorecida condición, pero pensando que el amor no tiene fronteras y que la necesidad tiene cara de perro, el enamorado se arregló como pudo y esa misma tarde, muy gallardo, a la paloma se fue a presentar.

      La paloma aparece de pronto, muy bella; y el zopilote se queda extasiado al verla pasar. Quiere correr a hablarle pero se detiene y duda; y por fin se decide:

      —¡Oh tú, divina princesa, oh tú, blanca luz del día, oh tú, paloma de castilla! Dígnate escuchar, te lo pido, el dolor, el llanto, las querellas de este humilde vasallo tuyo que hoy viene con mucho orgullo a declararte su tierno amor.

      La paloma, sorprendida por tan repentina alabanza, contestó:

      —¿Que qué decías tú, loco atrevido? Nunca de tus chiflados compañeros semejantes cosa había oído. ¿Y se puede saber con qué derecho me pretendes tú, a mí; vil amo del desecho?

      El zopilote, sin inmutarse ante el aire de superioridad de su interlocutora, con toda la reverencia de un tipo cortés respondió:

      —Si la ofendo, perdóneme preciosa, pero hace mucho tiempo que no vivo en paz y sólo pensando en usted me mantengo; por eso mi doncella, téngame compasión que a sus divinos pies a postrarme vengo y a pedirle con mucho amor y sumisión, casarse conmigo, cristianamente, nada más.

      Pero la paloma, no tolerando tal imprudencia, con enérgica voz y sin clemencia, contestó:

      —No cabe duda que estás demente o borracho tú, zope asqueroso, y para que sepas de una vez, antes de acabarme la paciencia, te digo cien mil veces que te odio y que ya no me molestes jamás.

      El joven enamorado quiso continuar con su mensaje amoroso, pero la paloma de Castilla le había dado la espalda para no seguir escuchando sus necedades. Y así el zopilote, mudo y cabizbajo ya sin fuerzas, sin esperanzas de conseguir su objetivo, murmurando con quejas al cielo le decía:

      —¡Que me lleve la que me trajo! Si en este mundo soy el más desgraciado; para eso, prefiero morir joven llevando conmigo mi claro pensamiento, que vivir triste, pobre y despreciado.

      Poco tiempo pasó y el zopilote no lograba olvidar su gran romance. Nuevamente comenzó a florecer en su corazón de zope enamorado, el ferviente deseo de amar y amar a aquella princesa orgullosa y altiva que era el cruel motivo de su perdición.

      Convencido pues, que lo más preciado se logra a fuerza de sacrificios y tenacidad, presuroso se arregló otra vez con mil galas, y con paso lento y ritmado se dirigió rumbo al palomar. Pensaba que esta vez no le fallaba la suerte, y que su obligación era luchar por su ideal hasta la muerte; aunque sea ridículo luchar por lo imposible.

      La paloma estaba descuidada cuando el pretendiente llegó a entregar su nueva inspiración. Y así, cual si fuera un elocuente orador, con muy fina cortesía se dirigió:

      —Señorita paloma, perdone su merced, mi necedad; pues siguiendo los impulsos de mi sufrido corazón, enamorado acudo nuevamente a su suma bondad.

      Pero la paloma, orgullosa de su celestial belleza, interrumpió el discurso y con infinito desprecio y gran vileza, furiosa pronunció estas