Victoria Dahl

Demasiado sexy


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viene por ahí.

      Él hizo un mohín y empujó el vaso hacia Jenny.

      –¿Otra cerveza gratis?

      –Creía que no estabas tan desesperado.

      –No lo estoy. Lo que estoy es asustado.

      –De acuerdo –respondió ella, riéndose–. Te invito a otra cuando lo hayas conseguido.

      Walker respiró profundamente y se giró, sonriendo, hacia la anciana de pelo blanco, que tenía un aspecto inofensivo.

      –Vaya, mi casera favorita. Hola, doña Rayleen.

      –Date la vuelta otra vez, Walker –le espetó ella–. No había terminado de mirarte el culo.

      –Yo creía que lo tendrías muy visto, a estas alturas. Lo miras demasiado a menudo.

      –No hay demasiado que valga cuando se trata de un buen trasero, tonto.

      –Vaya, gracias, señora.

      Walker empezó a sonreír con más ganas. En realidad, quería mucho a aquella mujer tan peliaguda.

      –Le estaba preguntando a Jenny dónde te habías metido.

      Rayleen enarcó una de sus cejas plateadas y se sentó en su sitio de siempre, en una mesa que estaba en uno de los rincones del local.

      –¿Es que has decidido aumentar la edad de tus conquistas? ¿Ya no te vale que tengan diez años más que tú?

      Walker notó que le ardían las mejillas. ¿Se refería a Nicole? ¿Acaso lo sabía todo el mundo? Sin embargo, se quitó aquella idea de la cabeza. Rayleen solo estaba bromeando y, además, si él no quería tener que reconocer sus actos, lo primero que tenía que hacer era comportarse debidamente.

      –No. Quería preguntarte por el apartamento que está enfrente del mío. ¿Sigue vacío?

      Ella entrecerró los ojos.

      –Puede ser. ¿Por qué?

      –Charlie, una vieja amistad mía, está buscando piso.

      –Ah. ¿Y cuántos años tiene?

      –Bueno, es más o menos de mi edad.

      Entonces, a ella le brillaron los ojos con más interés.

      –¿Ah, sí? ¿Y trabaja en un rancho?

      –No, no, es responsable de seguridad de un hotel, creo.

      Ella se puso un cigarro en los labios y lo dejó allí, colgando. Él nunca la había visto fumar de verdad, pero parecía que a Rayleen le gustaba tener el tabaco a mano.

      –¿Y qué estatura tiene? –le preguntó ella, mirándolo de arriba abajo. El cigarrillo se le movió entre los labios.

      Walker se movió con incomodidad y carraspeó.

      –Ah, demonios, Rayleen. No lo sé. Menos estatura que yo.

      –Umm.

      Todo el mundo sabía que a Rayleen le gustaba tener a chicos guapos alrededor. A Walker no le importaba. Él estaba muy contento por poder vivir en un apartamento bonito con un precio decente. Y, en aquella ocasión, podía sacar provecho de la admiración que tenía Rayleen por su trasero.

      –A veces he oído que la gente decía que es una monería.

      –¿Ah, sí? –dijo ella, y se puso a barajar unas cartas para empezar el primer solitario del día–. Bueno, iba a alquilarle ese apartamento a un profesor de snowboard, pero se ha roto la pierna, así que no va a poder venir esta temporada. Una pena. Era casi tan grande como tú. Aunque no sé, no estoy segura de eso de que sea una monería.

      –Bueno –dijo Nate–, yo conozco a Charlie desde hace mucho tiempo. Fuimos juntos al instituto.

      –¿Charlie qué?

      Walker carraspeó de nuevo.

      –Charlie Allington. ¿Conoces a los Allington?

      Ella se encogió de hombros. Charlie se había ido del pueblo a estudiar en la universidad, así que tal vez nunca había estado en aquel bar después de tener edad suficiente para poder beber.

      –Charlie es familia de Nate –le explicó a Rayleen.

      Ella murmuró como si no le importara, pero él sabía que Nate le caía muy bien. Tal vez eso pudiera ser una ventaja. Rayleen sacó una carta y la puso boca arriba sobre la mesa. Jenny se acercó y, lentamente, pasó la bayeta por la barra.

      –Está bien –dijo Rayleen, por fin–. Ya me estoy cansando un poco de la gente que viene a trabajar solo para la temporada de invierno. El último me destrozó la tarima de madera. ¿Qué demonios haría? ¿Jugar al hockey?

      Él cabeceó comprensivamente. Todos habían oído quejarse a Rayleen porque había tenido que acuchillar el parqué y volver a barnizarlo, pero él se había enterado de que el verdadero motivo de su enfado era que el chico le había dicho que era una vieja bruja por quedarse con la fianza del alquiler. Walker cabeceó al acordarse. ¿Qué clase de tipo podía decirle algo así a una mujer?

      Ella sacó otra carta.

      –¿Cuánto tiempo quiere alquilar el piso? –preguntó.

      Walker miró a Jenny.

      –¿Durante este invierno?

      Jenny asintió.

      –Ah. Entonces, ¿querría un contrato de seis meses? –preguntó Rayleen.

      –No estoy seguro. Posiblemente.

      –De acuerdo. Dile que venga. No se admiten mascotas ni camas de agua. Un mes de fianza por adelantado. Si me gusta, le ofreceré el contrato de seis meses. Si no, será mes a mes, y puede marcharse antes de que empiece la temporada de esquí.

      –Gracias, doña Rayleen.

      Ella se encogió de hombros.

      –No le estoy haciendo ningún favor a nadie. Solo quiero ocupar el apartamento antes de que empiece la temporada turística.

      –Ah, eres más tierna de lo que aparentas.

      Ella soltó un resoplido.

      –No creas, vaquero…

      Mierda.

      –Bueno, hay una cosa que…

      Ella lo miró al instante.

      –¿Qué?

      Walker miró a Jenny, que hizo un gesto negativo con la cabeza. Sin embargo, Rayleen se iba a enterar más tarde o más temprano y, a él, su madre no lo había educado para que dijera mentiras a las ancianas.

      –Bueno, que, en realidad, Charlie es un diminutivo de Charlotte.

      –¿Charlotte? –repitió ella, y soltó una risotada–. ¿Pero a quién se le ocurre ponerle Charlotte a un hijo…? –preguntó. Y, al instante, se le borró la sonrisa de la cara–. No –dijo, con firmeza y enojo–. No, señor. No me importa que tengas muchísimas ganas de meterte en sus pantalones vaqueros, no voy a permitir que te traigas aquí a una de tus novias.

      –¡No es una de mis novias! ¡No la veo desde el instituto! –exclamó él, y, mirando su vaso de cerveza, murmuró–: Además, yo no tengo novias.

      Rayleen soltó un resoplido.

      –He dicho que no, y se acabó.

      –Vamos, Rayleen. Charlie es una chica estupenda, y te va a cuidar muy bien el apartamento, no como un snowboarder de veintitantos años que estará buscando un piso para tomar copas con sus amigos y dar fiestones.

      –Tiene razón –dijo Jenny–. Los dos últimos chicos a quienes se lo alquilaste eran una pesadilla. Y tú todo el rato estás diciendo que los hombres son muy desagradables.