Alver Metalli

Los dioses inútiles


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      LOS DIOSES INÚTILES

      Un padre que se lanza a la aventura en el Nuevo Mundo recién descubierto para conquistar gloria y fortuna; un hijo que lo sigue, rebelde e inquieto como todos los hijos. Unidos por un gran afecto, los separan sin embargo sus diferentes temperamentos y deseos. Estas diferencias se ponen de manifiesto y se confrontan durante los preparativos para la expedición de Hernán Cortés. En una de las primeras batallas de los conquistadores con los nativos, el hijo desaparece misteriosamente. Durante la travesía de los españoles hasta llegar a Tenochtitlán, el padre va teniendo noticias de que su primogénito decidió quedarse en territorio americano y no participar de la búsqueda de riquezas que era el objetivo principal de los conquistadores, ni de las guerras que ese fin provocaba. Como telón de fondo desfilan los acontecimientos que provocaron la caída del imperio azteca: Cortés y sus capitanes, el hundimiento de las naves, las batallas contra los tlaxcaltecas, la entrada de los conquistadores a Tenochtitlán, la enigmática relación de Cortés con Moctezuma, la muerte del emperador, la sublevación de sus súbditos, la fuga desesperada de los españoles, el sitio y la sangrienta reconquista de la ciudad sobre el lago. Esta novela es el resultado de un minucioso trabajo de búsqueda y recuperación de datos y circunstancias. El autor llevó a cabo investigaciones en Santo Domingo, Cuba y México, donde durante tres años recorrió la ruta de Cortés y su expedición.

      Alver Metalli, periodista y escritor italiano, durante muchos años ejerció su profesión como corresponsal en América Latina, donde se ha radicado. Vivió en la Argentina, luego en México y posteriormente en Montevideo, Uruguay. Actualmente reside en Buenos Aires. Es autor de los ensayos Cronache centroamericane (1988) y La América Latina del siglo XXI (2007, edición trilingüe en italiano, español y portugués). Ha publicado las novelas La herencia de Madama (2002), Lobo siberiano (2010) y L’Ombra dei Guadalupes (2010).

      Foto: E. Innocenzi.

      ALVER METALLI

      LOS DIOSES INÚTILES

Editorial Biblos

      A José

      Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.

      Jorge Luis Borges

      Agradecimiento

      Al concluir un esfuerzo se recuerda con reconocimiento a aquellos que lo hicieron posible. Juan José Fabri y Ángel Torti in primis, quienes me alentaron con convicción para publicar esta novela en lengua castellana. El pensamiento se dirige luego a Francesco Marchitti, el primero que leyó el manuscrito cuando me pareció que ya estaba maduro. Sus observaciones, siempre oportunas, resultaron certeras en gran medida, induciéndome a reconsiderar capítulos, afinar personajes y perfeccionar detalles. La crítica que hizo de la novela fue también ocasión para un intercambio vivo y estimulante sobre el proprium de la forma literaria, que espero continúe en el futuro y alcance ulteriores y más cumplidas expresiones en los próximos escritos.

      Quiero recordar también a Mariana Janún, a quien me une una amistad de muchos años. Su conocimiento de muchos de mis pensamientos le permitió –me daba cuenta mientras repasaba sus comentarios a medida que iban llegando– captar intenciones subterráneas no expresadas o por lo menos no completamente, y otras que podían encontrar un enunciado más enérgico y límpido. Esto representó para mí un posterior trabajo sobre el texto, que considero que ha redundado en ventaja de la novela.

      Mi agradecimiento a Ángela Ricci, joven, dotada y apasionada lectora, con un gusto literario que no he encontrado en personas de mayor edad. Creo que no me equivoco reconociendo en ella la herencia de su padre Tommaso y su madre Marina –a quienes una vez más agradezco por la ayuda que me han dado–, y que supo exigir de mí mucho más de cuanto yo estaba poniendo a su consideración.

      Al entregar la novela al editor, no puedo olvidar las sugerencias de dos amigos –Alicia Saliva y Biagio D’Angelo– que al esfuerzo de la lectura sumaron un trabajo de crítica estructural de la trama de la novela, que demostró ser especialmente valioso ya que ambos han ejercido la docencia en literatura en el campo específico de la literatura latinoamericana.

      Un agradecimiento también a Dolores Ruiz de Gallareta, que puso mano a una primera traducción de Dioses de barro.

      La novela ha recogido el beneficio de tres años de trabajo en México que me permitieron recorrer los mismos lugares que atravesó la expedición de Hernán Cortés, imaginar atmósferas y empaparme del sentimiento de los personajes que tomaron parte en ella. La fase mexicana de la novela contó con el aporte de las observaciones de Amedeo Orlandini, Rossana Stanchi y de Bruno Gelati, que falleció cuando mi trabajo había terminado y a quien deseo recordar con especial afecto. Un agradecimiento también a Mario Simancas, sacerdote español especialmente familiarizado con la literatura escrita en este bello idioma y que vive desde hace muchos años en el Golfo de México, escenario de gran parte de este relato. Muchas gracias a Linda Trovato que asumió el trabajo de buscar errores, imprecisiones e incongruencias entre los pliegues de las muchas páginas que componen la novela que ahora, finalmente, entrego a la imprenta.

      “Demos gracias a Dios por la victoria, la victoria más triste de mi vida”

      I

      Mi vida ha cambiado de curso, como el agua de un torrente que corre saltando entre las piedras y repentinamente choca contra la pared de la montaña. Ahora me dejo llevar por la corriente con el ánimo turbado, hacia una desembocadura que no conozco. ¡Qué cambiante es el destino! Ayer estábamos eufóricos por haber llegado donde muy pocos pusieron pie antes que nosotros, en camino hacia regiones en las que nadie ha osado aventurarse. Después, la batalla. Todo sucedió con gran rapidez, el día doce del mes de marzo del año mil quinientos diecinueve de Nuestro Señor Jesucristo, cuando llegamos al estuario del río Grijalva con la Armada. Las naves de mayor calado echaron el ancla a cierta distancia del estuario, las más pequeñas se internaron hasta un promontorio que se adentraba en el mar, a media legua de la aldea de Tabasco. En la orilla, entre los manglares, nos esperaban miles de indios armados hasta los dientes.

      Cubrían la superficie de la llanura hasta donde alcanzaba la vista; los penachos de colores ondulaban como la hierba mecida por el viento. El tapiz de plumas descendía por la pendiente del río, desaparecía en una hondonada del terreno, volvía a aparecer y se extendía como un manto aterciopelado. Los indios vociferaban como enloquecidos, todos juntos, festivamente se diría si los rostros pintados de blanco y negro no le hubieran conferido a la multitud un aspecto amenazante. Agitaban los arcos con insolencia, se golpeaban el pecho, golpeaban también con los pies, pisoteaban la tierra pesadamente, con furia, todos juntos, haciendo resonar las vainas y semillas que llevaban atadas a los tobillos. Saltaban al ritmo de los tambores, se balanceaban al son de las trompas de conchilla. Nos hacían frente con arrogancia, a la par de sus caudillos que lucían tocados de plumas como en una ceremonia festiva. Y una fiesta se hubiera dicho que era, o un rito, y no los preliminares de una batalla, si las armas hubieran sido de pluma como sus adornos; pero no eran de pluma ni nosotros nos sentíamos con ánimo festivo. Bernardo miraba fijamente el espectáculo, como hipnotizado, con el cuerpo inclinado hacia adelante y apoyado en la lanza; se sobresaltó cuando Santiago le preguntó si alguna vez había visto algo parecido. El buen infante tenía siempre una infinidad de cosas para contar y las relataba con placer cuando se lo pedían; entonces, para no desilusionar a mi hijo, recordó con cierto nerviosismo la ocasión en que pelearon frente a una aldea de la costa y fueron atacados por una nube de langostas en plena lucha.

      “Era tal la cantidad que oscurecían el cielo; se nos venían encima y no podíamos distinguir las flechas de las langostas”, contó. “Sin saber qué hacer, tuvimos que mantener los escudos constantemente levantados hasta que los brazos ya no daban más…”. Y aquí se detuvo, interrumpido por la voz de Cortés que impartía órdenes para la batalla. “No ahorréis pólvora”, gritaba a los artilleros; “vosotros tirad