Alver Metalli

Los dioses inútiles


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sol estaba declinando, los cuervos, saciados por la abundancia de comida, trazaban perezosas circunferencias contra el fondo rosado del cielo. Cortés, informado de que Santiago no había vuelto al campamento, vino a buscarme junto con fray Olmedo. Me reconfortó como él sabe hacerlo, apelando a mi espíritu de soldado y a Dios, que todo lo dispone. Y dio ánimo a la tropa, diciendo que además de haber hecho lo que nos habíamos visto obligados a hacer, es decir luchar contra los adversarios que nos habían atacado, conquistaríamos en el otro mundo la gloria eterna y en éste, honores y privilegios jamás obtenidos por generación alguna de soldados antes que nosotros. Hacia el final del discurso de Cortés, fray Olmedo tocó la campana del Ave María; oramos por los dos españoles moribundos, los indios que ya habían muerto y la vuelta de Santiago sano y salvo. Terminada la oración, Cortés me invitó a asistir al interrogatorio de los prisioneros; acepté de buen grado, con la vaga esperanza de que pudieran decir algo útil sobre la suerte de mi hijo. Hizo llamar a Gerónimo Aguilar y en mi presencia habló con el más eminente de los indios que habíamos capturado, que probablemente también era un capitán, de nombre Quahcóatl o algo parecido. Él, cuando vio que nadie quería lastimarlo, recuperó el ánimo; dijo que todas las poblaciones de esa región habían sido sometidas poco tiempo atrás, por la fuerza, por un señor poderoso que vivía en una ciudad construida en el medio de un lago.

      “Moctezuma… Moctezuma… Señor todo… todo… Moctezuma… Invencible… Moctezuma… todo suyo”, no dejaba de repetir, como si temiera que no comprendiéramos de quién se trataba y el poder que tenía.

      No era la primera vez que oía hablar de este cacique y su fama de soberano y de caudillo. Parecía que eran pocos, dentro de su misma gente, los que podían mirarlo a la cara, o eso me pareció entender a Quahcóatl, que se cubría el rostro e inclinaba la cabeza cada vez que decía su nombre. Tenochtitlán –así se llamaba la ciudad en el lago– estaba habitada por indios de todas las provincias que pagaban tributos a esa estirpe de guerreros. Éstos hacían innumerables sacrificios a un ser espantoso que veneraban como dios, arrancando el corazón a los enemigos y a los esclavos y devorando sus miembros en los banquetes.

      –Dios sería grandemente servido –exclamó Cortés al oír tales cosas–, si estas gentes fueran instruidas en nuestra fe e inducidas a depositar en el Divino poder de Dios la devoción y la esperanza que tienen en sus ídolos.

      Fray Olmedo aprobó con firmeza, no sin agregar un comentario que tenía sabor a reproche:

      –Si los cristianos hicieran por amor a Cristo la centésima parte de lo que hacen los indios por miedo al demonio –dijo–, el reino de Dios estaría más cerca.

      Cortés siguió preguntando sobre ese señor, Moctezuma, y sobre cuantos le debían obediencia en aquellas tierras.

      –¿Acaso hay alguien que no sea vasallo de Moctezuma? –respondió azorado Quahcóatl–. ¿Acaso Moctezuma no es el rey del mundo? Le obedecían hasta en las tierras más remotas, desde donde enviaban a su ciudad alimentos, riquezas y cualquier otro bien que los nativos consideraran precioso.

      Cuando hubo sabido lo que deseaba, Cortés explicó a los prisioneros el grandísimo poder de nuestro soberano, mayor que cualquier otra potestad del mundo conocido. Después los dejó en libertad, porque era mejor política mostrarse magnánimo luego de una victoria que severo con los vencidos. Quahcóatl y algunos otros indios regresaron poco después para pedir protección de los mexicas. Al día siguiente dimos gracias a Dios por la victoria. Pero para mí no ha sido una victoria.

      He obtenido de Cortés la decisión de retrasar la partida tres días. También lo he convencido de registrar la zona de la batalla, desde la playa hasta el bosque y aun más lejos. Bernardo me habló de un soldado, uno de los que andaban con Grijalva, que fue alcanzado por una piedra durante una escaramuza con los indios y después quedó sin sentido en una depresión del terreno durante dos días enteros. El infante no excluye que Santiago pueda haber sido herido y, en esas condiciones, haberse alejado para terminar desangrado en algún pozo. Es raro, porque la turba de los indios no alcanzó a llegar hasta los ballesteros; quizá Bernardo se ha inventado la historia del soldado para darme ánimo. Pero ya no se me ocurre ninguna otra explicación: para mí sus palabras son más que suficientes para encender una luz de esperanza.

      Con Bernardo, Argüello, Botello el nigromante, el infante Trujillo y otros seis, registramos toda el área del delta en dos leguas a la redonda, revisamos entre los manglares, bajo los arbustos, buscamos en todas las depresiones del terreno inútilmente. Trujillo tiene fama de rastrear un animal herido hasta los lugares más intrincados; Botello está seguro de que si hubiera algo, lo habría descubierto. Encontramos solamente indios muertos –uno todavía agonizaba–, guerreros que habían tratado de alejarse del campo de batalla para morir en algún rincón; pero ninguna huella de Santiago. Mi hijo parecía haber desaparecido en la nada. Y junto con él, Rescatada.

      Cuando volvimos al campamento vacié la bolsa de Santiago para pasar sus cosas a la mía. La llevaba consigo adonde fuéramos y la vigilaba como si contuviera vaya a saber qué tesoros. Adentro había algunos objetos, de esos que se proponía intercambiar con los indios de la región; además, puntas de cobre para las flechas, la escudilla de madera para el rancho, la bota de cuero que se había comprado en Sevilla antes de embarcar, algunas ropas, cuerda para la ballesta, botones, de los que había hecho con los huesos del tiburón, el cinturón que le había regalado doña Dolores, algunos folios de papel de carta prensados entre dos tablillas atadas con una tira de cuero. Las hojas están escritas con letra apretada; la prolija caligrafía es inconfundible. Ya me había olvidado de este hábito suyo de escribir. Era algo que se había propuesto hacer, yo lo sabía; en La Española lo veía inclinarse sobre el papel cada vez que volvía de sus visitas a los frailes de la isla; pero desde que nos habíamos embarcado en San Cristóbal de La Habana no lo había visto tomar la pluma. Puede ser que lo haya hecho en la nave de Portocarrero, durante la navegación entre Cabo San Antonio y Cozumel. Allí se repiten continuamente algunos nombres: Bernardo, Antonio, Tomás… Pedro sobre todo. Debe ser el nombre de esos frailes con los que andaba.

      La búsqueda resultó infructuosa hoy también. Argüello está seguro de que Santiago no está aquí; experto en perseguir indios hasta el fin del mundo, dice que si hubiera cualquier cosa, viva o muerta, la habría encontrado. No le creo, él también puede equivocarse. El cuerpo de Santiago debe estar en alguna parte… No puedo dejarlo a merced de los animales. Debo encontrarlo, verlo por última vez, darle sepultura como corresponde a un cristiano. Pediré más tiempo a Cortés. Hoy no tengo ánimo para escribir…

      No hay nada que hacer. Hace cinco días que estamos buscando. Los indios se han llevado a sus muertos. Ellos por lo menos podrán llorarlos. Cortés no quiere esperar más; está decidido a ponerse en marcha. Han comenzado los preparativos; mañana o pasado mañana reanudaremos el camino. Yo con el desaliento en el corazón. No tengo paz por haberlo arrastrado a esta empresa. El padre Olmedo dice que es más sabio resignarse y esperar que el tiempo suavice las cosas. Entiendo su consejo. Pero yo no quiero que terminen volviéndose borrosas. Quiero que se conserven bien claras. No quiero olvidar nada de estos días, de estos meses, de cómo ha vivido y ha muerto Santiago. Y si el olvido es una ley que la piedad de Dios ha grabado en la naturaleza humana, que mi escritura pueda desafiarla. Seguiré haciéndolo. Cuando y como pueda. Se debe saber de mi hijo, y cómo ha muerto, y cuándo y cómo ha hecho frente a lo que se nos presentaba, y dónde. Y quiénes eran sus compañeros, quiénes los adversarios, quién el comandante a cuyo servicio nos hemos aventurado en estas tierras.

      “En ésta perdemos honor, vida y haberes, o Dios nos devolverá todo cien veces…”

      Lo conocí un día de fiesta en Cuba, donde había ido desde La Española porque se decía que allí, en la isla donde era gobernador Diego Velázquez, estaban alistando una flota para las nuevas tierras. Fernán Cortés vivía entonces en la ciudad de San Yago, en una hacienda sobre la costa del poniente a cinco millas de la ensenada del Milagro, en el interior; pero hubiera sido inútil buscarlo en sus posesiones, porque pasaba la mayor parte del tiempo en el puerto, entre el almacén de los hermanos Sánchez y la taberna La Media Luna. En el