Alver Metalli

Los dioses inútiles


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que había en los alrededores. Frente a nosotros, los guerreros sacudían las lanzas o blandían con ambas manos, como una maza, sus espadas de madera incrustadas con piedras cortantes de obsidiana; levantaban los escudos sobre la cabeza, los inclinaban sobre el lado derecho y después sobre el izquierdo, trazando un arco sobre sus personas. Algunos indios tenían hondas en las manos y usaban piedras como proyectiles; otros, bastones puntiagudos con la extremidad dura como pedernal.

      Nos hemos dispuesto en formación compacta: ballesteros y fusileros en los flancos; infantes con escudo, lanza y espada, en el centro. Orozco y los demás artilleros, Meza, Arbenga, Bartolomé de Usagre, empujaron los cañones a los costados, donde nada obstruía la trayectoria de los proyectiles sobre los indios enardecidos; amontonaron las balas de piedra cerca de las piezas, dispusieron en tierra los barriles y arrimaron a estos últimos unos recipientes más pequeños donde mezclaban la cantidad justa de pólvora para un solo tiro; desenrollaron las mechas y plantaron antorchas al alcance de los cañones. Los ballesteros se alinearon lado a lado, a una lanza de distancia unos de otros. Santiago armó la ballesta y se arrodilló, apoyando en tierra la segunda ballesta y un puñado de flechas que ya había calibrado una por una antes de embarcar. Los indios avanzaban repentinamente algunos pasos y retrocedían con igual rapidez para avanzar de nuevo, ganando más terreno del que cedían, como la punta de un ariete que oscila hacia atrás y hacia adelante para descargarse sobre la muralla con mayor fuerza.

      “…colocad los pectorales a los caballos y los cascabeles a las correas… ajustad las cinchas y acortad las riendas… no abráis fuego hasta que hayáis oído la orden de hacerlo…”, gritaba Cortés asumiendo el mando con firmeza. Luego se acercó a Aguilar, disponiéndose a parlamentar con los indios por boca del antiguo prisionero. “Habladles de la manera que vos sabéis que es más conforme a sus costumbres; convencedlos de que no somos hostiles; que no estamos aquí para atacarlos”, lo ha instruido, “que entiendan que ganarán más si nos dan paz en vez de guerra”.

      Cortés, Aguilar, Pedro Alvarado y Diego de Godoy abandonaron la formación avanzando unos cincuenta pasos en dirección a la primera línea de los indios; éstos saltaban, hacían ruido, vociferaban, gesticulaban, lanzaban gritos tal como Bernardo me había contado que era costumbre cuando peleaban entre ellos. El grupo se detuvo delante de algunos guerreros emplumados que por su aspecto parecían ser los jefes. Gerónimo Aguilar dio un paso al frente tocando la tierra con la mano derecha en señal de saludo, después gritó palabras de sonidos desconocidos: una vez, dos, tres veces. Los indios no le prestaban atención, no lo escuchaban y continuaban su ritual, cada vez más estrepitoso.

      –Artillero Orozco –ordenó entonces Cortés, cuando estuvo seguro de que estaba perdiendo el tiempo–, disparad un tiro en aquella dirección; veamos si es suficiente para hacerlos callar.

      El jefe de los artilleros desvió la boca del cañón hacia un punto del bosque; acercó la cuerda a una antorcha y encendió la mecha. Se consumió en pocos instantes y, cuando llegó al punto donde se interna en el tubo, una impresionante explosión provocó un vacío en el aire haciendo desaparecer cualquier otro ruido. Los indios enmudecieron al instante. Las plumas ondeaban en el repentino silencio, bajaron las lanzas y los escudos, los pies dejaron de golpear y quedaron pegados al suelo. Lo único que se escuchó fue el silbido de la bala del cañón, hasta que el proyectil se estrelló en tierra delante del bosque levantando una nube de polvo. El olor de la pólvora impregnaba el aire, una ligera neblina subía hacia lo alto, donde una bandada de pájaros negros levantaba vuelo. Y mientras se dispersaba el humo de la explosión, por detrás de un velo tenue aparecía el rostro azorado de los indios.

      Cortés se quitó el yelmo colocándolo bajo el brazo.

      –Señor Aguilar, éste es el momento. Tomad todo el aliento de que sois capaz; decidles que venimos de parte de un rey grande, que estamos aquí como hermanos… necesitamos alimentos y agua… no traemos guerra ni queremos recibirla…

      Los indios no esperaron el final del mensaje para rechazarlo. La multitud empezó a gritar de nuevo hasta desgañitarse, a saltar y blandir las armas. Después de mucho zarandearse, de las primeras filas partió una salva de flechas que sacudió el aire como una bandada de pájaros en vuelo. Alvarado protegió a Cortés con su escudo, pero no era necesario porque, salvo algunas flechas, todas las demás cayeron en tierra mucho antes. Diego de Godoy dio un paso al frente y comenzó a leer la proclama que las leyes de España imponen en tales ocasiones. Allí se decía que Jesucristo era la cabeza de la estirpe humana, que el Papa reinaba en representación suya y que éste había donado las tierras descubiertas al rey de España, para que se ocupara de la salvación de las gentes que allí habitaban y de su bienestar. Les ordenaba, en fin, que se sometieran, que si no lo hicieren, con todos los medios los sujetaríamos a la obediencia de la Iglesia y de Sus Altezas, y serían hechos esclavos junto con sus mujeres y sus hijos, como merecen los vasallos que no obedecen a su señor. Así gritó Godoy con todas las fuerzas que tenía en el cuerpo; pero el notario del rey no pudo terminar lo que había empezado; de las filas de los indios partió una nueva salva de flechas y de piedras, que al igual que la primera se clavó en tierra donde no podía hacer daño a nadie. El comandante se inclinó, recogió el dardo más cercano y lo quebró contra la rodilla con rabia.

      –No hay nada que hacer –dijo dirigiéndose a Alvarado–. Ordás tomará el mando, Francisco Orozco deberá hacer trabajar los artilleros. No los dejéis acercarse o nos arrollarán. Comunicadlo a los demás y alcanzadme donde están los caballos. Pasaremos por detrás de aquellas palmeras y los sorprenderemos por la espalda –le explicó Cortés, señalando con el índice el punto al que se proponía llegar–. Debemos dividir en dos esa multitud compacta; por eso, no os detengáis a pelear con un solo hombre; lanzaos al galope entre ellos, con la lanza a la altura de sus cabezas. –Esto quería Cortés, que las lanzas pasaran rasantes sobre el mar de plumas hiriendo a los indios en la cabeza, porque si hubieran penetrado en el cuerpo, los jinetes habrían debido extraerlas, frenando el ímpetu de la carga. Agregó que permaneciéramos siempre de a dos, sin perdernos de vista el uno al otro. –Si alguno cae –advirtió–, que se apresure a montar de nuevo y a poner a salvo el caballo; ¡sabéis muy bien cuánto los necesitamos! Si el caballo resulta herido, retiraos y llevad al animal a lugar seguro. Apuntad a los caudillos, a los más emplumados o a los que según vuestro buen juicio se comportan como tales. –Se fueron al trote, desapareciendo detrás de los árboles. El alejamiento de los jinetes produjo el efecto de acelerar el ataque de los indios; como si temieran que alguno pudiera escapárseles de las manos, apuraron el paso y arremetieron contra nosotros.

      Así empezó nuestra primera batalla en aquellas tierras, allí ha cambiado mi destino, así ha comenzado mi tormento de padre. Dicen que el paso del tiempo suaviza todas las cosas y cicatriza las heridas más profundas, que con el transcurso de los años los recuerdos, aun los más dolorosos, se diluyen y luego se borran de la memoria, reemplazados por otros más benévolos y recientes. Pero yo no quiero olvidar; quiero recordar cada una de las cosas que pasaron. Todo, todo lo que ocurrió: las flechas de los indios que subían hasta el cielo, tan numerosas como las agujas de un puercoespín; las piedras que llegaban en oleadas silbando y rebotando contra los escudos con estrépito; los fusileros que respondían con descargas de arcabuces, los ballesteros que arrojaban dardos; Santiago, con una rodilla en tierra y la otra sosteniendo el brazo que empuñaba la ballesta, la cargaba, apuntaba y tiraba con la rapidez de un veterano de muchas guerras. Era su primera batalla.

      Los indios caían, derribados por el plomo y por los dardos de los ballesteros, pero seguían avanzando hacia nosotros gritando y aullando. El cañón tronaba, el falconete segaba cuantos tenía delante. Los fusileros ni siquiera apuntaban y las bombardas y culebrinas también abrían fuego contra la horda enloquecida sin preocuparse demasiado en qué dirección lo hacían, derribando una gran cantidad de atacantes. Las balas del cañón abrían brechas en las filas de los adversarios arrojándolos por el aire con sus penachos. A cada explosión los indios se detenían un instante desconcertados, después seguían avanzando, incitados por sus jefes. Los que estaban en las primeras filas se comportaban de manera extraña: después de cada tiro de cañón, y antes del siguiente, arrojaban hacia arriba puñados de hierba y arena todos juntos, para que no pudiéramos ver –según creo– los guerreros que caían, y apenas se disipaba